Romanones, el gran camaleón
La biografía ‘Romanones. Una zarzuela del poder en 37 actos’ recuerda la figura de un político que pasó de encabezar el Partido Liberal y prohibir el Catecismo en la escuela a sentarse en las Cortes franquistas
Hubo un tiempo en el que todos los ministros lucían grandes mostachos, vestían elegantes trajes ingleses con chaleco a juego, portaban relucientes relojes de bolsillo y los puentes de sus narices hacían equilibrios con unos pesados quevedos. Todos compartían además una característica: habían sido nombrados por los dos únicos presidentes de Gobierno posibles (jefes del Consejo de Ministros se les denominaba), el conservador Antonio Cánovas del Castillo o el liberal ...
Hubo un tiempo en el que todos los ministros lucían grandes mostachos, vestían elegantes trajes ingleses con chaleco a juego, portaban relucientes relojes de bolsillo y los puentes de sus narices hacían equilibrios con unos pesados quevedos. Todos compartían además una característica: habían sido nombrados por los dos únicos presidentes de Gobierno posibles (jefes del Consejo de Ministros se les denominaba), el conservador Antonio Cánovas del Castillo o el liberal Práxedes Mateo Sagasta. Luego, conforme los anarquistas iban asesinando a los máximos mandatarios, cambiaban forzadamente de jefes: Canalejas, Moret, Dato, Silvela, Maura... De entre todos aquellos políticos, solo uno logró sobrevivir hasta bien entrado el franquismo. Se llamaba, y se hacía llamar, Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones y caballero de la Orden Imperial de la Corona de Hierro. “Uno de los hombres más poderosos de la Restauración, que cambiaba de chaqueta con tanta agilidad que es imposible colgarle una sola etiqueta”, según Mar Abad, autora de Romanones. Una zarzuela de poder de 37 actos (Editorial Libros del K.O, 2022).
Romanones (1863-1950), tres veces presidente de Gobierno, fue amado y odiado a partes iguales por el pueblo, los políticos y la nobleza. Pero desconcertaba a sus seguidores y detractores conforme iba cambiando de bando con el paso de los años. Este anticlerical convencido comenzó defendiendo los privilegios aristocráticos, luego se convirtió en líder del Partido Liberal y constitucionalista y terminó siendo procurador franquista. Porque el conde fue “un hombre de instinto político animal. Si hubiera que definir con un solo rasgo su personalidad, habría que calificarlo como el Político”, señala Abad.
Pagaba cinco pesetas por cada voto, pero exigía que le devolvieran las tres que había entregado el día anterior su contrincante político”
Un desafortunado accidente de carruaje en su infancia lo marcó para siempre en 1870: una evidente cojera que le provocó burlas y mofas durante toda su vida. Romanones ―todo el mundo le llamaba así, incluso durante la Segunda República― comenzó su andar político en el Ateneo de Madrid en 1885 donde explicó que era partidario de una España de régimen federal como el estadounidense y democrático como el inglés. Sin embargo, en aquella democracia de la Restauración, la compra de votos era algo normalizado, así que, olvidando sus principios democráticos, decidió hacer lo que todos. Se presentó a las elecciones como candidato liberal por Guadalajara, al igual que su hermano José lo hacía por el Partido Conservador. Este último visitaba los pueblos diciendo a los votantes que les compraba el voto por tres pesetas. Romanones iba detrás y les hacía una contraoferta. Les aseguraba que les daría un duro a cambio de que votaran por él y le entregaran las tres pesetas del hermano. Arrasó y se convirtió en diputado con solo 23 años, en un momento en que la edad media de la gran mayoría de los parlamentarios se establecía entre los 50 y 60.
Aprobó que la religión dejara de ser obligatoria en los institutos y que lo único obligatorio fuera la educación general”
El Congreso le sirvió como gran trampolín político, pero él deseaba gobernar, y el sillón de mando más cercano se situaba en el Ayuntamiento de Madrid. Desde su puesto de teniente de alcalde puso orden a las finanzas municipales, por lo que el Partido Liberal le invistió pronto como alcalde. Inició la construcción de la Gran Vía, compró un periódico (El Globo) y comenzó a frecuentar a los intelectuales más destacados de la época, de Benavente a Galdós, pasando por Unamuno, que le tenía un gran aprecio y apoyaba sus políticas progresistas.
