Ay, este azul

El D’A Film Festival, que se celebra en Barcelona y Madrid, proyecta tres películas francesas que examinan el potencial destructivo del amor y los sentimientos

Un fotograma de 'Las cosas que decimos, las cosas que hacemos', de Emmanuel Mouret.XAVIER-LAMBOURS (CORTESÍA)

El cine interesado por la volatilidad de los afectos y las carambolas del amor forma parte de una superliga internacional a la que ningún país hace ascos. Aunque casi ninguno haya demostrado la capacidad que tiene el cine francés para acceder a lugares insondables cuando se trata de hablar de esas heridas que siempre duelen igual y en el mismo sitio. La nueva edición del D’A Film Festival, que se celebra en Barcelona a partir del próximo jueves —y una semana después en Madrid, con una programación más reducida—, centra su atención en tres...

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El cine interesado por la volatilidad de los afectos y las carambolas del amor forma parte de una superliga internacional a la que ningún país hace ascos. Aunque casi ninguno haya demostrado la capacidad que tiene el cine francés para acceder a lugares insondables cuando se trata de hablar de esas heridas que siempre duelen igual y en el mismo sitio. La nueva edición del D’A Film Festival, que se celebra en Barcelona a partir del próximo jueves —y una semana después en Madrid, con una programación más reducida—, centra su atención en tres películas surgidas del último cine francés que examinan con lucidez el potencial destructivo de los sentimientos. Son los exponentes más recientes de una cultura muy aficionada a rendir pleitesía al amour fou, ese dios dionisiaco ante el que ya se postraron las mejores mentes del último siglo: André Breton, Léo Ferré, Jacques Rivette, Françoise Hardy o Yves Saint Laurent figuran entre quienes sacaron provecho al poso azul —ay, ese azul— que dejan las historias más desgarradoras.

Mouret firma una película narrativa hasta la extenuación, regida por un guion en forma de muñecas rusas, donde una historia contiene otra y luego otra más

La más interesante de las tres es Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, de Emmanuel Mouret. El director, con 10 películas a sus espaldas, nos tenía acostumbrados a comedias ligeras y lenguaraces, protagonizadas por niños viejos que hablaban en passé simple, el tiempo verbal que nadie usa en la vida real, porque está reservado a la vida literaria. Los tics más cargantes y manieristas de su filmografía siguen estando en su nueva película, solo que esta vez vienen acompañados de una ambición y un virtuosismo que desar­man. Está protagonizada por un puñado de personajes torturados por sus sentimientos, encabezados por un joven escritor en crisis y por la novia de su primo, una montadora embarazada. Dos desconocidos que se encuentran en una casa del sur francés y se confían sus penas, mientras nace entre ellos un amor de resolana, que brilla tras las nubes pese a tenerlo prohibido.

Mouret firma una película narrativa hasta la extenuación, regida por un guion magistral y en forma de muñecas rusas, donde una historia contiene otra y luego otra más. Funciona a través de un sistema de flashbacks, bifurcaciones y enmiendas al relato previo, que aspiran a completarlo o corregirlo, enunciadas por personajes volubles y hostigados por su conflicto interior, por la tentación permanente de ser infieles, por la coexistencia de deseos paralelos que les paralizan. Ese aspecto acerca a Mouret al moralismo de Rohmer, uno de sus principales referentes, aunque aquí logre trascender, puede que por primera vez, la mímesis respecto a sus modelos. Entre ellos están el drama sentimental dieciochesco, el romanticismo fogoso de Truffaut o el vodevil de amantes escondidos en el armario, que dignifica de manera admirable en el último tramo, presidido por un doble final bellísimo, devastador pese a su contención.

Suzanne Lindon, directora y protagonista de 'Seize printemps'.

Por su parte, Suzanne Lindon hurga en dolores parecidos en Seize printemps, que habla de otro tipo de amor imposible: el de una adolescente lánguida y un apuesto actor teatral que le saca dos décadas, ambientada en lo que podrían ser unos amorales años ochenta, donde un privilegiado entorno intelectual asiste a este romance proscrito con total indiferencia, un posible guiño a los numerosos casos parecidos que Francia ha desenterrado en los últimos años. Lindon, que escribió la historia a los 15 años y la dirige y protagoniza a los 20, tiene la elegancia desgarbada de una joven Charlotte Gainsbourg, con quien comparte condición de hija de: sus padres son los actores Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain.

La película es tan frágil como su personaje, insegura en todos los pasos que da, aunque muchas veces vayan en la buena dirección. Lindon evita meterse en jardines y esquiva el debate social sobre el consentimiento. Seize printemps ni juzga ni enjuicia: se limita a observar desde un lugar que, pese a todo, sigue resultando incómodo y alterna el color rosa de las granadinas que bebe su protagonista, leitmotiv cromático de la película, con la violencia sorda que transmite la mirada cerrada de Arnaud Valois, revelado en 120 pulsaciones por minuto, cuyo ensimismado personaje parece indisponible incluso para sí mismo.

'Passion simple', de Danielle Arbid, que adapta el libro de Annie Ernaux sobre su aventura con un hombre casado.LES FILMS PELLÉAS

En Danielle Arbid, directora libanesa afincada en Francia, ha recaído la tarea hercúlea de adaptar Passion simple, el libro de 1992 en el que Annie Ernaux relataba su aventura con un hombre casado. La iniciativa parecía condenada al fracaso por la dificultad que supone traducir en imágenes la literatura de Ernaux, situada en el intersticio entre el yo, el tú y el nosotros, sin que el resultado sea átono. Arbid pincha parcialmente con una trasposición a un universo estético que resulta algo barato, desprovisto de los pliegues ásperos de la escritura que lo inspira, sin el desgarro que siempre desprende el tono clínico de la autora. Desprovista de sus poderosas armas, la cineasta se limita a dirigir un trasunto de thriller erótico noventero que gira alrededor del cuerpo tatuado de un amante ruso y de ojos celestes al que interpreta Serguéi Polunin, el bad boy ucraniano del ballet, en las antípodas de la descripción, menos sexi pero mucho más interesante, que dio Ernaux en su día, cuando definió a su amante como “un Boris Yeltsin con 20 años menos”.

Desigualdad pasional

Pese a todo, existen elementos de interés en este estudio sobre el deseo y la dependencia sexoafectiva. La protagonista, una Laetitia Dosch que camina con maestría por la cuerda floja entre el raciocinio y la enajenación, es incapaz de vivir esta tórrida aventura sin elaborar proyecciones románticas, sin terminar viendo en su amante a un posible compañero y no a un animal en celo. La parte más estimulante es el relato del síndrome de abstinencia de esta adicta, que llega a viajar a Moscú para respirar durante unas horas el mismo aire que su amado o a rastrear las calles en Google Maps esperando que algún rostro borroso corresponda al suyo. A dejar de lado su trabajo y su tesis doctoral y a atropellar, en un momento de descuido, a su propio hijo. Arbid, como ya hizo antes Ernaux, recuerda que en los dominios de la pasión también reina la desigualdad de género, alimentada por constructos culturales como esas novelas rosas que la protagonista hojea, tan fascinada como repugnada, en el hipermercado. Después de todo, el libro se abría con una cita de Barthes, quien sostuvo que Nous Deux, la exitosa revista que popularizó las fotonovelas en Francia, era “más obscena que Sade”.

D’A Film Festival. En Barcelona, del 29 de abril al 9 de mayo. En Madrid, del 7 al 13 de mayo.


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