Elif Shafak: “Los migrantes heredamos el dolor”
La escritora turca afincada en Londres publica ‘La isla del árbol perdido’, una novela exuberante en la que la naturaleza cobra protagonismo como metáfora del exilio y de la convivencia sin fronteras
Hay un mundo en el que Adán y Eva no se comieron una manzana, sino un higo, mucho más sabroso y fácil de repartir al pie de un árbol, para qué nos vamos a engañar. Porque el verdadero árbol del bien y del mal fue una higuera, concretamente la que protagoniza el nuevo libro de la escritora turca hoy británica Elif Shafak. La isla del árbol perdido (Lumen) convierte en personaje a una higuera que fue testigo de la convivencia entre griegos y turcos en Chipre, de amores vividos aunque prohibidos, pero testigo también de...
Hay un mundo en el que Adán y Eva no se comieron una manzana, sino un higo, mucho más sabroso y fácil de repartir al pie de un árbol, para qué nos vamos a engañar. Porque el verdadero árbol del bien y del mal fue una higuera, concretamente la que protagoniza el nuevo libro de la escritora turca hoy británica Elif Shafak. La isla del árbol perdido (Lumen) convierte en personaje a una higuera que fue testigo de la convivencia entre griegos y turcos en Chipre, de amores vividos aunque prohibidos, pero testigo también de una guerra y una partición que aún suma víctimas por ambos lados. En sus manos, ese árbol es una poderosa metáfora de cómo la vida puede abrirse paso más allá de los bandos, de la enemistad y de las vicisitudes de unos humanos que son (somos) mucho más diminutos que el devenir de la historia.
—¿La naturaleza es más sabia que nosotros?
—Tenemos mucho que aprender de ella. Los árboles son mucho más sensibles de lo que reconocemos y a pesar de los estudios apasionantes que se han hecho en las últimas décadas, aún son un misterio. Están mucho más vivos de lo que creemos, se comunican bajo tierra y sobre tierra y nos hablan de alguna forma, aunque nunca tengamos tiempo de escuchar. Si lo hiciéramos, aprenderíamos muchísimo.
Hablamos en Londres, donde ella se instaló hace ya 13 años tras ser juzgada en Turquía por atreverse a escribir sobre el genocidio armenio, el gran tabú que sigue constriñendo a su país, y a todo ello llegaremos enseguida. Antes continuaremos en el poderoso andamiaje narrativo que ha construido desde la naturaleza a partir de una investigación desbordante. Y lo ha hecho así por una razón: “Los árboles viven más que los humanos, estaban ahí mucho antes que nosotros y seguirán estando cuando nos hayamos ido”, asegura. “Ellos viven la historia de una manera cíclica y yo quería cuestionar nuestra noción del tiempo tan lineal porque no estoy segura de que, dada la destrucción del clima, las desigualdades, el ultranacionalismo y tantos problemas podamos decir que el mañana sea mejor que el hoy. Hay una angustia existencial y por eso quise tomar la perspectiva cíclica de la naturaleza. Escribo desde el ecofeminismo”.
“Soy ciudadana del mundo. Quiero tener múltiples identidades sin que me metan en una sola casilla”
Sobrevolar el canal de la Mancha para reunirse con ella una mañana de mayo es transitar el mismo camino que siguen las mariposas que migran más allá de sus posibilidades de supervivencia y que ella retrata en su libro. Las nubes de vanesas de los cardos sobrevuelan estas costas rumbo a una vida mejor que en general no van a conseguir en carne propia, ya que lo hacen por encima del potencial de su generación. Y esta es otra de las eficaces metáforas que utiliza Shafak para narrar la realidad del migrante. “Yo soy parte de una migración intergeneracional, una migración que nunca termina porque es fluida”.
Los protagonistas de su libro no solo heredan un apellido, un parecido, unas recetas de cocina o las supersticiones y costumbres que llegan desde los ancestros, sino también el dolor. El trauma. “La primera generación de emigrantes, los mayores, ni siquiera hablan de lo que les ocurrió, no tienen un lenguaje para ello porque han embotellado el trauma en su interior. La segunda generación tampoco, porque están muy ocupados: tienen que construir una vida, mirar el futuro. Pero la tercera generación, los más jóvenes de estas familias, son los que excavan en la memoria de sus mayores. Les hacen preguntas y quieren saber la verdad”, explica Shafak. “Y es que hablamos mucho de que hemos heredado tal color del pelo o la forma de la cara, pero también heredamos algo tan abstracto como la pena”.
