Diane Arbus, el monstruo somos todos
En el centenario de su nacimiento, la fotógrafa sigue siendo objeto de debate. ¿Se aprovechó de sus modelos, a quienes convirtió en criaturas grotescas a sus espaldas? Nuevas lecturas de su obra la califican, al revés, de fotógrafa humanista
Las limpiadoras del MoMA de Nueva York empezaban la jornada laboral retirando los escupitajos de los cristales que protegían sus fotografías. Los lanzaban los visitantes, molestos ante la supuesta obscenidad de lo que observaban. La leyenda podría ser apócrifa, pero resulta convincente ante la diabólica reputación que tuvo Diane Arbus antes de ingerir un cóctel de barbitúricos y cortarse las venas en 1971. Ese año, la revista ...
Las limpiadoras del MoMA de Nueva York empezaban la jornada laboral retirando los escupitajos de los cristales que protegían sus fotografías. Los lanzaban los visitantes, molestos ante la supuesta obscenidad de lo que observaban. La leyenda podría ser apócrifa, pero resulta convincente ante la diabólica reputación que tuvo Diane Arbus antes de ingerir un cóctel de barbitúricos y cortarse las venas en 1971. Ese año, la revista Artforum la convirtió en la primera fotógrafa que ocupaba su portada y publicó una selección de imágenes que no tardaron en convertirse en hitos, como sus retratos de las gemelas maléficas, del gigante judío junto a sus padres (de varias tallas menos) o del chaval impúber manifestándose a favor de la guerra en Vietnam. Por esas fechas, Arbus tuvo un sueño: el Titanic se hundía y quedaba atrapada en uno de sus ascensores dorados. “No hay esperanza”, escribió en su diario. Dos meses después, se suicidó.
“Era una figura aislada. Como fotógrafa, sus aspiraciones eran singulares y no tenía conexión con la estética predominante en su tiempo”, afirma Neil Selkirk, que fue su aprendiz tras haber trabajado como ayudante de fotógrafos como Richard Avedon. Tras la muerte de Arbus, quedó a cargo de ejecutar las ampliaciones de los negativos que iban a formar parte de la gran retrospectiva que el MoMA le dedicó en 1972, que acabó viajando por todo el país. La visitaron siete millones de personas. El crítico Robert Hughes dijo que sus fotos alteraban “la experiencia del rostro humano”. Cambiarían la historia de su disciplina, que ya había dejado de ser un arte menor, y el destino póstumo de su responsable. “Meses antes de su muerte, el Metropolitan de Nueva York le compró dos fotografías por 25 dólares cada una”, recuerda su antiguo asistente por correo electrónico. Hoy las más icónicas se venden por cifras que se acercan al millón de euros. “Aunque, debido a que las imágenes más conocidas son tan poderosas, tienden a oscurecer lo que puede ser más fácil de ver en las menos conocidas: qué estaba buscando y hacia dónde quería ir”, señala Selkirk, que hasta hoy sigue siendo la única persona autorizada a ampliar sus fotos.
Revolucionaria pero expuesta sin cesar en las últimas décadas, su obra parecía sobradamente conocida a estas alturas. En realidad, quedan otras Arbus por descubrir. Coincidiendo con el centenario de su nacimiento en 1923, se acaba de inaugurar la muestra más completa que jamás se haya dedicado a Diane Arbus en la ciudad francesa de Arlés, donde la Fundación Luma expone 454 fotografías de la artista, un tercio de las cuales son inéditas. Es el resultado de la adquisición de este impagable conjunto de instantáneas por la coleccionista suiza Maja Hoffmann, heredera del imperio farmacéutico Roche —al que debemos el Valium y el Lexomil— y responsable de este complejo artístico inaugurado en 2021 en el lugar donde Van Gogh perdió la cabeza, presidido por una torre de ladrillos plateados que proyectó Frank Gehry.
La primera reacción ante la exposición, titulada Constelación, es el desconcierto. Las fotografías se exponen en una estructura metálica, negra y algo ostentosa, sin cartelas ni paneles a la vista, en una anarquía deliberada y algo estetizante, desprovista de discurso teórico. Esos cuatro centenares de imágenes se exponen sin orden ni concierto, a excepción de la famosa A Box of Ten Photographs, el porfolio en el que Arbus trabajó antes de morir con la idea de realizar una edición de 50 copias, de las que solo llegó a completar ocho. Vendió solo cuatro a personas de su entorno, como Jasper Johns o el mismo Avedon, que compró dos y regaló uno al director Mike Nichols.
Su obra, formada por miles de retratos, también tiene una dimensión colectiva: es un gran retablo disidente de América realizado por una hija de inmigrantes
Atrapados en la tela de araña de la exposición, surgen nuevas ideas sobre una obra que creíamos trillada. Ahí están, por supuesto, sus retratos de monstruos cotidianos, personajes circenses, travestís callejeros, hombres tatuados y niños inquietantes. Pero, con un poco de distancia, también observamos una dimensión colectiva, un gran retrato disidente de América realizado por la hija de inmigrantes rusos aunque acomodados, dueños de los grandes almacenes de lujo Russeks en el corazón de Manhattan. Arbus, a la que The New Yorker definió una vez como “el Goya estadounidense”, retrata un árbol de Navidad junto a una lámpara recién comprada, todavía cubierta de celofán, ominosa estampa de una sociedad de consumo que, por mucho que se esfuerce, solo es capaz de provocar infelicidad. Después se marcha a Disneylandia y, en vez de inmortalizar la felicidad histérica del lugar, prefiere fotografiar un castillo de cartón piedra en un encuadre brumoso, posterior a la puesta de sol y sin príncipes azules a la vista.
