Cuando el museo se convierte en discoteca
La instalación de Pauline Boudry y Renate Lorenz en el parque del Retiro es el último ejemplo de un fenómeno en expansión: las muestras inspiradas en la cultura de club en los centros de arte
Demasiado tentador: luces estroboscópicas, cuerpos moviéndose como no se han movido nunca, liberación sexual, drogas de diseño, tensión erótica en la noche, espacios liminales… Era inevitable que los artistas se interesaran por la cultura del club que proliferó en los sesenta y que, desde entonces, se ha convertido en una de las formas de ocio más distintivas de nuestra época. Las salas de los museos de arte contemporáneo han recibido con entusiasmo una gran cantidad de obras, monográficos, ...
Demasiado tentador: luces estroboscópicas, cuerpos moviéndose como no se han movido nunca, liberación sexual, drogas de diseño, tensión erótica en la noche, espacios liminales… Era inevitable que los artistas se interesaran por la cultura del club que proliferó en los sesenta y que, desde entonces, se ha convertido en una de las formas de ocio más distintivas de nuestra época. Las salas de los museos de arte contemporáneo han recibido con entusiasmo una gran cantidad de obras, monográficos, performances y recorridos cronológicos de este poliédrico fenómeno cultural, animados por su carácter transversal y multimedia. Los clubes simbolizan una forma superior de ocio para personas de diversas clases y circunstancias vitales, desde los trabajadores del bum inmobiliario de los noventa hasta los perdedores del neoliberalismo. Y las personas queer, racializadas y migrantes, durante el día condenadas a la marginación, han podido también encontrarse en la noche, al ritmo de la música electrónica.
El fin de la fiesta en 2020 ha infundido cierta nostalgia por esas noches interminables, donde cuerpos sudorosos comparten el mismo aire contaminado y lleno de lo que ahora llamamos “aerosoles”, aunque, desde hace algún tiempo, los museos ya venían explicando la historia reciente a través de sus raves y fiestas tecno. Para las instituciones de Valencia, por ejemplo, resulta inconcebible pensar los noventa sin tener en cuenta la Ruta del Bakalao. Ya en 2013, el Museo Valenciano de la Ilustración y de la Modernidad dedicó una exposición a Chimo Bayo en la que tuvo cabida un análisis más sociológico acerca de las relaciones interpersonales en los clubes y en sus zonas de aparcamiento, un fenómeno conocido como parkineo. Y el año pasado, el IVAM expuso una amplia muestra del innovador y característico diseño gráfico de la Ruta. A esta vertiente documental de la cultura del club es posible sumar una gran cantidad de exposiciones recientes: la sede del Victoria & Albert Museum en Dundee (Escocia) organizó en 2021 una amplia retrospectiva sobre fiestas electrónicas desde los sesenta hasta hoy, y la Kunsthal de Róterdam dedicó recientemente un monográfico al surgimiento del voguing y de los ballrooms, como una subcultura de club ligada fuertemente a las personas trans y racializadas, desde Nueva York hasta el oeste de Europa.
Las discotecas más famosas, que tuvieron que interrumpir sus macrofiestas durante la pandemia, también aprovecharon para revisar su pasado y pensar en su papel de agentes culturales. Berghain, templo del tecno berlinés, se convirtió en una galería de arte hasta que las restricciones cesaron, y Fuse, en Bruselas, aprovechó la ocasión para sacar de sus archivos cartelería y artículos de promoción que habían acumulado desde los noventa.
De manera muy diferente, hay artistas que llevan incorporando la cultura de club a sus prácticas desde principios de los dos mil, cuando esta forma de ocio empieza a mostrar cierta decadencia. Las fiestas de música tecno autogestionadas empiezan a dejar paso a grandes clubes de propietarios multimillonarios, el abuso de drogas se percibe como un problema social y la situación económica varía considerablemente. Ana Laura Aláez bailaba, allá por el año 2000, con los visitantes del Reina Sofía en Dance & Disco, una instalación-performance fundamental para reflexionar sobre la cultura de club en el museo. Justo antes de la pandemia, el CA2M (Móstoles) le dedicó una retrospectiva que se interrogaba sobre qué pasó con esas fiestas, una pregunta que también se hace Luis Costa en el reciente ensayo Dance usted (Anagrama). Como demuestran estas manifestaciones, la fiesta parece superar cualquier visión unitaria: las dinámicas del club la rodean, pero no está, ni mucho menos, limitada a él. El volumen colectivo Party Studies I, publicado por la editorial berlinesa Errant Bodies Press y por la AMEE, insiste en comprender la fiesta desde sus posibilidades políticas, imaginarios y acciones. Es decir, como una metodología de pensamiento.
