LECTURA

Defender a los nazis siendo judío

El fundador de Human Rights Watch, Aryeh Neier, que escapó del Berlín de 1939 siendo un niño, decidió asumir en 1977 la defensa de los miembros del partido nazi de Estados Unidos para que pudiesen manifestarse. El libro ‘Defendiendo a mi enemigo’, que ahora se publica en español, recuerda su historia. Adelantamos su prólogo

El líder neonazi Frank Collin, rodeado de militantes del Partido Nacionalsocialista de Estados Unidos, en una rueda de prensa convocada en Skokie en 1977.Bettmann Archive (Getty Images)

“Solo espero —se leía en una carta que recibí de un hombre de Boston— que, si a ambos nos obligan a caminar hasta algún crematorio algún día, sea usted quien lidere la marcha y goce entonces, en un momento de éxtasis para usted, de la oportunidad de cantar hosannas en alabanza a la libertad de expresión que desea para sus torturadores”.
He recibido muchas misivas como esa. Se redactaban ante la provocación que suponía el empeño de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), de la que fui director general, p...

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“Solo espero —se leía en una carta que recibí de un hombre de Boston— que, si a ambos nos obligan a caminar hasta algún crematorio algún día, sea usted quien lidere la marcha y goce entonces, en un momento de éxtasis para usted, de la oportunidad de cantar hosannas en alabanza a la libertad de expresión que desea para sus torturadores”.
He recibido muchas misivas como esa. Se redactaban ante la provocación que suponía el empeño de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), de la que fui director general, por garantizar el derecho a la libertad de expresión a un grupo de nazis americanos que declararon su deseo de manifestarse en la localidad de Skokie, situada en el estado de Illinois. De entre las notas, la más sucinta provino de un hombre que proponía un lema para la Unión: “La Primera Enmienda über Alles”, [en alemán] por encima de todo.

Si dolió recibir aquellas cartas, más inquietante aún resultó el mensaje de apoyo que nos hizo llegar una mujer: “Amo la libertad de expresión —rezaba— más de lo que odio a los nazis”. En la misma línea que aquellos que me acusaban, ella había llegado a la conclusión de que debía elegir entre la defensa de la libertad de expresión o la lucha contra los nazis, y había decidido decantarse por la primera opción.

En mi caso no hubo elección. Yo defendí el derecho de los nazis a expresarse libremente cuando quisieron manifestarse en Skokie como una manera de luchar contra ellos. Defender al propio enemigo es la única forma que hay de proteger a una sociedad basada en las libertades, de quienes se oponen a la libertad. Si esto se percibe como paradójico, albergo la esperanza de que resulte más comprensible tras la lectura de esta obra.

Las razones que explican que odie a los nazis son de índole tanto personal como filosófica. Podría haberle respondido al hombre que compartió conmigo su deseo de que yo encabezara la marcha hacia el crematorio explicándole que estuve muy a punto de morir allí.

Soy judío, nacido en Berlín. Mis padres eran unos Ostjuden —judíos de la Europa del Este— que dejaron a sus familias en Polonia y se mudaron a la capital alemana en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. La década de los años veinte los trató bien y les permitió organizarse una vida cómoda allí. Sin embargo, para cuando yo nací, en 1937, el mundo de mis padres se estaba derrumbando. Con todo, y aunque muchas de sus amistades ya se habían marchado, mi padre, Wolf Neier, que entonces trabajaba como profesor de hebreo para la Comunidad Judía de Berlín, decidió quedarse. Acabamos yéndonos en 1939, en la que probablemente fuera nuestra última oportunidad para hacerlo, y huimos a Inglaterra. Mi hermana Esther, que tenía 10 años, viajó sola. Mi padre lo hizo por su cuenta y, aparte, mi madre y yo. Salimos de Alemania en agosto de 1939, días antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

Aryeh Neier, fundador de Human Rights Watch, durante una visita a Madrid en 2015.Samuel Sánchez

No nos reunimos inmediatamente. Los británicos se tomaban su tiempo para identificar entre los refugiados a espías y saboteadores. Una vez mi padre hubo pasado la criba, se vio obligado a buscar un empleo y ganar algo de dinero para poder juntar a la familia de nuevo. Yo pasé un año en una hospedería para niños refugiados, una experiencia que recuerdo con nitidez: era un lugar tristísimo, y yo lo odiaba.