Las posibilidades de la combinatoria son casi infinitas: cada paseo por la exposición da lugar a una lectura inédita. En el segundo intento, surge la identidad como construcción, el género como disfraz, la verdad que transmite la máscara. En el tercero, una representación primigenia de las culturas urbanas en un país en plena transformación, la complejidad creciente del paisaje social de los sesenta y la herencia del activismo contracultural de la década anterior, liderado por otros hijos de inmigrantes que pusieron de relieve el conflicto entre el individuo y la masa, o la estrechez del dogma estadounidense, del que ella no dejó de reflejar la cara oscura. Arbus fotografió a Mae West, pero no en su era dorada, sino convertida en una anciana excéntrica que vivía rodeada de crías de mono. Y también a Brenda Frazier, una joven de la alta sociedad famosa en las revistas del corazón. Pero la retrató a los 44 años, tras un brote psicótico y un matrimonio fallido.
Más que monstruosas, sus imágenes son ominosas, término que casa mejor con la dimensión freudiana de una obra que parece tener subconsciente: Arbus deja a la vista lo que sus personajes, y tal vez también sus espectadores, tratan de ocultar sobre sí mismos. “¿Sabes que cualquier madre tiene pesadillas al quedarse embarazada por si su hijo nace y es un monstruo?”, escribió a un amigo cuando hizo la foto del gigante Eddie Carmel en casa de sus padres en el Bronx. “Creo que conseguí eso en la mirada de esa madre”.
¿Qué queda hoy del legado artístico de Arbus? Lo encontramos en las fotos de Nan Goldin, en la apología de la imperfección humana que desprende su crónica de los márgenes, donde parecen mezclarse arte y vida. “Era capaz de mirar a las caras que solemos evitar con la mirada y mostrar la belleza y el dolor que hay en ellas”, escribió Goldin una vez. Lo mismo puede decirse de los retratos de Wolfgang Tillmans en la escena alternativa de Berlín y de Londres durante su juventud. De las fotografías de Martin Parr en hospitales durante los setenta, seguidas de los documentales que dedicaron maestros como Frederick Wiseman y Raymond Depardon a los servicios psiquiátricos. De las series de Susan Meiselas sobre la subcultura del strip-tease en la América profunda. De los autorretratos de Francesca Woodman, que parece dirigir esa mirada inclemente que tenía a veces Arbus hacia sí misma, o de la versión paródica de esa monstruosidad más trivial que esboza Cindy Sherman en sus retratos. De las terroríficas gemelas de El resplandor, inspiradas en la mítica imagen que Arbus hizo de dos niñas en Roselle, Nueva Jersey, en 1967. De los encuentros fortuitos de Alec Soth en la relativa marginalidad del Medio Oeste. Detectamos a Arbus en los relatos de Carmen Maria Machado, entre lo biográfico y el realismo mágico propio del folclore. En la reivindicación de lo freak que hizo la primera Lady Gaga. En los encuentros fugaces de Don Draper en el caos del Manhattan de los sesenta, tan cerca y tan lejos de su idílico barrio residencial de las afueras. En las encuestas callejeras de cualquier telediario y en los testimonios de esos anónimos que nunca sospecharon que su vecino fuera un psicópata. Parecía una persona normal.
Destruyó las barreras del retrato del siglo XIX, cuando estuvo reservado a los privilegiados. “Con Arbus, ya no importa el origen social. Todos tenemos derecho a la representación”, dice Marta Gili
Arbus definió una vez a los hombres y las mujeres a los que fotografiaba como “personajes de un cuento de hadas para adultos”. Subrayaba así el componente fantástico de sus imágenes, como en las fábulas de los hermanos Grimm o en los textos periodísticos sobre las compañías de circo firmados por Joseph Mitchell, a quien pidió consejo cuando empezaba. “Le dije que los freaks podían ser tan aburridos y ordinarios como la llamada gente normal”, le advirtió. Que, en realidad, el sueño de Olga, la mujer barbuda, era trabajar como estenógrafa y cuidar de los geranios que había plantado en el alféizar de su ventana. El eterno debate, originado en los sesenta, es si Arbus se mofaba de sus personajes. Si los utilizó, se ganó su confianza y los traicionó con retratos poco favorecedores que realzaban su supuesta monstruosidad. Susan Sontag fue una de las más feroces enemigas de Arbus con su ensayo Freak Show, de 1973, que después incluyó en Sobre la fotografía. La escritora veía en sus imágenes una actitud “basada en la distancia y el privilegio”, que resultaba en retratos voyeristas de personas “patéticas y lamentables, además de repulsivas”. “¿Saben lo grotescos que son? Parece que no lo sepan”, escribió.
