‘La traducción del mundo’: cómo la ficción nos explica la vida
En la estela de escritores como Javier Cercas y Umberto Eco, Juan Gabriel Vásquez impartió en 2022 cuatro conferencias en Oxford donde abordó el papel de la ficción como herramienta para comprender la realidad. ‘Babelia’ adelanta un extracto del libro que publica Alfaguara el 7 de septiembre
“La historia es la ciencia de las cosas que no pueden repetirse”, escribe Paul Valéry en un ensayo de 1932. La idea tiene un corolario. Hay dos maneras de mirar el relato del pasado: la primera lo mira como si cada episodio estuviera escrito en piedra, consecuencia coherente de lo que ocurrió con anterioridad y causa lógica de lo que ocurrirá después; la segunda lo mira con vértigo, y está inevitablemente contaminada por la sensación ineluctable de que las cosas, a cada paso, habrían podido ocurrir de otro modo, o de que en...
El eterno retorno de las cosas que no han sucedido
“La historia es la ciencia de las cosas que no pueden repetirse”, escribe Paul Valéry en un ensayo de 1932. La idea tiene un corolario. Hay dos maneras de mirar el relato del pasado: la primera lo mira como si cada episodio estuviera escrito en piedra, consecuencia coherente de lo que ocurrió con anterioridad y causa lógica de lo que ocurrirá después; la segunda lo mira con vértigo, y está inevitablemente contaminada por la sensación ineluctable de que las cosas, a cada paso, habrían podido ocurrir de otro modo, o de que en la piedra donde se escribe la historia se abren grietas, espacios de oscuridad que no cuentan nada, que no comunican nada. A veces pienso que es aquí, en este espacio de incertidumbre, en el tiempo condicional de estos verbos, donde aparece la ficción. Tal vez podríamos decir que, si la historia es la ciencia de las cosas que no pueden repetirse, la ficción es el espacio donde las cosas —el suicidio de Ana en una estación de tren, el día entero de Clarissa Dalloway en Londres, la masacre de las bananeras en Macondo, la larga conversación de un periodista y un guardaespaldas en un bar de Lima: todas estas cosas— seguirán repitiéndose para siempre.
Los huesos
En 2005, por los días en que mis hijas gemelas superaban un nacimiento difícil en las incubadoras de la clínica Santa Fe, en Bogotá, el doctor Leonardo Garavito me invitó a su casa para hablar de asesinatos políticos. Había leído mi novela Los informantes, donde los personajes visitan en un pasaje breve el lugar donde mataron a Gaitán. Jorge Eliécer Gaitán fue un líder popular, liberal de tendencias socialistas, que habría sido presidente de mi conservador país si no hubiera sido asesinado, de tres tiros y a plena luz del día, el 9 de abril de 1948. A pesar de que la violencia partidista llevaba unos años asolando al país, las revueltas populares que siguieron al crimen del caudillo, lo que los colombianos conocemos como el Bogotazo, son para muchos el pistoletazo de salida de una guerra que sigue hasta hoy. El asesinato del 9 de abril conmocionó a Colombia más que cualquier otro crimen de su historia violenta... con la posible excepción del asesinato, treinta y cuatro años antes, de Rafael Uribe Uribe. Los lectores de literatura latinoamericana lo conocen bien, aunque no sepan que lo conocen: Aureliano Buendía, el personaje de Cien años de soledad, fue construido a partir de Uribe Uribe, bajo cuyo mando peleó Nicolás Márquez, el abuelo materno de García Márquez, en la guerra civil de los Mil Días. Como Gaitán, Uribe Uribe era liberal; como Gaitán, había coqueteado con las ideas socialistas. El 15 de octubre de 1914, hacia el mediodía, fue atacado a golpes de hachuela por dos carpinteros desempleados, y murió a causa de las heridas en la madrugada del día siguiente.