Al poco de lograr reencontrarnos todos en Londres, la casa en la que vivíamos quedó destrozada por un bombardeo, de modo que nos evacuaron y nos trasladaron a una ciudad de las Midlands, la región central de Inglaterra, donde, tras alojarnos durante un tiempo en el hogar de una familia inglesa que nos acogió con generosidad y bondad, hallamos finalmente un lugar propio que habitar.

Finalizada la contienda, mis padres fueron descubriendo qué había sido de sus parientes: casi todos habían fallecido. Apenas se contaba con información dispersa sobre la forma en que los habían asesinado. A la madre de mi padre la habían matado de un disparo al principio, poco después de que los alemanes arrasaran el pueblo de Polonia donde vivía. Dos de los hermanos de mi madre habían sobrevivido en Bergen-Belsen hasta el último momento, pero acabaron con ellos la víspera de la liberación del campo. Y otros habían ido muriendo en ese tiempo.

En Northhampton (Inglaterra), donde pasé los años inmediatos al final de la guerra, un amigo de mis padres creó una vivienda tutelada para niños judíos que habían sobrevivido a los campos de concentración. Mi padre y mi hermana se convirtieron en sus maestros, de modo que yo pasaba gran parte de mi tiempo con ellos y acabamos entablando amistad. Eran los primeros supervivientes de los campos de la muerte que yo conocía, lo que me permitió enterarme un poco de cómo habían conseguido evitar los crematorios. Yosie, que cuando llegó a Inglaterra apenas tenía catorce años y ofrecía un aspecto aún más infantil, había pasado cuatro de ellos en el bosque, y en soledad casi todo el tiempo. Janek había salido vivo porque entretenía a los guardas del campo cantando y tocando el acordeón. Otro había sobrevivido —tal y como deduzco ahora por su aspecto y por lo que los demás contaban entonces— porque los guardas lo encontraban hermoso.

“La frase más repetida en los numerosos textos que recibí sobre lo ocurrido en Skokie rezaba: ‘Y tú, siendo judío, ¿cómo puedes defender la libertad para los nazis?”

Saco a colación a mis propios antepasados para dar pistas de por qué no deseo poner nada, ni siquiera mi amor por la libertad de expresión, por encima de mi odio por los nazis. Con todo, muchos habitantes de Skokie (Illinois) disponen de mejores argumentos que yo para aborrecerlos, pues ellos sí experimentaron en carne propia los campos de la muerte. A diferencia de mí, que solo conozco ese horror a través de las palabras de otros, ellos vieron a los nazis matar a sus familiares. Yo era demasiado pequeño como para siquiera conocer a aquellos de mis parientes que habían perecido allí, y además me encontraba a cientos de kilómetros, en Inglaterra, cuando ocurrió. No podría haber tenido el valor de defender el derecho a la libertad de expresión en Skokie si no creyera que hay más posibilidades de impedir que se repita el Holocausto en una sociedad donde se planta cara a cualquier amenaza contra la libertad. La libertad conlleva sus riesgos, pero ahogarla, creo, aboca sin duda al desastre.

Al describir los encontronazos de mi infancia con el terror nazi no aspiro a atenuar la rabia del hombre que quiere verme encabezando la marcha hacia el crematorio. No serviría de nada. La mayor parte de los judíos conocen a otros judíos tan impregnados de odio hacia los propios judíos que actúan como los mayores antisemitas. A mí, supongo, se me ha asignado esa categoría en muchas de las cartas en las que tan duramente se me denunciaba por defender la libertad de expresión de los nazis.

La frase más repetida en los numerosos textos que recibí sobre lo ocurrido en Skokie rezaba: “Y tú, siendo judío, ¿cómo puedes defender la libertad para los nazis?”.

Y mientras reflexionaba sobre la respuesta a esta pregunta durante los muchos meses en que las cartas fueron llegando en gran número, descubrí que al hacerlo también se fortalecía mi propia identidad judía. La conclusión a la que llegué, y que quizás ejemplifica uno de los rasgos que suele atribuirse a los judíos, empezaba las más de las veces por una pregunta: “Y yo, siendo judío, ¿cómo puedo negarme a defender la libertad, aunque sea para los nazis?”.

