Tanta fealdad
En España, la destrucción de los paisajes urbanos se ha acelerado a la misma velocidad con que desaparecen los naturales
La fealdad pública en España es un secreto a voces, una calamidad universal que nadie nombra, un lento cataclismo que ha ido sucediendo a lo largo de décadas sin que nadie con responsabilidad le pusiera remedio. La fealdad pública ha sido y es un secreto a voces porque quien se atreva a denunciarla corre el peligro de una lapidación inmediata, a cargo no de sus beneficiarios sino muchas veces de sus víctimas. En España el antiguo orgullo local se transmutó durante las primeras décadas de la democracia en soberbia identitaria, en la necia celebración incondicional de todo aquello que arbitraria...
La fealdad pública en España es un secreto a voces, una calamidad universal que nadie nombra, un lento cataclismo que ha ido sucediendo a lo largo de décadas sin que nadie con responsabilidad le pusiera remedio. La fealdad pública ha sido y es un secreto a voces porque quien se atreva a denunciarla corre el peligro de una lapidación inmediata, a cargo no de sus beneficiarios sino muchas veces de sus víctimas. En España el antiguo orgullo local se transmutó durante las primeras décadas de la democracia en soberbia identitaria, en la necia celebración incondicional de todo aquello que arbitrariamente se señalara como propio: la romería de una Virgen milagrosa, el jolgorio por el maltrato colectivo y beodo de un animal desvalido, incluso, en épocas muy oscuras, el acoso y hasta el asesinato del señalado como enemigo. Asombrosamente, en un país donde tanto se dice apreciar lo propio y por todas partes se erigen guardianes de esencias autóctonas, es donde se ha llevado a cabo, a lo largo del último medio siglo, la mayor destrucción de patrimonio urbano y de paisajes agrícolas o naturales de toda Europa. Los últimos ayuntamientos franquistas hicieron todo lo posible por destruir las ciudades entregándolas al saqueo de los especuladores. En nuestra inocencia, los jóvenes activistas urbanos de los años setenta imaginábamos que, en cuanto acabara la tiranía y se establecieran los ayuntamientos democráticos, la feroz destrucción quedaría detenida y se iniciaría una época de urbanismo ilustrado.
En Granada a un alcalde franquista que se llamaba Pérez-Serrabona se le aplicó el mote de Pérez Serradora por su pasión por decapitar los árboles monumentales de bulevares convertidos casi de la noche a la mañana en tramos de carretera al servicio del tráfico. Llegaron a arrasar el jardín romántico del Carmen de los Mártires, junto a la Alhambra, para excavar los cimientos de un futuro hotel de lujo que nunca se construyó. Quedó durante años un socavón, y con la democracia el jardín volvió a plantarse. Pero lo que parecía que iba a ser la nueva norma esperanzadora no fue más que una excepción. En Granada, como casi en toda España, la destrucción de los paisajes urbanos, de la delicada trama de las barriadas populares, en vez de detenerse, o siquiera de mitigarse, se ha acelerado en todos estos años, a la misma velocidad con que han desaparecido paisajes admirables de la agricultura y de la vida natural, como la Vega que los cronistas musulmanes comparaban en belleza a la de Damasco, ahora convertida en un bárbaro extrarradio de cruces de carreteras, rotondas y naves de centros comerciales.
La tristeza es mayor cuando lo que uno ve desfigurado sin remedio son los paisajes de su vida. La belleza de una ciudad no está solo en un núcleo de callejones antiguos más o menos preservados, o en la espectacularidad de un monumento alzado como una isla sobre un páramo de agresiva vulgaridad urbana. Una ciudad es un tejido orgánico, un equilibrio entre el pasado y el presente, entre lo valioso conservado y lo nuevo, un ecosistema que depende para su supervivencia a largo plazo del modo en que se relacione con el entorno natural. La belleza de una ciudad, más allá de iglesias o palacios, está en el cuidado de las cosas que parecen menores, en la calidad del diseño, por ejemplo, de las señales urbanas, en una cierta armonía casi espontánea de rotulaciones y de mobiliario callejero, de escaparates, de carteles, de letreros luminosos de bares. En cada uno de esos elementos, España entera parece embarcada en un empeño minucioso de fealdad, de descuido, de una estridencia dañina para la mirada. No ocurre nada parecido en ningún otro país de Europa. En cuanto se cruza la frontera de Francia o la de Portugal la diferencia salta a los ojos. No hay ciudad ni pueblo en España que no esté rodeado por un cinturón de extrema fealdad, sometido a un acoso eficiente que invade casi cada calle, casi cada portal, salvo si se ha conservado un núcleo histórico más o menos exiguo, más o menos convertido en decorado arqueológico para el turismo.
Por fin alguien ha tenido el coraje de decirlo: Andrés Rubio, en un libro que ya es denuncia y desafío en su mismo título, España fea. Su escritura tiene la claridad de un panfleto necesario: “Ha ganado en España el modelo americano, un modelo desregulado y corrupto propio de un ‘capitalismo internacional brutalmente neoliberalizador’… La consecuencia es un caos urbano y paisajístico, el mayor fracaso de la democracia, que remite no únicamente a la estética, a lo pintoresco, sino sobre todo a la injustica espacial. Es decir, queda fracturado uno de los ideales democráticos del siglo XX, aquel por el que la vivienda y el entorno urbano de calidad de cualquier persona es independiente de su riqueza”.
Pero la codicia económica y su alianza con la corrupción política no habrían sido tan eficaces sin la indiferencia o la insensibilidad de una ciudadanía que ha preferido no ver la fealdad que la iba envolviendo en su vida cotidiana, y que además, contagiada del narcisismo colectivo que alimentan los poderes políticos y los medios públicos oficiales, recibe cualquier crítica como una agresión imperdonable contra el orgullo regional o local. Los responsables políticos y económicos de la fealdad se llenan los bolsillos y reciben el aplauso y el voto ciudadano: es a quien la denuncia a quien se declara enemigo, y persona non grata, y lo peor de todo, hijo pródigo y traidor a los suyos, si tiene el infortunio de levantar su voz, casi siempre a solas, rompiendo el silencio de la conformidad y la indiferencia, el cloroformo del qué bonita es nuestra tierra, del qué se habrán creído esos de fuera, qué sabrá ese o esa que se fue hace tanto tiempo y ahora vuelve y se cree con el derecho a darnos lecciones. Cualquier crítica negativa a “lo nuestro” es una injuria imperdonable.
El que vuelve, o el que llega de visita, acaba aprendiendo a observar de soslayo los espantos y a callar. Los orgullos autóctonos han ido aumentando a medida que desaparecía el patrimonio que hubieran debido defender, y las redes sociales han perfeccionado mucho las artes antiguas del linchamiento. Andrés Rubio se puede permitir el título de su libro porque el nombre “España” es muy genérico, y no suscita grandes simpatías. Pero ni él ni, desde luego, yo nos atreveríamos a sustituirlo por otro de mayor precisión geográfica, aunque tengamos unos cuantos en la punta de la lengua.
Los vándalos y los corruptos pueden continuar su tarea sin el menor peligro.
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