Y allí estaba yo en el año 2005, hablando con el doctor Garavito de estos dos crímenes, cuando el hombre se ausentó durante unos segundos y volvió con dos objetos que puso sobre la mesa: un frasco de vidrio y una caja de cartón. En el frasco, en una solución acuosa, flotaba una vértebra de Jorge Eliécer Gaitán, con la perforación de una de las balas que lo mataron. En la caja estaba la parte superior del cráneo de Uribe Uribe, rota por las hachuelas de sus asesinos y marcada, misteriosamente, con las iniciales de su propietario: R. U. U. Ahora me parece claro que en ese instante preciso nació mi novela La forma de las ruinas, que se publicaría una década después. Allí estaban los restos de dos víctimas de nuestra violencia política que tenían varios rasgos en común, pero el más claro era éste: ninguno de los dos crímenes fue resuelto de manera satisfactoria. En otras palabras, la historia conoce y nos ha legado la identidad precisa de los asesinos. Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal mataron a Uribe Uribe; Juan Roa Sierra mató a Jorge Eliécer Gaitán. Pero los colombianos, que no estamos de acuerdo nunca en nada, estamos de acuerdo en esto: esos hombres no fueron más que los perpetradores materiales, y la decisión vino de otros lugares más oscuros. ¿De dónde? ¿Quién la tomó, y por qué no lo hemos sabido? La verdad sobre los dos crímenes se ha perdido en el pasado, censurada u obliterada por figuras poderosas. Sobre ambos crímenes han pesado desde siempre las sombras, las contradicciones, las distorsiones y las teorías de la conspiración. La historia oficial de estos dos crímenes está llena de fallas; en esas fallas, como dijo Novalis, nacen las novelas.
La ficción que se escribe sobre la historia es el lugar donde intentamos comprender lo que la historia no cuenta por sí misma; si la ficción que se escribe sobre la historia nos dice lo mismo que la historia dice, se vuelve redundante y por lo tanto superflua. En una entrevista incluida en El arte de la novela, Christian Salmon le pregunta a Kundera qué puede decir específicamente la novela sobre la historia. Kundera responde proponiendo cuatro principios que guían sus propias novelas. Dos de esos principios hablan de lo mismo: de los episodios históricos, lo que le interesa a la novela es la posibilidad de “ver y vivir la historia como una situación existencial”. Kundera trae ejemplos de su propia obra; yo me permito añadir el mío. Después de visitar repetidas veces a mi amigo médico, después de sostener en mis manos el cráneo de Uribe Uribe y la vértebra de Gaitán, yo solía llegar a la clínica donde mis hijas prematuras se recuperaban, y las enfermeras me permitían sacarlas de sus incubadoras y ponérmelas sobre el pecho. En esos momentos, no lograba apartar una emoción compleja: en mis manos habían estado los restos humanos de las víctimas de la violencia colombiana, y ahora estaban los cuerpos vivos de dos niñas que luchaban (la terca biología) por seguir viviendo. Las preguntas eran: ¿cómo marcarían las violencias del pasado sus vidas futuras?, ¿cómo protegerlas de esa violencia? Entonces sentía vivamente que el pasado, como escribió Faulkner en Réquiem por una monja, no está muerto: ni siquiera es pasado.
Durante la escritura de mi novela volví muchas veces a una página de El hacedor donde Borges piensa en la bala que mató a Kennedy. “Esta bala es antigua”, escribe. “En 1897 la disparó contra el presidente del Uruguay un muchacho de Montevideo, Arredondo, que había pasado largo tiempo sin ver a nadie, para que lo supieran sin cómplices. Treinta años antes, el mismo proyectil mató a Lincoln, por obra criminal o mágica de un actor, a quien las palabras de Shakespeare habían convertido en Marco Bruto, asesino de César”. Esas palabras me acompañaron: la bala de Borges era la misma que mató a Gaitán, pero también la hachuela que mató a Uribe Uribe, pues, escribe Borges, “la transmigración pitagórica no es sólo cosa de los hombres”. La comunicación secreta entre dos momentos separados, esos mecanismos de la historia que ningún historiador podría poner sobre sus páginas (pues ocurren fuera de la lógica de los hechos visibles o comprobables, fuera de los documentos y los testimonios), se hace visible en el tejido de la novela. En otras palabras: es el lenguaje de la ficción lo que hace que esos mecanismos sean visibles. Sin el lenguaje de la ficción, que no trabaja con lo comprobable y fáctico sino con otro orden del conocimiento, permanecerían fuera de nuestro alcance.
‘La traducción del mundo. Las conferencias Weidenfeld 2022′, de Juan Gabriel Vásquez. Alfaguara, 2023. 168 páginas, 17,90 euros.
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