Músicas ocultas
Tonal o atonal, vanguardista o conservadora, lo que importa de una obra es el talento creativo que se manifiesta en ella
La sorpresa de lo nuevo y lo inesperado no es una experiencia frecuente para el aficionado a lo que sigue llamándose música clásica. Dejando aparte festivales especializados, podemos predecir antes del comienzo de cada temporada una gran parte de los programas que se nos invitará a escuchar, y también sabremos que casi en todos ellos predominarán obras escritas hace más de un siglo. Llevar muerto al menos 100 años, y preferiblemente 200, es un mérito que favorece mucho a un compositor, casi tanto como ser varón, y blanco, y de habla alemana, aunque tampoco garantiza la interpretación regular d...
La sorpresa de lo nuevo y lo inesperado no es una experiencia frecuente para el aficionado a lo que sigue llamándose música clásica. Dejando aparte festivales especializados, podemos predecir antes del comienzo de cada temporada una gran parte de los programas que se nos invitará a escuchar, y también sabremos que casi en todos ellos predominarán obras escritas hace más de un siglo. Llevar muerto al menos 100 años, y preferiblemente 200, es un mérito que favorece mucho a un compositor, casi tanto como ser varón, y blanco, y de habla alemana, aunque tampoco garantiza la interpretación regular de sus obras. Los repertorios culturales se definen no tanto por lo que celebran como por lo que ocultan, o ni siquiera eso, lo que desdeñan y olvidan, a veces por un sostenido empeño de eliminación, basado en anatemas ideológicos o estéticos. La mayoría abrumadora de las obras que se tocan en las salas de conciertos fue compuesta en el siglo XIX, con la excepción de unas cuantas sinfonías de Mahler y de Shostakóvich. Hay personas convencidas de que un atributo necesario del oficio de compositor es llevar muerto mucho tiempo.
Los compositores vivos, numerosos, pero en gran medida invisibles para el público no muy especializado, logran de tarde en tarde un hueco en la primera parte de los programas, que en la segunda ofrecerán, para compensar, una obra bien conocida de algún muerto glorioso. A los compositores vivos se les encargan obras que será difícil escuchar después del estreno, o se les confina en el ámbito todavía más minoritario de lo contemporáneo, el de una música oscura y chocante para muchos oídos que no sale nunca de su propio gueto, aunque desde hace ya tres cuartos de siglo es, en líneas generales, la promovida por instituciones educativas superiores, la patrocinada por fundaciones y concursos internacionales, la celebrada por el establishment crítico en Europa y en Estados Unidos. Como sucede en las artes plásticas, también en la música, y sobre todo en la ópera, que es más vistosa, una actitud de permanente vanguardia se ha convertido en ortodoxia institucional: tiene todo el poder para establecer las reglas y se declara subversiva; se las arregla al mismo tiempo para ocupar el poder y para propagar la rebeldía; se nutre en muchos casos de los presupuestos públicos y del capricho cultural de los ricos, y proclama con grandes aspavientos su radicalismo corrosivo, su voluntad de iconoclastia.
Salvo cuando interviene el esnobismo, o el interés práctico, a nadie llega a gustarle algo por obligación. La música clásica pasa muchas veces, sin término medio, de la prestigiosa arqueología a la inhóspita novedad, en una alternancia que acaba alejando al público y que según John Mauceri se estableció después de la II Guerra Mundial, cuando muchos compositores jóvenes que habían conocido de primera mano el horror consideraron necesaria una ruptura radical con todo lo que perteneciera a aquel pasado irredimible. Las efusiones orquestales de sentimentalidad y belleza melódica habían sido cómplices de la barbarie. Las normas de la armonía y la tonalidad habían enmascarado impulsos bestiales. El doctor Mengele y Adolf Eichmann eran devotos de Schubert. Hitler se conmovía hasta las lágrimas con Tristán e Isolda y con las operetas vienesas. Y en el otro lado de la recién instaurada Guerra Fría, el despotismo cultural soviético imponía a la fuerza la pintura figurativa y una ortodoxia musical congelada en el siglo XIX.
John Mauceri es un entusiasta práctico que ejerce el activismo de la dirección orquestal y la divulgación. Yo lo descubrí en uno de esos libros iluminadores que abren al máximo un mundo al aficionado que se acerca a él sin conocimiento técnico, For the Love of Music. Ahora ha escrito uno más provocador, y todavía más vehemente, The War on Music: Reclaiming the Twentieth Century. El hilo conductor del libro es ese enigma doble de la congelación de la música clásica en un repertorio invariable de obras del pasado cada vez más lejano, y de la imposibilidad de la música contemporánea de encontrar un público y de convertirse en tradición viva. Entre uno y otro extremo, lo que Mauceri encuentra no es un vacío, sino una ausencia escandalosa, el silencio de toda una música del siglo XX que casi nadie interpreta, pero que podría ofrecer lo que hace falta con más urgencia en los programas y en las salas de conciertos: el estímulo de lo inesperado y novedoso sin la antipatía del hermetismo, lo contemporáneo que no necesita afirmarse en la negación tajante de todo lo pasado, el reconocimiento de que la música, la música seria, la llamada clásica, es y ha sido siempre permeable a las músicas populares y no ha dado la espalda con puritana arrogancia al éxito comercial, ni a la exaltación de las emociones, ni al descaro del melodrama y de la risa.
Judíos alemanes y austriacos, o militantes de izquierda habían sufrido ya un anatema previo: el nazismo calificó su arte de “música degenerada”
Desde los años cincuenta, muchos pintores —y pintoras— quedaron desprestigiados y hasta excluidos de la historia del arte por la primacía de la abstracción, con sus rigurosos anatemas, no dictados por pintores, sino por críticos y expertos. De modo parecido, la vanguardia obligatoria de la música, explica John Mauceri, borró con eficaz injusticia a algunos de los compositores más originales y poderosos del siglo XX, en castigo por no haberse sometido a la obligación de la atonalidad y la vanguardia, y en algunos casos, además, por el pecado imperdonable de escribir para el cine. Para mayor tristeza, la mayoría de esos compositores habían sufrido ya un anatema previo: judíos alemanes y austriacos, o militantes de izquierda, el nazismo calificó su arte de “música degenerada”, y si no acabaron en campos de exterminio fue porque huyeron a tiempo y encontraron refugio en Estados Unidos. Nombres mayores: Erich Wolfgang Korngold, Kurt Weill, Max Steiner, Franz Waxman, Paul Hindemith, Miklos Rozsa. Arnold Schönberg no llegó a escribir para el cine, pero formó parte de aquella diáspora, y en Los Ángeles siguió componiendo obras admirables, aunque menos sujetas a los rigores de su propia doctrina, y fue amigo y admirador de George Gershwin. John Mauceri se ha especializado como director en la recuperación de partituras de esos maestros postergados, incluyendo bandas sonoras que merecen por su calidad el pedestal de una sala de concierto.
Pero Mauceri, para afirmar lo que ama, no necesita negar nada. Tonal o atonal, vanguardista o conservadora, lo que importa de una obra es el talento creativo que se manifiesta en ella. En el corazón de su libro están la amistad y la admiración mutua que se profesaron Schönberg y Gershwin. Tenemos la suerte de vivir en un tiempo en que es posible ser partidario fervoroso de los dos.
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