No es arte, es fotografía
Dos exposiciones contrapuestas ayudan a entender que el archivo fotográfico no es ni la ilustración de un discurso ni una creación artística autónoma
Una madre, documentalista, afronta como puede la insistente pregunta de su hijo: “¿Qué quiere decir documentar?”. Una de las veces se le ocurre: “Tal vez debería decirle que documentar con una cámara es cuando sumas una cosa más luz y luego luz menos una cosa…”. Una operación, pues, de suma y resta. Pero nos ayuda a entender que, en efecto, no tuvimos la experiencia de lo que fue y, sin embargo, mediante el archivo documental tenemos otra, del todo nueva, que no pudieron tener quienes estuvieron allí. Y en general, las respuestas de la madre protagonista de ...
Una madre, documentalista, afronta como puede la insistente pregunta de su hijo: “¿Qué quiere decir documentar?”. Una de las veces se le ocurre: “Tal vez debería decirle que documentar con una cámara es cuando sumas una cosa más luz y luego luz menos una cosa…”. Una operación, pues, de suma y resta. Pero nos ayuda a entender que, en efecto, no tuvimos la experiencia de lo que fue y, sin embargo, mediante el archivo documental tenemos otra, del todo nueva, que no pudieron tener quienes estuvieron allí. Y en general, las respuestas de la madre protagonista de Desierto sonoro, la novela de la mexicana Valeria Luiselli, apelan a ese añadido, como una capa que se acumula al resto de capas “sedimentadas en una comprensión colectiva del mundo”.
Así que puede ser legítimo pensar, en el campo artístico sobre todo, que el documento viene a ser un entrometido, el intruso que ilustra servilmente las monsergas a las que nos tienen acostumbrados los museos contemporáneos, hurtándonos así, a cambio de toneladas de interpretación, una experiencia estética que, en su condición más viva, suponemos incondicionada y sin palabras.
Sin embargo, la exposición Genealogías documentales, que cierra, de adelante atrás, el ciclo de historia documental de los movimientos sociales, nos invita a ver —nunca mejor dicho— una complejidad bastante mayor. El documento se rebela. En primer lugar, frente al arte, pero no sólo. Las prestigiosas maneras pictóricas con las que la fotografía se quiso dignificar desde sus comienzos es inevitable que se transparenten en los grupos de trabajadores, los posados burgueses, los paisajes o los “Tipos españoles”, con todo su pintoresquismo romántico y bandoleril. Otra exposición en cartel, Detente, instante, en la Fundación Juan March, apoyada en dos colecciones extraordinarias, la alemana de Dietmar Siegert y la española de Ordóñez-Falcón, nos ayuda a comprenderlo por contraste. Algunas imágenes coinciden en ambas, pero esas coincidencias —los hermafroditas de Nadar, los pescadores de Newhaven que fotografiaron Hill y Adamson en 1845, los rostros sometidos a barrabasadas neurológicas, la miseria proletaria en el reformismo de Lewis Hine— sólo sirven para indicarnos que, en uno y otro contexto, no estamos viendo lo mismo. Mientras la fabulosa exposición de obras maestras nos muestra el perfecto paragone moderno y vanguardista de la fotografía como arte, lo que cuenta en Genealogías documentales es justamente su inverso: el arte como fotografía.
La fotografía nos muestra, en general sin pretenderlo, lo indómito, lo irreductible, aquello que irrumpe sin haber sido invitado
Fue Walter Benjamin, en un ensayito de 1931, el primero en expresarlo así. Sin embargo, Benjamin, quien observó la coincidencia cronológica entre las primeras fotos de una revolución y la edición del Manifiesto comunista en la que se apoya la exposición para construir su relato, observó asimismo que el documento, además de frente al arte, también se rebela frente al propósito discursivo que lo originó y cualquier otro que ahora lo quisiera interpretar. La fotografía —y más cuanto más documental y, por tanto, más subalterna y auxiliar— nos muestra, en general sin pretenderlo, lo indómito, lo irreductible, aquello que irrumpe sin haber sido invitado. Y, es más, en esta condición furtiva y salvaje se encuentra la clave de su poder conmovedor y su auténtica carta de naturaleza. Un poco como el vértigo que nos produce reparar en que los caballos y los árboles no se saben a sí mismos en la representación del wéstern.
Es verdad que no hay documento sin argumento. Pero, tratándose precisamente de Benjamin, tendría algo de fraude asociar ambos de una manera ancilar. Su iconoclasia, de la que proviene su suspicacia estética, tiene más que ver con sus apelaciones teológicas a una crisis final de la historia y al posterior futuro irrepresentable de una redención. Sólo así se comprende bien que al hablar de la “pescadora” de Newhaven se fijara en “algo que no es mero testimonio del fotógrafo Hill, algo que el silencio no acalla, algo que reclama con insolencia el nombre de la que vivió ahí, que sigue estando ahí y que nunca quedará del todo atrapada por el arte”. Y también su interés por Atget, el gran fotógrafo del París anterior a las demoliciones de Haussmann, en quien los surrealistas creyeron descubrir un precursor de lo maravilloso y un instrumento del azar.
Entender el documento como mera ilustración del argumento resulta restrictivo, caricaturesco, pero convertir el archivo fotográfico en arte también implica una ceguera interesada (sobre la que en su día alertó Rosalind Krauss). Aquí están las muy pocas imágenes existentes de aquella revolución de 1848; las fotos de Atget y las de los Atget de Berlín (Zille) o Viena (Ritter); los encargos propagandísticos a Clifford de la corona española; la publicidad científico-empresarial de las minas registradas por O’Sullivan o los reportajes antropológicos (de Malinovski, por ejemplo). También la devastación de la Semana Trágica de Barcelona y con ella la explotación comercial de las imágenes como souvenirs tremendistas, tal como habían descubierto los avispados editores de los álbumes de la guerra de Secesión, con sus cadáveres esparcidos.
Lo que importa en todas ellas, quiero decir, es cobrar conciencia de hasta qué punto nuestra mirada es histórica. Hasta qué punto, además, es capaz de una emoción no prevista en los propósitos de la imagen ni en cualquier integración de su intempestiva presencia en un argumento, reducida a texto verbal. Que ni siquiera se debe a la melancólica reviviscencia de un tiempo pasado. Entre los repertorios monumentales, las figuras de los obreros de Krupp o las fisonomías patológicas de la Salpêtrière, late el débil pero irreductible brillo de lo irrecuperable. Pero, es curioso, justamente es así, al mirar atrás, como decía Benjamin, cuando descubrimos una experiencia por completo nueva, una que apunta hacia el presente y hacia el futuro, y nada tiene que ver con la de quien estuvo allí.
‘Genealogías documentales. Fotografía 1848-1917′. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 27 de febrero.
‘Detente, instante. Una historia de la fotografía’. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 15 de enero.
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