El asesinato del conservador Cánovas del Castillo y el Desastre del 98 llevaron al Gobierno a Sagasta, que no dudó en nombrarlo ministro de Instrucción Pública. “Dio la vuelta a los planes de estudio y prioridad a las ciencias experimentales y a las lenguas extranjeras. Aprobó que la religión dejara de ser obligatoria en los institutos y que lo único obligatorio fuera la educación general. Aprobó la libertad de cátedra, impulsó los estudios de industria y oficios y creó becas para estudiar en el extranjero”. Y lo más revolucionario: que los maestros pasasen a cobrar del Estado, ya que hasta entonces lo hacían de los paupérrimos ayuntamientos. “Más hambre que un maestro de escuela”, se decía.
Sin pudor pasó de liberal anticlerical a procurador franquista”
Fue el hombre que preparó las fiestas de ascenso al trono del futuro Alfonso XIII, con 16 años un chiquilicuatre mal educado y engreído que no creía en la democracia parlamentaria y que se negaba a firmar los decretos del Gobierno liberal. “Dale buena educación al niño de hoy y así permanecerá el viejo del mañana”, escribió el conde, que terminó haciendo migas interesadas con el monarca y compartiendo interminables jornadas de caza. Tal era la confianza entre ambos, que hasta le financió películas pornográficas ―sicalípticas se decía en la época― para su disfrute personal. Enfrentado continuamente con la Iglesia, también aprobó el matrimonio civil.
El asesinato de Canalejas le catapultó directamente a la Presidencia de Gobierno. “La fuerza está en la ambición, y yo tenía la juvenil de colocarme a la cabeza del Gobierno liberal. Por eso hice mío el programa de Canalejas”, reconoció sin tapujos. Europeísta ―defendió que España fuese aliada de Francia y Reino Unido en la Primera Guerra Mundial―, además de africanista, ordenó la toma de Tetuán sin dar un solo tiro. Pero cuando creyó que con esta maniobra recuperaría el apoyo popular, descubrió su equivocación: el pueblo no quería más muertes. Y su mayor error: que el Catecismo no fuese obligatorio en las escuelas. “En mala hora se me ocurrió”. La Iglesia le declaró una guerra peor que la de África.
En mala hora se me ocurrió eliminar el Catecismo de las escuelas”, escribió
Romanones, a lo largo de su vida, fue testigo de los más destacados acontecimientos del periodo que cubre desde la Restauración a la II República, Conoció en persona a León Trotski y le dio de su bolsillo 500 pesetas para que abandonara España, fue recibido por Benito Mussolini con el que habló en un perfecto italiano y pactó con el presidente Alcalá Zamora la marcha de de Alfonso XIII.
Tras el inicio de la Guerra Civil intentó huir a Francia, pero fue detenido. Su espíritu europeísta fue su salvación, porque el embajador francés logró su liberación. En 1937, se convirtió, “sin pudor”, en ardoroso defensor de Franco, que le pagó dándole un asiento de procurador en las Cortes. Entonces se retiró a su finca de Guadalajara y escribió sus memorias en 1944, pero fueron censuradas por el régimen. Dejó escrito que cuando se proclamó la Segunda República, le retiraron el título de conde de Romanones, aunque él siguió utilizándolo. “El título no me importa. Pero ese es el nombre que yo me hice, que siempre me acompañó. En fin, me podrán llamar Álvaro de Figueroa, alias Romanones. Eso no lo podrán impedir”.
Dice Mar Abad que antes de escribir el libro, preguntó a diversos amigos si sabían quién era Romanones. La respuesta siempre era la misma: “No, pero me suena”.
Romanones. Una zarzuela del poder de 37 actos
Mar Abad
Editorial Libros del K.O (2022)
216 páginas. 14,15 euros
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