Drácula, príncipe de las tinieblas y rey del pop
David Remartínez repasa en un libro las profundas metamorfosis experimentadas en la cultura popular por la figura del vampiro, hoy omnipresente y que ha asumido características muy alejadas de sus rasgos originarios
Poco se debía imaginar el teólogo Augustin Calmet que la obra por la que se más se le recordaría sería su Tratado de los vampiros (1749), una ingente recopilación de episodios de supuestas apariciones de muertos regresados de sus tumbas que el monje trataba de desacreditar, aunque lo que paradójicamente consiguió fue fundar una nueva mitología. Calmet compiló las leyendas sobre los no muertos, bautizó el fenómeno y dio así carta de naturaleza a una superchería que hasta entonces se confundía en la tradición oral con otras como la de los hombres lobo. Si, como cuenta Noel Ceballos en ...
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Poco se debía imaginar el teólogo Augustin Calmet que la obra por la que se más se le recordaría sería su Tratado de los vampiros (1749), una ingente recopilación de episodios de supuestas apariciones de muertos regresados de sus tumbas que el monje trataba de desacreditar, aunque lo que paradójicamente consiguió fue fundar una nueva mitología. Calmet compiló las leyendas sobre los no muertos, bautizó el fenómeno y dio así carta de naturaleza a una superchería que hasta entonces se confundía en la tradición oral con otras como la de los hombres lobo. Si, como cuenta Noel Ceballos en El pensamiento conspiranoico (Arpa), la Iglesia católica creó el mito de los Illuminati al conseguir que la organización fuera proscrita en 1785, fue también la Iglesia la que en ese mismo Siglo de las Luces alumbró el mito del vampiro. Sin el fundacional libro de Calmet no habrían llegado luego El vampiro, de Polidori; Carmilla, de Sheridan Le Fanu, ni la novela que en 1897 sublimó la leyenda y se convirtió en la medida de todos los colmillos.
Mucho ha llovido desde Calmet. E incluso desde ese Drácula de Bram Stoker que sigue siendo el alfa y el omega de los chupasangres. Y si han bastado 60 años para resignificar a James Bond dándole en muchos aspectos la vuelta como a un calcetín, ¿cómo no iba a cambiar semejante abominación más que centenaria? De todas esas metamorfosis experimentadas por el no muerto por obra y gracia de la cultura popular da cuenta David Remartínez (Zaragoza, 50 años) en Una historia pop de los vampiros (Arpa), elocuentemente subtitulado Cómo el vampiro se ha convertido en un sueño de placer y felicidad que te encuentras por todas partes. Que hoy es omnipresente lo prueba sin ir más lejos este libro, que se suma a El vampiro. Una nueva historia (Desperta Ferro), repaso genealógico que Nick Groom firmó en 2018 y se publicó en España el año pasado, y a Vampiros. La evolución del mito, la suculenta exposición de la Fundación La Caixa y la Cinematèque française inaugurada en 2020 que ha pasado por los Caixaforum de Madrid, Barcelona, Zaragoza y Sevilla.
Para Remartínez, al vampiro clásico, “un producto del cristianismo, la Ilustración y el Romanticismo”, lo definían cuatro características: “la muerte, como alegoría; la sangre, como adicción; el temor a Dios, como moral, y la masculinidad, como virtud”, mientras que “el vampiro contemporáneo, por contra, despliega juventud, placer, amor y feminidad; sus opuestos felices, nacidos del ateísmo, la democracia y el pop”. Para trazar ese recorrido en el que el vampiro ha pasado de amenaza a ser como cualquiera de nosotros, el escritor, cual moderno Calmet, recopila docenas de apariciones de tan peculiar especie en libros, películas, series, juegos de rol, cómics, videojuegos y hasta helados. El vampiro, concluye el compilador, “incorpora los miedos de cada generación”; hay uno para cada tiempo y lugar, y si hoy es “una figura cotidiana que encaja en cualquier contexto” es porque el mundo, de los desmanes financieros a la corrupción política o el auge de los neofascismos, “se ha vuelto vampírico”.
Si han bastado 60 años para resignificar a James Bond dándole la vuelta como a un calcetín, ¿cómo no iba a cambiar semejante abominación más que centenaria?
De modo que si el Nosferatu (1922) de Murnau era un poema lúgubre para la Europa aún doliente tras quedar sembrada de cadáveres en la Gran Guerra, los jóvenes del siglo XXI, castigados la Gran Recesión y por la falta de perspectivas, abrazan a los vampiros adolescentes de la ultraconservadora saga Crepúsculo (2005-2009) de Stephanie Meyer y sus adaptaciones fílmicas (2008-2012), no muertos entregados a una juventud y una belleza banales y eternas porque a lo que temen es a la madurez. A ese futuro que su público percibe incierto como poco.
Remartínez señala como el primer vampiro pop al conde Draco, aquella caricatura de trapo de Bela Lugosi que desde los años setenta enseña a los niños a contar desde su castillo en Barrio Sésamo, “un icono descontextualizado que, en lugar de dar miedo, apetecía abrazar, por divertido y tierno”. Y si la bestia puede reconfigurarse en personaje infantil, también puede, pese al sangrante machismo de sus orígenes, incorporar rasgos feministas. Remartínez dedica buena parte del libro a rastrear esa evolución, cuyo momento fundacional sitúa también en los setenta, en la paradójica Vampirella, heroína de cómic creada por el astuto Forrest J. Ackerman como una voluptuosa chupasangres de buen corazón apenas ataviada con un imposible microbañador rojo sangre diseñado por Triana Robbins, feminista militante, “como símbolo de empoderamiento”, cuenta Remartínez, que señala ahí ese mismo cortocircuito del feminismo que medio siglo después sigue coleando en el yate de C. Tangana.
Lo que no señala el libro es otro cortocircuito, sustancial, en el discurso de la progresiva feminización de las representaciones del mito: hay excepciones, como La condesa sangrienta, el libro que Alejandra Pizarnik dedicó en 1965 a la condesa Báthory —a la que se atribuyen 650 muertes y que inspiró Carmilla—, o la película Una chica vuelve a casa sola de noche (Ana Lily Amirpour, 2014), con una vampira con chador como peculiar justiciera urbana; pero el grueso de ficciones vampíricas en las que asoma una nueva sensibilidad para con las mujeres, de Vampirella al Drácula (1992) de Francis Ford Coppola; de los fenómenos televisivos Buffy, la cazavampiros (Joss Whedon, 1997-2003) o True Blood (Alan Ball, 2008-2014) a Solo los amantes sobreviven (Jim Jarmusch, 2013) o la delirante animación Hora de aventuras (Pendleton Ward, 2010-2018), han sido dibujadas, escritas, filmadas por hombres.
Las metamorfosis del no muerto siguen, y sin síntomas de agotamiento. Ahí está la espeluzante Misa de medianoche, de Mike Flanagan, tan reciente (se estrenó este septiembre) que no ha entrado en el libro, y en la que la idea, recogida en este, de que la mitología vampírica se forjó a partir de la teología cristiana se lleva a las últimas consecuencias. Pero Remartínez concluye su recorrido con otra miniserie de Netflix, Drácula (2020), creada por Steven Moffat y Mark Gattis —que ya reformularon para el siglo XXI al más famoso detective de la literatura en Sherlock (2010-2017)— y en la que el príncipe de las tinieblas se humaniza definitivamente al aceptar que su motor es ni más ni menos que el miedo a la muerte. ¿O acaso hay algo más humano que eso?
Una historia pop de los vampiros
Editorial: Arpa, 2021.
Formato: 280 páginas, 19,90 euros.
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