‘Música, maestra’, la banda sonora de nuestra educación sentimental
Una recopilación de textos escritos por mujeres y editados por Sinéad Gleeson y Kim Gordon analiza cómo las melodías jalonan la cronología de la memoria
Ocurre algo especial con la música que no ocurre con el resto de artes. Y es que parece conocerte mejor de lo que jamás te conocerás, o que te conoce antes de que llegues siquiera a plantearte que puedes llegar a conocerte. Es por eso que esta curiosísima, sugerente y, a la vez, nutritiva —en muchos e inesperados sentidos— y salvajemente didáctica recopilación de pequeños ensayos escritos por mujeres —escritoras, músicas— actúa como una especie de 1) buceo en vidas que no son la nuestra, pero que están poderosamente cerca de la nuestra porque han seguido caminos conocidos, pues no hay un solo ...
Ocurre algo especial con la música que no ocurre con el resto de artes. Y es que parece conocerte mejor de lo que jamás te conocerás, o que te conoce antes de que llegues siquiera a plantearte que puedes llegar a conocerte. Es por eso que esta curiosísima, sugerente y, a la vez, nutritiva —en muchos e inesperados sentidos— y salvajemente didáctica recopilación de pequeños ensayos escritos por mujeres —escritoras, músicas— actúa como una especie de 1) buceo en vidas que no son la nuestra, pero que están poderosamente cerca de la nuestra porque han seguido caminos conocidos, pues no hay un solo lugar al que la música no pueda llegar, y 2) reconocimiento instantáneo del impacto que ha tenido sobre nosotros eso que nos ha elegido —porque esa es la sensación, que es ella, la música, la que nos elige, no nosotros a ella, siendo a la vez medio y fin—.
“Cada ensayo evoca en mí el sobrecogedor recuerdo de mi propia vida”, apunta en la introducción la cantante y compositora Heather Leigh, en un pequeño adelanto que de alguna forma telonea lo que vendrá. Hace referencia Leigh al efecto espejo que inevitablemente provoca la lectura de cada uno de los textos, como pedazos de vida —recuerdos como tesoros misteriosos—, de las voces aquí reunidas. Voces que, de alguna forma, marcaron un pasado inmediato, y aún presente, como la de Kim Gordon (Sonic Youth), o están de tan rabiosa actualidad que apenas nada sabemos de ellas, o nada en ese sentido, el sentido de la intimidad con la que nos relacionamos con la música sin poder evitarlo, como Ottessa Moshfegh, Maggie Nelson, Leslie Jamison y Rachel Kushner. Ottessa, por ejemplo, confiesa que prefería cantar a hablar.
Era una niña triste, dice. La gente solía preguntarle si estaba bien. Y a veces ella les respondía cantando. “Creo que mi canto era una forma de calmarme”, dice. Se recuerda Moshfegh en el parvulario, aterrorizada, sin saber bien por qué. La existencia le parecía irreal, algo que podía desaparecer en cualquier momento. Y cantar fue su primera forma de asegurarse de que seguía aquí. Ha llegado a pensar que su yo artista nació en el suelo de la clase, en el parvulario, cuando se sentaba con el resto de compañeros a quién sabía qué hacer sobre algún tipo de alfombra. ¿Que qué escuchaba la autora de Mi año de descanso y relajación cuando dejó de cantar y empezó a dejarse llevar a esa otra existencia etérea de lo sonoro? Sobre todo, música clásica. Porque sus padres eran violinistas. Los dos. Moshfegh aprendió a leer música antes que a leer su propia lengua.
Sí, cada uno de los ensayos es una pequeña biografía, pero una biografía de aquello que a menudo se obvia en una biografía: la forma en que la más íntima educación sentimental te teledirige, en realidad, pone los cimientos, fundamenta aquello que somos, o quizá éramos antes de saber que lo éramos. “La música jalona la cronología de nuestra memoria”, señala Leigh, y, sí, los recuerdos, en cada uno de los textos, son pequeñas estancias en las que las protagonistas pasaron un tiempo y en las que el lector se instala para contemplar cómo crecieron desde allí. Leslie Jamison, la autora del imprescindible La huella de los días, desmenuza sus recuerdos en cintas recopilatorias primero y playlists después, y analiza la relación con sus hermanos (que no habría existido sin la música), con sus exnovios, y viaja a donde todo empezó.
¿Que dónde fue eso? En las canciones de Ani DiFranco y las Indigo Girls que le grabaron sus tías cuando tenía 10 años. Sus tías eran las mujeres más empoderadas de su familia y, de alguna forma, se comunicaron con esa parte de ella que ya lo era entonces, y a la que no puede evitar volver cada vez que piensa en cómo la música ha estado ahí desde el principio. Pero ¿qué ocurre cuando tienes la oportunidad de conocer a quien ha hecho esa música, la música que de alguna forma te ha permitido encontrarte contigo misma? Que intentas desvelarte el misterio. De ahí que la entrevista que le hace Kim Gordon a su admirada —y genial— Yoshimi Yokota sea casi una disección existencial de doble sentido. Anne Enright hace lo propio con Laurie Anderson, y Jenn Pelly con Lucinda Williams. Aunque ninguna es tan poderosa y triste como la de Lhasa.
Maggie Nelson conoció en el instituto a Lhasa de Sela, la enormísima cantante mexicano-estadounidense fallecida de un fulminante cáncer de mama a los 37 años. Lhasa, que había vivido en un autobús con su familia y vestía como si acabara de aterrizar de otro planeta —”como una gitana con aire de Alicia en el País de las Maravillas—, se cruzó con la entonces esquiva y atormentada Nelson —su padre había muerto cuando cumplió los 10 años y ella había desarrollado una especie de bipolaridad para soportarlo— en un pasillo y cambió, para siempre, su vida. Con su música, pero también con su magnética y poderosa existencia. “La música es un misterio irresoluble muy parecido a lo que nosotros somos para nosotros mismos”, dice Leigh, y cada uno de los ensayos de esta singular antología nos recuerda por qué no deberíamos dejar de tenerlo presente nunca.
Música, maestra
Varios autores.
Edición: Sinéad Gleeson y Kim Gordon.
Traducción: Jules Vineyards.
Editorial: Libros del Kultrum, 2022.
Formato: tapa blanda (336 páginas, 22 euros).
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