Cuba, de la Guerra Fría a la guerra cultural
El descontento en la isla también tiene su reflejo en la novela, la música o las artes plásticas. Las nuevas generaciones de creadores no se resignan a elegir entre estalinismo o macartismo
Las protestas del pasado 11 de julio en Cuba no fueron convocadas por artistas, ni lideradas por intelectuales, ni concebidas por un laboratorio de tendencias estéticas. Fueron manifestaciones populares que refrendaron una situación límite cruzada por la inmovilidad política, la ineficacia económica, la pandemia, la desigualdad creciente, la falta de libertades y el embargo de Estados Unidos.
Ese levantamient...
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Las protestas del pasado 11 de julio en Cuba no fueron convocadas por artistas, ni lideradas por intelectuales, ni concebidas por un laboratorio de tendencias estéticas. Fueron manifestaciones populares que refrendaron una situación límite cruzada por la inmovilidad política, la ineficacia económica, la pandemia, la desigualdad creciente, la falta de libertades y el embargo de Estados Unidos.
Ese levantamiento, inédito en la historia del socialismo, tuvo además una magnitud cultural que vale la pena tener en cuenta. No es cuestión de sobrevalorarla, pero subestimarla sería, además de un error, un acto de injusticia. Porque si bien los artistas no lideraron las protestas, varios de ellos sí se incorporaron a ellas. No las echaron a rodar, pero sí las secundaron como ciudadanos de a pie. No las protagonizaron, pero no fueron pocos los que acabaron en la cárcel por sumarse a esa jornada. Si a esto añadimos que tampoco han faltado intelectuales alineados con el Gobierno, priorizando estos acontecimientos como otra maniobra del imperialismo, es evidente que esta revuelta ya cuenta con capítulo propio en la guerra cultural de la Cuba contemporánea.
El arte no se encargó de lanzar las manifestaciones, pero sí las anticipó. Basta un vistazo a este último año en el que ya habían tenido lugar eventos que rebasaban lo gremial para impactar, directamente, en la sociedad. Entre los más conocidos, los activados por el Instituto de Artivismo Hannah Arendt (Instar), el Movimiento San Isidro (MSI) o el 27N, surgido de la parada colectiva frente al Ministerio de Cultura a finales de noviembre de 2020.
Cubanas y cubanos que nacieron tras la debacle soviética, a quienes se les atragantan las consignas a favor del socialismo eterno mezcladas con la puesta en marcha de un capitalismo de Estado, bien palpable y bien mortal, que contradice sus propias prédicas
Estos y otros menos publicitados pueden leerse como preámbulos y, al mismo tiempo, testimonios de que la cultura estaba poniendo el dedo en la llaga de problemas urgentes. Por su parte, una red de publicaciones independientes o institucionales de la isla y la diáspora ya se habían encargado de notificar el apogeo de una nueva generación conectada al mundo y a las estrategias para canalizar su desacuerdo con este. Cubanas y cubanos que nacieron tras la debacle soviética, a quienes se les atragantan las consignas a favor del socialismo eterno mezcladas con la puesta en marcha de un capitalismo de Estado, bien palpable y bien mortal, que contradice sus propias prédicas. Es la misma generación que alucina cada día en Instagram con el pacto entre el nuevo dinero y la vieja nomenclatura que ha dado lugar a la recomposición iconográfica de nuestra oligarquía tropical.
Ni el Gobierno se va a abrir, ni el embargo se va a levantar, ni la izquierda mundial nos va a entender
Entonces y ahora, el Gobierno ha sido incapaz de estar a la altura de su gran paradoja: la de un Estado comunista que está obligado a administrar una sociedad que ya es poscomunista. Entonces y ahora, ha optado por parapetarse en su realidad paralela y seguir ofreciendo las mismas respuestas a situaciones inéditas. De ahí que, represión mediante, su interpretación consistiera en dividir a los participantes de la protesta en tres categorías inamovibles: la de los “revolucionarios confundidos”, la de los “mercenarios” y la de los “delincuentes”.