Indagar en esos lugares oscuros, en el silencio tejido por el dolor, es el trabajo de los escritores, dice, o al menos al que ella se dedica: “Como escritora siempre he querido dar voz a los silencios y Chipre tiene muchos silencios. Me interesan los silencios políticos, pero también los culturales, los sexuales. Y en Turquía hay muchos silencios”. Lo hizo con el silencio en que se ha sumergido el genocidio armenio en Turquía (y que le valió un juicio), lo hizo al dar voz a una trabajadora sexual en su anterior novela, Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo, y lo hace ahora con La isla del árbol perdido.
Es hora de conocer algo, un poco, sobre el argumento del libro: dos adolescentes —griego, él; turca, ella— se enamoran en el Chipre de los setenta y encuentran su refugio en La Higuera Feliz, la taberna de una pareja no solo mixta, sino también homosexual. La guerra les separará y pondrá en marcha una migración hacia Londres, donde los lectores se van a encontrar ya en la década de 2010. Un esqueje de la higuera les va a acompañar. Hasta aquí, lo que se puede contar.
Y partir de ahí, la fluidez de dos escenarios distintos, dos islas distintas (Chipre y Gran Bretaña) que le han dado dos columnas vertebrales a su vida y a su libro. “Las dos islas tienen algo en común, aunque una esté en un extremo del Mediterráneo y otra aquí. Y es que el Reino Unido está cambiando muchísimo, vuelve a hablar de redibujar las fronteras, crece el nacionalismo y la preocupación por que vuelva la violencia en Irlanda del Norte es real. Como en Chipre, tampoco aquí el pasado está superado”.
“La lucha por la democracia hoy es una lucha por la multiplicidad, el pluralismo, la diversidad”
Shafak siempre tuvo pasaporte turco, cuenta, y cuando llegó a Londres y logró los papeles creía haber conseguido un pasaporte europeo. Pero este solo le duró un mes porque el Brexit se hizo realidad. Su nacionalidad europea se esfumó rápido, ríe al contarlo. En realidad se siente en su casa, sus dos hijos son londinenses y ha aprendido a escribir en inglés. “La lengua inglesa me ha dado libertad, luminosidad y me ha dado un poco de distancia cognitiva, como cuando das un paso atrás para ver la pintura completa mejor”. Ser escritora turca, cuenta, es demasiado intenso en estos tiempos: “Hay sexismo, homofobia, bifobia, transfobia… todo lo que digas en Turquía puede ofender a las autoridades. Por eso necesitaba esa dosis de distancia”.
—¿Se considera una exiliada?
—Sí, pero no soy solo una exiliada. Soy muchas otras cosas también. Soy inmigrante también en la lengua inglesa, lo que es intimidante y a la vez estimulante. Ya se sabe que la mente corre más rápido que la lengua, que uno siempre quiere decir más y acaba diciendo menos.
Esa pugna entre el decir más o menos, entre la rapidez de la mente y la lentitud de su lengua, se traslada muy gráficamente a los terrenos sentimentales o de ánimo que describe: la pena, la melancolía y la tristeza son más fáciles de expresar en turco; el humor compasivo, la ironía o la sátira son más fáciles en inglés.
Estamos cerca de Picadilly y la vida de Londres ha retomado el pulso con todo el vigor reprimido durante la pandemia. La mascarilla es historia, los viajeros llenan la ciudad y la rutina se ha vuelto tan agitada como la política frenética de un Gobierno marcado por el Brexit, la ruptura, la división. “Estoy preocupada”, confiesa Shafak. “Veo aquí el auge del populismo, el nacionalismo, el aislacionismo. Recuerdo un discurso de Theresa May que me disgustó mucho porque dijo que si eres ciudadano del mundo no eres de ningún lado. Yo sí soy ciudadana del mundo. Soy turca, pero también me siento vinculada a los Balcanes, tengo muchísimo en común con griegos, búlgaros, rumanos, bosnios, con libaneses, iraníes, sirios, egipcios, jordanos… Me siento de Oriente Próximo y también europea. Soy europea. Mis valores y cultura son europeos, me considero británica y, digan lo que digan los políticos como May, soy ciudadana del mundo. Quiero tener múltiples identidades sin que me clasifiquen en una sola casilla”.
Las casillas, la definición de la identidad, son precisamente las que rompen con virulencia las vidas de los protagonistas de su libro. Mientras las aves, los caracoles, las mariposas o las raíces de la higuera no saben nada de fronteras, los personajes están atados a ellas. Incluso rotos por ellas. Por identidades fijadas en un papel o por clasificaciones físicas o de otro tipo marcadas desde el colegio con la intención de discriminar, de burlarse, de excluir, y hoy propagadas hasta el infinito por las redes. Es el caso de la hija adolescente de los protagonistas, acosada en clase como bicho raro. “El mundo en el que vivimos nunca nos permite celebrar la multiplicidad, siempre nos pregunta: quién eres, de dónde eres, cuál es tu casilla, quédate en tu casilla. Y la lucha por la democracia hoy es también una lucha por la multiplicidad, el pluralismo, la diversidad. Tanto en la sociedad como en nuestro interior”.
