El viaje de Carlo Levi
‘Cristo se paró en Éboli’ mantiene intacta su capacidad de hechizo, su doble condición de testimonio de un lugar y un tiempo
He escuchado en YouTube a Carlo Levi leyendo las primera páginas de Cristo se paró en Éboli. He escuchado su voz clara y cordial mientras veía en imágenes los lugares mismos en los que sucede el libro, pueblos alzados en las colinas áridas de la Lucania, Matera, Grassano, Aliano, una topografía ósea de cuevas excavadas en la roca calcárea y casas adheridas a los precipicios, con ...
He escuchado en YouTube a Carlo Levi leyendo las primera páginas de Cristo se paró en Éboli. He escuchado su voz clara y cordial mientras veía en imágenes los lugares mismos en los que sucede el libro, pueblos alzados en las colinas áridas de la Lucania, Matera, Grassano, Aliano, una topografía ósea de cuevas excavadas en la roca calcárea y casas adheridas a los precipicios, con los huecos negros de las ventanas y las puertas como cuévanos de calaveras. Mientras miraba y escuchaba he confirmado dos rasgos cardinales de la literatura: que en la página escrita ha de tenerse la sensación de oír una voz humana; y que las palabras han de dar cuenta precisa de un mundo, de tal modo que quien solo lo conoce a través de la lectura lo reconozca al tenerlo delante de los ojos. El italiano tan limpio de la voz y la escritura de Carlo Levi lo tradujo Antonio Colinas a un español igual de claro en la edición de Cristo se paró en Éboli que publicó Alfaguara en 1980, en aquella inolvidable colección de tapas azules y grises con tacto de cartón. Ahora el libro vuelve a la actualidad gracias a Pepitas de Calabaza, que ha recuperado otra traducción excelente, la de Carlos Manzano.
Así los libros establecen su propia genealogía. A través de otras voces, en otros idiomas, en circunstancias muy distintas de la publicación original, Cristo se paró en Éboli mantiene intacta su capacidad de hechizo, su doble condición de testimonio de un lugar y un tiempo —la Italia pobre del sur, los años del fascismo— y de fábula de una iniciación personal, de esos cuentos antiguos en los que alguien, a veces un héroe y otras un don nadie, emprende un viaje y se extravía y acaba encontrándose en un reino encantado, y descubre que le hizo falta perder su camino para descubrir ese lugar y ese tesoro que no sabía que buscaba. Judío turinés, de esa misma clase media ilustrada y laica a la que pertenecieron Primo Levi y Natalia Ginzburg, Carlo Levi fue detenido en 1935 por su militancia antifascista y condenado a un destierro de tres años en el lugar más inhóspito y más apartado posible, ese pueblo de Aliano que él llama Gagliano en el libro, reflejando la pronunciación campesina. El relato de la llegada, en las primeras páginas, es un documento sobre el atraso inaudito y la miseria que ningún gobierno había aliviado nunca, y también el episodio clásico en las leyendas y en los cuentos, el de los primeros pasos del desconocido en ese reino en apariencia hostil en el que deberá superar un cierto número de pruebas y descender a algunas regiones de negrura temible antes de ir descubriendo que el destierro forzoso era en realidad su punto de destino: al expulsarlo de su vida anterior, al arrancarle todo lo que hasta entonces era suyo, los poderes malévolos que aspiraban a imponerle un castigo resulta que han sido los mediadores necesarios para el hallazgo de ese premio o ese tesoro que culmina las leyendas antiguas, que es el del conocimiento.
El intelectual que habitaba con tanta desenvoltura su propia contemporaneidad —las ciudades, la actualidad política, las novedades de las artes y la tecnología— descubre un mundo que pertenece no al pasado, sino a otra edad intemporal situada al margen de los hechos históricos, que subsiste por debajo de ellos como el hondo suelo en el que se sustentan las raíces y por donde discurren las aguas ocultas. Enfermos de paludismo, condenados al trabajo sin fruto en una tierra que ha vuelto estéril el abandono de siglos —la tala indiscriminada de los árboles ha hecho que las lluvias arrastren todo el suelo fértil y excaven barrancos en la roca desnuda, dejando charcos de arroyos en los que proliferan los mosquitos de la malaria—, los campesinos mantienen una feroz dignidad de supervivientes, una resistencia sorda contra los señores parásitos y contra los representantes del Estado y de la Iglesia, de los cuales saben que solo puede venir la mentira y la desgracia. Levi va descubriendo en ellos una religiosidad pagana anterior al cristianismo, entre el culto báquico al macho cabrío y los conjuros de las brujas, un amor por las danzas con máscaras del carnaval y los rituales de fertilidad de los animales y las cosechas. El recién llegado no toma el partido de los señores sobre el de los campesinos, ni se mantiene al margen con una condescendencia de observador o antropólogo. Viene con ropa de ciudad, y en su corpulencia se le nota que no ha sufrido nunca la escasez que mantiene flacos como espartos a los habitantes del pueblo. Pero es médico y pintor, y esas habilidades que le daban cierto prestigio en la vida de ciudad aquí le otorgan poderes de taumaturgo: la simple atención cordial que presta a los enfermos ya tiene una cualidad sanadora; y el don de reproducir sobre un lienzo las caras de la gente y los lugares que todo el mundo reconoce resulta más prodigioso todavía, incluso algo amenazador, porque los campesinos desconfían del poder de las imágenes.
A Carlo Levi le levantaron el destierro al cabo de un año, y entonces descubrió que no tenía mucha prisa por marcharse
El espectáculo de la injusticia, del sufrimiento, de la imbecilidad enfática de los que mandan atraviesa cada una de las páginas del libro: la atención a cada uno de los seres humanos con los que el desterrado va encontrándose aleja la denuncia de todo peligro de proclama abstracta, de arrogancia mesiánica. A Carlo Levi le levantaron el destierro al cabo de un año, y entonces descubrió que no tenía mucha prisa por marcharse: “Me parecía estar apartado de todas las cosas, de todos los lugares, alejadísimo de cualquier denominación, perdido fuera del tiempo, en un infinito de otro mundo. Me sentía oculto, desconocido para los hombres, escondido como un vástago bajo la corteza de un árbol: aguzaba el oído para escuchar la noche y me parecía haber entrado, de repente, en el corazón mismo del mundo”.
Escribía el libro temiendo que no podría terminarlo, que moriría sin volver a Gagliano. Lo escribió entre diciembre de 1943 y julio de 1944, escondido en Florencia, mientras los alemanes patrullaban a la caza de resistentes y judíos, en una casa en la que había encontrado —son sus palabras— “refugio contra la muerte feroz que recorría las calles de la ciudad, que se había vuelto selva primitiva de sombras y fieras”. El lugar que fue del destierro lo fue después de la añoranza, y del regreso para siempre. Por elección propia, Carlo Levi está enterrado en Aliano.
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