Berlanga, vacuna para los puros
La reedición de ‘El último austrohúngaro’ y la publicación de ‘¡Hasta siempre, Mister Berlanga!’ corrigen la ausencia en librerías de títulos dedicados al cineasta a las puertas de su centenario
“El día que se estrenó la película en Madrid coincidió con la llegada a España de un nuevo embajador americano. Al pasar por Gran Vía, observó un cartel grandísimo, en el cine donde se ponía la película, que decía: ¡Bienvenido, Mister Marshall! Se creyó que era una cosa preparada en plan de cachondeo y casi se organiza un incidente diplomático”. La anécdota, y muchas otras, la cuenta Luis García Berlanga en ...
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“El día que se estrenó la película en Madrid coincidió con la llegada a España de un nuevo embajador americano. Al pasar por Gran Vía, observó un cartel grandísimo, en el cine donde se ponía la película, que decía: ¡Bienvenido, Mister Marshall! Se creyó que era una cosa preparada en plan de cachondeo y casi se organiza un incidente diplomático”. La anécdota, y muchas otras, la cuenta Luis García Berlanga en El último austrohúngaro (Alianza), el libro de conversaciones con el director y guionista de Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les publicado por primera vez en 1981 y reeditado ahora a las puertas de su centenario. Pero la vigencia del libro no radica tanto en la catarata de anécdotas como en la forma en que afloran esas contradicciones congénitas que no solo no escondía, sino de las que hacía bandera, auténtica vacuna contra la actual pandemia de pretendidas purezas exhibidas en las redes. Y también en reflexiones incómodas que se antojan la mar de pertinentes en tiempos infestados de polarización apenas camuflada de corrección política extrema. “En mis películas puede aparecer una patada en el culo a un paralítico o un pobre. ¿Estoy siendo cruel? No. Estoy diciendo que el pobre no es menos que yo y que, como a mí, también a él se le puede dar una patada en el culo. Esto no es crueldad, sino todo lo contrario. Es la negación del paternalismo, de la falsa bondad, de la falsa caridad”, argumenta el cineasta que con mayores y más afiladas dosis de sarcasmo y mala leche retrató el franquismo y la Transición, en joyas como ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1953), Plácido (1961), El verdugo (1963) o La escopeta nacional (1978); ese al que Francisco Umbral describió como “el sociólogo que mejor se mete el dedo en la nariz”.
El libro de Hidalgo y Hernández Les, según explican los autores en el prólogo a la primera edición, venía a cubrir hace 40 años “una laguna evidente”, porque apenas se habían publicado estudios en profundidad sobre el cineasta. El formato elegido, el de entrevistas o charlas con el director, haría fortuna, dada la legendaria locuacidad —“verborrea”, decía él— y el gusto por la conversación de Berlanga, y sería el escogido también en ¡Bienvenido, Mr. Berlanga!, de Carlos Cañeque y Maite Grau (Destino, 1993), o Confidencias de un cineasta, de Antonio Gómez Rufo (Ediciones JC, 2000), que 10 años antes ya había escrito la biografía Berlanga. Contra el poder y la gloria (Temas de Hoy, 1990), que actualizó en 1997. En el primero, el diálogo evita ceñirse a un repaso de su trayectoria y rebosa de excursos sobre sus gustos cinematográficos, su relación con Buñuel y hasta su cacareada erotomanía. En el segundo, Gómez Rufo transcribe algunas charlas con el que era su amigo desde hacía más de 20 años en las que afloran chanzas y contradicciones, y hace constar que, puestos a pedirle a la RAE que incluyera “berlanguiano” en el diccionario, cosa que solo ha hecho ahora, el cineasta proponía “berlangada”, alegando que ya existían “charlotada” y “cantinflada”.
Incluso sus memorias, Bienvenido Mister Cagada (Aguilar, 2005), son fruto de largas conversaciones con su amigo el también cineasta Jess Franco, que es quien las firma, pese a estar escritas en primera persona (como de hecho ya pasaba en buena parte de la biografía de Gómez Rufo). En esas memorias escritas y firmadas por otro (qué mejor colofón a toda una vida arrastrando una fama de vago también alimentada a menudo por él mismo), el director de El verdugo se define como “una puñetera contradicción” y como “un anarquista inicial, pasado por un coqueteo con la Falange Hedillista y desembocado por fin en lo que me decía la tripa: libertario absoluto con la esperanza ya tardía de llegar a libertino activo”. Y reivindica su alergia al alineamiento ideológico: “Bardem me llamó siempre ‘el señorito monárquico’ porque me apetecía llevar un sombrero de fieltro; después fui fascista porque no era comunista, comunista porque no era fascista, pornógrafo porque me apasiona el erotismo, escapista porque no me creo las monsergas doctrinales”.
