Volver al cine
‘Alcarràs’ ha terminado, se han encendido las luces, pero lo que hemos visto perdura poderosamente en la conciencia
Ir al cine el domingo por la noche tiene algo de secreto y de íntimo. Es la última función y hay solo unos pocos espectadores: algún aficionado solitario, una pareja confabulada en su cinefilia, hablando tan bajo como si se hablaran con las cabezas juntas en la almohada. El domingo por la noche, a la salida del cine, la ciudad está apaciguada y desierta, y eso favorece, si la película ha valido la pena, una caminata reflexiva para el que ha estado a solas, o una conversación que tarda un poco en llegar, porque después de una buena película cuesta restablecer la conexión con el mundo. Parece ne...
Ir al cine el domingo por la noche tiene algo de secreto y de íntimo. Es la última función y hay solo unos pocos espectadores: algún aficionado solitario, una pareja confabulada en su cinefilia, hablando tan bajo como si se hablaran con las cabezas juntas en la almohada. El domingo por la noche, a la salida del cine, la ciudad está apaciguada y desierta, y eso favorece, si la película ha valido la pena, una caminata reflexiva para el que ha estado a solas, o una conversación que tarda un poco en llegar, porque después de una buena película cuesta restablecer la conexión con el mundo. Parece necesario un intervalo de silencio, no la reacción inmediata y forzada del que rompe a aplaudir todavía con la última nota de un concierto vibrando en el aire. Y como ahora vamos al cine mucho menos que antes, aunque no veamos menos películas, la sesión de última hora, la oscuridad de la sala, el silencio de domingo a medianoche al salir, todo tiene un aire al mismo tiempo de novedad y de recuerdo, y lo que fue costumbre en otras épocas de la vida ahora es una grata excepción, sobre todo cuando la calidad de la película lo vuelve todo memorable. Vemos nuestra ciudad nocturna con los mismos ojos de mirar el cine, más sensibles ahora a su belleza y su misterio. La película ha terminado, se han encendido las luces, hemos salido detrás de los otros espectadores, pero lo que hemos visto y escuchado perdura poderosamente en la conciencia.
La película es Alcarràs, de Carla Simón. Un mundo desconocido que se abre ante nosotros en los primeros minutos se nos ha vuelto familiar e inolvidable al cabo de menos de dos horas. Un paisaje que al principio contemplábamos en términos tan solo estéticos, como un turista asomado a un mirador, o a la ventanilla de un tren, se nos ha ido revelando como el resultado tenaz del trabajo humano, prolongado a lo largo de los siglos y las generaciones: un cielo siempre azul, unos cerros pelados, marcados por la erosión y la dureza del clima, una amplitud ordenada de árboles frutales, una huerta, una casa de campo. Por momentos miraba esos lugares de la película y me acordaba de La masía, de Joan Miró, con su presencia tan vívida de la tierra roturada, y de esas páginas en las que Josep Pla celebra la naturaleza bien delimitada de los paisajes de huertas, con sus líneas rectas de surcos, de bardales y árboles ordenando el espacio, ofreciendo una sensación tranquilizadora de orden y armonía que es el resultado de una laboriosidad incesante y que es mucho más vulnerable de lo que parece a los azares súbitos del clima, a las crueldades de la injusticia y del esfuerzo sin compensación.
El cine es un arte de síntesis: funda un tiempo interior, transmite las sensaciones de la fugacidad, de la prisa, de la lentitud, de la rutina, de lo inaudito. En Alcarràs el tiempo es el de los veranos de trabajo y cosecha en el campo, cuando lo que ha ido madurando muy despacio de pronto estalla en un desbordamiento de abundancia, lo cual puede ser una bendición y también un desastre: la fruta, en este caso melocotones y paraguayas, ha de ser recogida en un plazo muy breve, en jornadas que empiezan antes del amanecer y terminan después de la puesta de sol; y el prodigio antiguo de la fertilidad natural puede quedar malogrado en unos minutos por una tormenta destructiva, y además transformarse no en prosperidad, sino en escasez, porque la misma abundancia desmedida hace que caigan los precios, sometidos ya a márgenes de miseria por el chantajismo de las grandes empresas de distribución y las cadenas de supermercados. El verano de Alcarràs es el del trabajo agotador de los adultos, y es también el del paraíso de los niños que habitan a la vez el mundo ilimitado de los juegos en el campo y el muy protegido de la finca y la casa familiar. Los niños viven en una trama cálida de presencias protectoras y también se pierden de vista y viven como exploradores y como náufragos felices apenas a unos centenares de pasos, sin vigilancia, sin peligro, convirtiendo un coche abandonado o un cobertizo en escenarios de aventura, en cuevas de misterio. En Alcarràs se ve cómo los niños del campo van pasando casi sin que lo advierta nadie del juego al trabajo, y cómo despiertan a su dureza extrema apenas llegan a la adolescencia.
El cine nos atrae tanto porque sirve igual para retratar la realidad como para sugerir lo novelesco y lo fabuloso, porque es al mismo tiempo documento y ensueño, testimonio y fábula. Sus imágenes literales pueden quedar de pronto traspasadas de poesía. La poesía de Alcarràs es la de los trabajos y los días de la vida campesina, contada en un presente sin veladuras de nostalgia, la de la nobleza de las tareas bien hechas y los lazos de la comunidad, la poesía del sosiego en las noches sedosas de verano con un fondo de grillos y búhos, y la del estallido de pirotecnias y músicas de baile muy amplificadas de las fiestas de final de la cosecha, celebraciones inmemoriales que ahora cobran un júbilo añadido de reguetón. Carla Simón sabe retratar la rudeza de los tractores y las excavadoras y la delicadeza sabia del gesto con que un abuelo enseña a su nieta a distinguir un higo maduro y a separarlo de la rama sin dañarlo. Un rumor de injusticias antiguas contadas en voz baja se convierte en la explosión de furia colectiva de los agricultores que se alzan en vano contra el abuso que vuelve estéril el trabajo que hacen y los condena a la angustia y a la pobreza. En la noche de verano el abuelo de pelo blanco y camisa blanca se pierde entre la espesura de los árboles y es como si ya se hubiera desvanecido en la muerte que no tardará mucho en llegar. El paisaje humanizado por generaciones de trabajo y de saber campesino será rápidamente devastado por el fragor mecánico de las excavadoras. Esas voces y esas presencias se quedan con nosotros cuando ha terminado la película, cuando esperamos en la acera desierta a que aparezca la luz verde de un taxi. El cine es ahora la memoria personal de ese mundo perdido de Carla Simón que resulta ser también el nuestro.
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