La libertad no garantiza la protección. Los riesgos son evidentes. En efecto, si los nazis gozan de libertad para expresarse, puede que ganen adeptos para su causa, quizá tantos que alcancen a obtener el poder para abolir la libertad y destruirme.

Sin embargo, comparto la visión de John Milton sobre la pervivencia de la verdad en un encuentro libre y abierto con la falsedad. Por eso quiero que los enfrentamientos dialécticos sigan siendo libres y abiertos, para darle así una oportunidad a la verdad. Aun así, no puedo asumir la infalibilidad de la premisa miltoniana. En este siglo en el que se ha visto tanta maldad, haría bien en no depositar mi plena confianza en una hipótesis que dependa del comportamiento humano y debería examinar cuidadosamente las opciones de las que me es posible disponer como alternativa. Puede que mi libertad y, en último extremo, mi vida dependan de esa elección.

Una religión aparte

La alternativa a la libertad es el poder. Si albergara la certeza de ser capaz de eliminar para siempre el nazismo, así como toda amenaza del calibre a mi seguridad, a través del ejercicio del poder, entonces quizás me sentiría tentado a optar por esa vía. Sin embargo, los judíos ostentamos un magro poder, somos reducidos en número y se nos conoce en el mundo como una raza aparte y como una religión aparte, además de que solo los judíos se ven señalados, por añadidura, como un pueblo aparte.

El resto del planeta sospecha de nosotros. Somos todos iguales y nos apoyaremos entre nosotros, se cree. Si hace falta un chivo expiatorio, conviene buscar entre los judíos y acusarlos a todos según la lógica que esgrime que, si un judío participó en la Crucifixión, entonces todos los judíos son asesinos de Cristo, o que, si el capitán Dreyfus es un traidor, todos los judíos han de serlo. En la misma línea, si un Karl Marx es judío —a pesar de haber recibido las aguas bautismales en su infancia—, todos los judíos son revolucionarios o, si un judío forma parte de un escándalo financiero, entonces todos los judíos manipulan la economía. En efecto, si de alguien se indica que es judío, entonces su judaísmo es lo que centra la atención. Y como hay judíos por todas partes, se nos puede culpar de todo.

Así que, precisamente porque los judíos somos particularmente vulnerables, considero que apenas nos sentiremos a salvo de la persecución en una sociedad en la que los choques se resuelvan sobre la base del poder. Por eso, en tanto que judío y por ende preocupado tanto por mi propia supervivencia como por la del resto de los judíos —pues ambas están inextricablemente unidas—, mi deseo es que haya restricciones al ejercicio del poder. En particular, las que más me importan son las que garantizan que yo no acabe aplastado por él sin que se entere el resto del universo. Si me encuentro en peligro, quiero poder llamar a gritos a mis hermanos judíos y a todos aquellos a los que pueda contar entre mis aliados. Quiero apelar al sentido de justicia del mundo. Por eso quiero límites que impidan que quienes ostenten el poder puedan atentar contra mi derecho a expresarme, mi derecho a publicar o mi derecho a reunirme con otros que se encuentren asimismo amenazados. Quienes ostenten el poder no deben poder impedirnos que nos reunamos para elevar juntos nuestras voces de modo que se nos oiga más fuerte y asegurarnos así de que se nos escucha. Para defenderme, debo servirme de la libertad para poner coto al poder, incluso aunque quienes se beneficien temporalmente de ello sean los propios enemigos de la libertad.