Claro que al verboso y guasón Berlanga hay que cogerlo a veces con pinzas. En esas memorias insiste, como hizo toda su vida, en que nació el mismo día del desastre de Annual, pese a que lo hizo el 12 de junio de 1921 y la derrota de las tropas españolas en Marruecos se produjo un mes después, y pese a que ese dato ya se había aclarado en otras ocasiones. Por ejemplo, 25 años antes en el libro de Hidalgo y Hernández de Les. También afirma, por cierto, que en El verdugo introdujo un homenaje a Lancelot du Lac, la película de Robert Bresson, que se estrenó más de una década después, en 1974. Y explica episodios que hoy levantarían más ampollas que en su día, como el del rodaje de la escena de La escopeta nacional en que Bárbara Rey aparecía arrodillada, desnuda y atada a los pies de una cama, que apenas duraba unos segundos pero para la que tuvo a la actriz en esa posición durante “mucho tiempo”. Era “lógico”, recuerda, porque “había costado un trabajo e muerte atarla bien y con los nudos complicadísimos que se usan en el sado, y no quería que el rodaje se eternizara”. Pero, admite, “tenerla allí —por razones supuestamente técnicas—, como una esclava al servicio del director-amo, me llenaba de excitación”.
Las memorias de Berlanga están descatalogadas —y Aguilar no tiene previsto reeditarlas, según fuentes de la editorial—, como sucede con los libros de Gómez Rufo y de Cañeque y Grau —aunque de este último todavía se comercializa una versión en ebook—, o los volúmenes de homenajes varios, como ¡Viva Berlanga!, el libro que editaron Cátedra y el Ayuntamiento de Valencia con motivo del tributo que se le rindió en 2009, un año antes de su muerte, en la Mostra de València-Cinema del Mediterrani. Aunque uno de esos libros colectivos, La atalaya en la tormenta. El cine de Luis García Berlanga, puede leerse online en el Berlanga Film Museum, el museo virtual dedicado al hombre del que Franco dijo que era algo peor que un comunista: un mal español.
Sí circula aún por las librerías Luis García Berlanga (Cátedra), el estudio crítico que Francisco Perales le dedicó en 1997 y que se reeditó en 2011. A las puertas del Año Berlanga, y a la espera de que la conmemoración sirva para actualizar la bibliografía sobre el cineasta, se le suman la reedición de El último austrohúngaro y también la publicación de ¡Hasta siempre, Mister Berlanga!, el cariñoso homenaje que le han dedicado Luis Alegre y el ilustrador El Marquès. Alegre, que ya ejerció de editor de ¡Viva Berlanga!, conoció a Berlanga en 1984, en el rodaje de La vaquilla, la película sobre la Guerra Civil cuyo guion había escrito a finales de los cincuenta mano a mano con su mejor cómplice, Rafael Azcona, así que su libro se suma a la larga lista de los escritos por amigos y colaboradores del cineasta valenciano. Eso no solo vale para Jess Franco o Gómez Rufo, biógrafo y coguionista de París-Tombuctú, sino también para Hidalgo, que años después de entrevistarle para El último austrohúngaro también escribiría junto a Berlanga ¡Viva Rusia!, la que iba a ser la cuarta entrega, nunca consumada, de las andanzas de los Leguineche, la familia de aristócratas venidos a menos que conocimos en La escopeta nacional.
De momento, las dos novedades editoriales que han llegado en los preliminares del centenario son suculentas. ¡Hasta siempre, Mister Berlanga! es un sucinto pero impecable repaso de su vida y obra repleto de datos y anécdotas, un volumen no pensado para cinéfilos o entendidos en la obra de su protagonista, sino para todos los públicos, que no desentonaría ni como libro escolar. Y la reedición de El último austrohúngaro incorpora a las nutritivas conversaciones con Berlanga una cronobiografía y unas notas de Hidalgo (Hernández Les falleció el año pasado) sobre la última etapa del cineasta en las que reivindica, como ya hacía Perales, su penúltima película, Todos a la cárcel (1993), que le valió finalmente el Goya pero no fue recibida con mucho entusiasmo por la crítica, y que constituye la prolongación de sus postulados a la hora de meter el dedo en el ojo del franquismo, y un raro ejemplo de cine de crítica social durante los gobiernos socialistas de Felipe González. Ahora que películas como Las niñas (Pilar Palomero) o series como Patria (Félix Viscarret y Óscar Pedraza) problematizan aquellos noventa de democracia ya consolidada, no está de más recordar que en esos años en los que el cine español se debatía entre los veteranos que seguían reflejando la Guerra Civil y la dictadura, los jóvenes de la comedia madrileña y los novísimos que empezaban a reactivar el cine de género —con el parcialmente berlanguiano Álex de la Iglesia a la cabeza—, Berlanga seguía sacándole punta a su sarcasmo y hurgando en las miserias nacionales, las que extraía de la pura actualidad de aquella España del pelotazo. Y lanzaba, dice Hidalgo, “una premonición —más cárcel para los corruptos— de lo que vendría después”. Ya lo dijo el cineasta en sus memorias: si Todos a la cárcel no tuvo más éxito fue porque “se adelantó en dos años a la realidad: cuando empezaron a encarcelar a los ricos”.
El 12 de junio del año que viene, día del centenario, se podrá abrir la caja fuerte en la que Berlanga depositó el legado que en 2008 entregó al Instituto Cervantes. Su hijo Jorge, explica en su libro Luis Alegre, especuló con lo que podía contener la caja: “Un guion, unas memorias o un mensaje demoledor a la humanidad”. No está de más recordar, como hace Hidalgo, que Todos a la cárcel, ese último exabrupto contra lo que llamaba “la golfería nacional”, acababa con el protagonista bailando dándole la espalda a la pantalla, a los políticos, al país, y tirándose un pedo en la cara de todos.