La propia Sontag se dejó fotografiar por Arbus una vez. Como casi todos sus personajes, quedó descontenta. Dos fotografías de su exposición en el MoMA de 1972 fueron retiradas. Una, porque el padre de la modelo, una chica adolescente, amenazó con denunciar al museo: Arbus había retratado a su hija “como si fuera una lesbiana”. La otra era una foto de Viva Hoffmann, colaboradora de Warhol, que tampoco se gustó. “Me han pasado muchas cosas malas, pero ese retrato es la peor de todas”, dijo. Norman Mailer, retratado en pleno manspreading corporal, afirmó que dejar una cámara a Arbus era como “poner una granada en manos de un niño”, en referencia a una de sus fotos más conocidas, el retrato de un chico con un explosivo de juguete.
Cinco décadas más tarde, las interpretaciones críticas sobre su obra siguen vigentes, aunque cada vez menos. “Cuando uno coge una cámara para hacer un retrato de alguien, siempre existe una dinámica de poder. Pero, en su caso, no es adecuado tildarla de depredadora: fue consciente de ese poder y actuó con curiosidad y respeto”, responde Sarah H. Meister, gran especialista en Arbus, que tras 25 años como conservadora de Fotografía en el MoMA de Nueva York dirige Aperture, fundación y editorial fotográfica que crearon Ansel Adams y Dorothea Lange en los años cincuenta. “Sus imágenes reflejan una vulnerabilidad e incluso la incentivan. Fue una fotógrafa humanista, en el sentido de que demostró un interés permanente por la condición humana”. Su obra es un monumento a la ambigüedad y un recordatorio de su poder inagotable. “Hoy siguen abundando los fotógrafos que aspiran a conocer al otro a través del foco de una cámara. Ahora existe una mayor conciencia del valor de intentar entender a los demás, lo que hace que su legado sea aún más importante”, añade Meister, que detecta en su trabajo la idea de que la fotografía puede “fomentar una sociedad más justa y tolerante”.
El caso de Arbus es uno de los ejemplos más rotundos de la ‘muerte del autor’: las interpretaciones sobre su obra han cobrado mucha más importancia que sus supuestas intenciones
La mirada sobre su obra ha cambiado. En los últimos años, autores como Philip Charrier o Frederick Gross han destacado su relación con el nuevo periodismo o con la metaficción de Borges, a quien también retrató, y la han comparado con los retablos sociológicos de August Sander, Walker Evans o Robert Frank en versión posmoderna, como si fuera una entomóloga alejada de lo enciclopédico y lo positivista, y centrada en las categorías subalternas de la sociedad. Aunque la relectura extemporánea más tentadora podría ser la que subraya la aceptabilidad de lo no normativo, o incluso su belleza distraída. Arbus destruyó las barreras del retrato del siglo XIX, al que solo tenían acceso los privilegiados, e hizo entrar a los invisibles en ese espacio de exclusión. “Abrió la puerta a que todos podamos ser fotografiados”, confirma Marta Gili, responsable de dos grandes muestras sobre Arbus: una cuando dirigía el departamento de fotografía de la Fundació La Caixa, en 2003, y la otra como directora del Jeu de Paume de París, en 2011. “Con Arbus, ya no importa la condición individual o el origen social. Todos tenemos derecho a la representación”, añade Gili, que insta a actualizar ciertas tesis. “Su trabajo todavía es vigente, pero no la forma de analizarlo, que sigue anclada en los esquemas de los setenta y ochenta”.
Eso ha sucedido, en parte, porque los herederos de Arbus han controlado con mano férrea el uso de sus obras y han procurado que nadie se alejara “del discurso establecido”, como apunta Gili. “Esas fotografías necesitaban que yo las salvaguardara del embate de la teoría y la interpretación”, escribe su hija Doon, al frente de su estate, en Revelations (Aperture), un volumen con 200 fotos de Arbus y ensayos a cargo de expertos. En cualquier caso, la familia ha perdido la partida. El caso de Arbus es uno de los ejemplos más rotundos de la muerte del autor, tan en boga cuando murió: las interpretaciones sobre su obra han cobrado mucha más importancia que sus supuestas intenciones, siempre salpicadas de revelaciones truculentas sobre su vida privada (una biografía de 2016, a cargo de Arthur Lubow, periodista de The New York Times, afirmaba que tuvo una relación incestuosa con su hermano mayor).
“La familia ha intentado perimetrar lo que se podía decir sobre su madre y lo que no. Hay una necesidad imperiosa de ofrecer reflexiones críticas sobre la obra que dejó, sin ninguna censura”, apunta Gili, que nos invita a alejarnos de las lecturas más simplistas, como que Arbus retrataba a freaks “porque ella también lo era”. En el fondo, ¿quién escaparía hoy a esa definición? O, mejor dicho, ¿quién desearía ser definido como normal en el presente? Puede que eso sea lo más valioso de todo lo que Arbus nos ha dejado en herencia: una nueva normalidad.
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