“Turquía tiene una historia muy rica y una memoria muy pobre, es una sociedad de amnesia colectiva”
Su libro es, al fin y al cabo, un libro sobre la memoria, sobre la recuperación de esas verdades que no se quisieron saber en un proceso de “amnesia colectiva” como el que ha vivido Chipre, la España de la Guerra Civil o las dictaduras latinoamericanas. En una de las metáforas más poderosas que utiliza Shafak, la higuera es enterrada antes de un fuerte temporal en Londres para ser desenterrada en primavera, una práctica que vio a unos portugueses en sus fríos inviernos en Michigan, donde estudió. Por ello, las exhumaciones de víctimas en Chipre o en Aranda de Duero afloran en su libro a partir de experiencias concretas que ha estudiado y seguido en España, en Chipre o en América Latina.
“He estado en Burgos y en muchos sitios de España, España está muy cerca de mi corazón porque pasé allí la adolescencia, mis años de formación, y me encanta ver cómo las nuevas generaciones están abordando la memoria de la Guerra Civil”. “Yo vengo de Turquía, un país con una historia muy rica y una memoria muy pobre, una sociedad de amnesia colectiva, y nuestra relación con el pasado está llena de huecos, de bolsillos vacíos que son normalmente rellenados por ultranacionalistas o islamistas”.
Esa versión de la historia rellena de ideología tiene para ella una contraversión distinta que encuentra en la cultura oral y en las mujeres: “Las guerras normalmente están causadas por hombres en el poder y la sufren las mujeres, los niños, los pobres y las minorías. Las mujeres suelen ocuparse del duelo, del luto, de la memoria de las víctimas. Por ello, ellas te cuentan una historia diferente. Y es responsabilidad de escritores o artistas aprender de todas esas voces que nunca escuchamos. Tienen a la vez toda la complejidad y la belleza”.
Y es sin duda esa complejidad y esa belleza las que ha plasmado en un libro exuberante, un libro que huele, que sabe y que suena con los olores, sabores y sonidos de una naturaleza que ha estudiado, dice, hasta la locura.
‘La isla del árbol perdido’. Elif Shafak. Traducción de Inmaculada Concepción Pérez Parra. Lumen, 2022. 440 páginas. 18,95 euros.
La importancia de saber escuchar
La historia de Elif Shafak es tan rica y rocambolesca como su literatura. Nacida en Estambul en 1971, pasó sus primeros años en Estrasburgo con sus padres. Estos se divorciaron y a los cinco años regresó a Turquía con su madre, que en su día había abandonado la universidad “por amor” y que al volver no se encasilló en el papel que la sociedad le asignaba, que era buscar un hombre mayor para volverse a casar. “Mi abuela fue firme con mi madre: tú vas a estudiar, vas a acabar la carrera y a buscar tus oportunidades. Yo cuidaré de la niña hasta entonces”. Y así lo hizo. Su madre aprendió seis lenguas y se convirtió en diplomática. A partir de ahí, las dos se fueron a vivir a España, donde vivió de los diez a los 15 años, luego a Jordania, Estambul, Estados Unidos y de vuelta a Estambul. “Siempre agradeceré a mi abuela mi vida nómada”. Además, asegura, “he aprendido más de la memoria de mi abuela que de los libros de historia oficial. Mi abuela me contaba historias de armenios o de minorías. Si nos importa la historia hay que leer mucho, por supuesto, pero también tenemos que convertirnos en oyentes. Escuchar”.
Todo ello le dio las bases para esa identidad múltiple que defiende y que la ha llevado físicamente lejos de Turquía, aunque su escritura y su mente están allí. “No poder volver a Estambul me afecta, no he olvidado Estambul, lo llevo conmigo porque llevamos encima los lugares que amamos sin importar si estamos allí o no”, asegura. “Tienes la melancolía del exilio, pero al mismo tiempo hay mucha belleza en ello porque estás intentando encontrarte de nuevo a ti mismo, es un sentimiento mezclado”.
No planea volver, confiesa, porque “no me siento cómoda allí”. “Es un entorno muy difícil para los escritores, para cualquiera que trabaje con palabras, sea novela, poesía, un tuit ¡o un retuit! Cualquiera de estas cosas puede ser una razón para llevarte a la cárcel”. Y no es cuestión.
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