El fin de la fiesta que supuso la pandemia provocó cierta nostalgia por esas largas noches donde cuerpos sudorosos compartían el mismo aire contaminado
El artista, arquitecto e investigador Pol Esteve lleva años pensando en la fiesta. Con su proyecto Disco-dura, reflexiona sobre la cultura de la discoteca como un fenómeno propio de las condiciones turísticas y económicas del desarrollismo franquista y explica su evolución hasta hoy. En sus instalaciones, Esteve recrea las características sensitivas de los clubes, con un especial interés en aquellos espacios liminales propios de las discotecas queer. Los olores, la iluminación o su ausencia, los espacios de cruising y las tensiones y violencias en un reducido espacio le parecen fundamentales para entender la socialización y las políticas que rodean los cuerpos.
La potencia estética de esta cultura y su relevancia para varias generaciones han hecho que varios museos incluyan en sus actividades sesiones de experimentación con música electrónica y auténticas fiestas, donde el aura de desobediencia y trasgresión del tecno puede encubrir a veces el espacio regulado del museo. Apuestas como ElectroLunch, en el CAAC de Sevilla, o Art After Dark, en el Guggenheim de Bilbao, se han convertido en formas de mostrar cierta transigencia en los usos del espacio. El Reina Sofía también inauguró Serenity Rave tras la pandemia, un programa coreográfico para jóvenes de entre 18 y 21 años. Y, también en Madrid, La Casa Encendida ha dedicado una gran atención al techno y a sus manifestaciones festivas, a través dela muestra You got to get in to get out, inaugurada junto con una serie de actividades y publicaciones.
El club sirve, además, como un granero de materiales y recursos estéticos que son reaprovechados en otros contextos, con objetivos muy diferentes. Las variaciones en la experiencia del paso del tiempo a causa de la música, las drogas y el espacio cerrado, por ejemplo, han sido investigadas por el dúo berlinés Pauline Boudry y Renate Lorenz como un modo de descontextualizar el tiempo y sus regulaciones. En 2022 pudimos ver en el CA2M dos grandes pantallas en un suelo reflectante y rodeadas de micrófonos y cadenas doradas, un estilizado atrezo característico de los clubes queer. En una de las pantallas, un grupo de bailarines se movía con extrema lentitud, mientras que en la otra se replicaba una coreografía posmoderna inspirada por los movimientos de las guerrillas kurdas.
El dúo ha vuelto a presentar su obra en Madrid con El cristal es mi piel, una instalación en el Palacio de Cristal del parque del Retiro que también toma como punto de referencia esos mismos clubes. En el interior del espacio hay seis plataformas plateadas, torcidas o directamente volcadas, que reflectan el techo, haciéndolo de alguna forma partícipe del espectáculo de su visualización, para confundir arquitectura con objeto de arte. Cada cierto tiempo, unas máquinas de humo —otro recurso característico de la discoteca— opacan toda esta visión, como referencia al pasado colonial del edificio, cuya transparencia sirve para ocultar su turbiedad histórica. Aunque la referencia a ese incómodo legado sea la tónica general de muchas de las intervenciones que en él se hacen a cargo del Museo Reina Sofía, el mero recurso del humo es muy efectista y demuestra la enorme creatividad que aportan los recursos técnicos de las fiestas. Sin embargo, las plataformas reflectantes tal vez fallen al complejizar la estructura del palacio y su historia: los muchos turistas que visitan el Retiro han visto en ellas un espejo estupendo para hacerse selfis con un bonito fondo.
‘El cristal es mi piel’. Pauline Boudry y Renate Lorenz. Palacio de Cristal. Madrid. Hasta el 9 de abril.
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