Con estos truenos, no tardó en recrudecerse el choque cultural entre los que continúan anclados en la Guerra Fría y los que intentan salirse de esta. Entre los que quieren avanzar hacia el futuro con la retórica del pasado y los que han decidido sincronizar sus palabras con ese porvenir que ya es presente. Entre los adeptos al wéstern ideológico entre un estalinismo persistente y un macartismo renaciente y los que conciben lo sucedido como un capítulo nacional de las manifestaciones globales recientes, lanzadas contra todos los modelos (también el neoliberalismo, el capitalcomunismo chino, la degradación del sandinismo), en cuya ola cabría insertar la protesta cubana. Entre los que reducen el asunto a una batalla exclusiva entre libertad o comunismo, bloqueo o soberanía, y los que consideran que hay una serie de factores históricos y actuales que no admiten binarismos tan simples.
Los jóvenes alucinan cada día en Instagram con el pacto entre el nuevo dinero y la vieja nomenclatura
Un ejemplo. Dos días después de las revueltas, mientras se contaban por cientos los detenidos en la isla, un alcalde cubanoamericano de Coral Gables no tuvo una idea mejor que censurar a Sandra Ramos, artista cubana residente en Miami, por sospechosa de simpatizar con el comunismo. El ramalazo también alcanzó al conocido artista chino Cai Guo-Qiang, que además reside en Nueva York. “Mi gusto estético se interrumpe donde aparece el comunismo”, dijo Vince Lago, y uno se pregunta qué haría con Picasso. En fin…
Hace mucho tiempo, el tema cubano no va de política —ni del estribillo del arte de lo posible—, sino de capital político (su rédito inmediato y cínico), que necesita girar alrededor de lo irresoluble porque es, precisamente, en la falta de solución donde reside su ganancia.
No es casual, entonces, que una vez más apareciera el fantasma recurrente del antiintelectualismo criollo, siempre dispuesto a concluir que allí donde esté el pueblo, que se quiten los intelectuales; palabras para qué, si ya tenemos los hechos; a qué viene eso de ponerse a pensar si ya nos vale la acción. Es el momento de liquidar matices elitistas del debate ideológico y para eso nada mejor que la proliferación de fake news —Camagüey cayendo el 11 de julio e instaurando un Gobierno anticomunista independiente, los Castro refugiándose en Sudáfrica—, así como la reivindicación de memeros, influencers y youtubers de populismo diverso, algunos de los cuales también fueron a parar a la cárcel (el Gobierno sigue teniendo el control del modo analógico).
En los días posteriores a esa protesta que le dio la vuelta al mundo y que funciona como un parteaguas en la historia contemporánea de Cuba, percibí en La Habana un cierto estado de shock y una pesadumbre. Como si la gente hubiera interiorizado que ni el Gobierno cubano se va a abrir, ni el embargo norteamericano se va a levantar, ni la izquierda mundial nos va a entender. “Esto tenemos que resolverlo nosotros solos”.
Así que tiene su lógica, canalizada por la vía del reguetón, una cierta reactivación del nacionalismo con la correspondiente sobredosis de la palabra “patria” venteando a diestra y siniestra.
Cinco años antes, durante los días de euforia de la era de Obama, un amigo me despertó una noche por teléfono. Me llamaba desde la Fábrica de Arte Cubano, donde se había tropezado con Juan Carlos Monedero, fundador de Podemos, y al que había intentado convencer de que, si quería conocer a la futura izquierda cubana, la buscara en la calle y no en los círculos oficiales. Ese joven es hoy uno de los artistas más sólidos del nuevo arte cubano. Su nombre es Hamlet Lavastida y acaba de exponer su imponente obra, Cultura profiláctica, en el KFW de Berlín.
Nada más regresar de ese viaje, este arqueólogo de la anticipación fue encarcelado bajo el cargo de incitación a la rebelión. Durante la reciente feria de Arco hubo diversas manifestaciones a favor de su liberación, de manera que las dos últimas ediciones de este evento han estado marcadas por el arte cubano. (Recordemos que la anterior había estado dedicada a Félix González-Torres).
Tal como estaba prescrito en su obra, Hamlet Lavastida anticipó su propio castigo (y el de otros). Pero en sus series, duras y luminosas, no todas las claves remiten a la censura.
En sus calados y murales se intuyen, a través de unas grietas sutiles, nuestras inaplazables libertades.
También la suya.
Iván de la Nuez es ensayista cubano residente en Barcelona. Su último libro es ‘Cubantropía’ (Periférica).
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