El líder neonazi Frank Collin en 1977, a la salida del juicio donde se le prohibió desfilar en Skokie, localidad de Illinois con gran porcentaje de población judía.Bettmann (Bettmann Archive)

Tal y como afirmó Albert Camus, “[l]a libertad concierne a los oprimidos, y sus custodios naturales han provenido siempre de entre ellos”. Se trata de una cuestión de interés personal. Los subyugados constituyen las víctimas del poder. Si lo que desean es poner fin a su opresión, deben conquistar libertades o, alternativamente, adjudicarse el poder. En efecto, muchos de entre quienes se han visto aplastados prefieren lo segundo, de ahí que un quinto de la población judía mundial haya optado por refugiarse en su propio hogar, Israel, un lugar donde esperan hurtarse a la opresión porque allí son ellos quienes dictan las reglas, quienes ostentan el poder. Otros se han guarecido en distintos países, en comunidades dispersas donde la mayoría de sus vecinos son asimismo judíos. En este sentido, dado que en una localidad como Skokie gran parte de la población es judía, lo consideran un lugar donde escapar de la opresión, pues también allí pueden establecer las normas y ejercer el poder. Skokie, en ese sentido, es un reflejo en miniatura de Israel. Constituye un entorno donde los judíos sienten que podrían defenderse de una potencial invasión.

El beneficio de la ley

En esa línea de pensamiento, son los esfuerzos heroicos los que han permitido a Israel hacer frente a la invasión y sobrevivir a los embates de vecinos hostiles en busca del poder. Incluso quienes muestran una mayor disposición a emplear las demostraciones de fuerza para reivindicar los intereses israelíes saben seguramente que llegará un momento en que tales medios no bastarán para proteger al país de la destrucción. Lo que Israel necesita es limitar el poder de sus vecinos antes de que sea demasiado tarde, dado que la fuerza de la espada no bastará para garantizar su pervivencia.

Existen otros refugios para los judíos, como Skokie, que cuentan con muchas menos posibilidades de salir airosos en duelos basados exclusivamente en el ejercicio del poder, porque, al estar regida por las leyes y las costumbres del estado de Illinois y de los Estados Unidos de América, Skokie no puede considerarse una nación independiente: 70 000 personas, que van y vuelven a Chicago cada día para trabajar, no pueden erigir un muro a su alrededor para bloquear las ideas que supongan una amenaza. El tipo de protección que Skokie necesita es distinto, pues, aunque cabe que los judíos y sus amigos alcancen allí el poder, no lo han hecho ni lo harán jamás en el resto del país. De modo que lo que les hace falta a los judíos de Skokie es establecer límites al poder por mor de su protección. De nada servirá impedir a un puñado de nazis salir a las calles del pueblo si eso debilita el derecho a expresarse, a publicar o a reunirse libremente en cualquier lugar de los Estados Unidos.

En la obra de teatro de Robert Bolt Un hombre para la eternidad, sir Tomás Moro pregunta a Roper: “¿Y usted qué haría? ¿Se saltaría una ley para atrapar al diablo?”. Y Roper responde: “Acabaría con cualquier ley de Inglaterra para lograrlo”. “¿De veras? —replica Moro—, y cuando hubiera acabado con todas y el diablo se volviera contra usted, ¿dónde se escondería, Roper, sin ley que lo amparara? [...] ¿De verdad cree que podría mantenerse firme contra el viento que soplaría entonces? Yo sí. Por mi propia seguridad, yo le ofrecería al diablo el beneficio de la ley”.

“Los nazis, y con esto respondo a quienes preguntan cómo puedo defender la libertad para ellos siendo judío, deben poder expresarse libremente porque los judíos deben gozar del mismo derecho y porque yo, a mi vez, debo poder ejercerlo”

Los judíos no pueden esconderse de los nazis en Skokie, sino que, por su propia seguridad, deben ofrecerle al diablo —los nazis— el beneficio de la ley. Es peligroso cederles la palabra, pero aniquilar las leyes que niegan a cualquiera el poder de silenciar a los judíos si estos llegaran a necesitar gritar pidiendo auxilio a sus hermanos y al mundo lo es mucho más. Los judíos ya han sufrido persecuciones demasiadas veces a lo largo de la historia como para que pueda afirmarse que sus sufrimientos han acabado para siempre, de modo que cuando llegue el momento en que deban hablar, publicar o manifestarse por su propia seguridad, no debe permitírsele ni a Illinois ni a los Estados Unidos que se lo impidan. Los nazis, y con esto respondo a quienes preguntan cómo puedo defender la libertad para ellos siendo judío, deben poder expresarse libremente porque los judíos deben gozar del mismo derecho y porque yo, a mi vez, debo poder ejercerlo.

Recibí muchos miles de cartas de denuncia, mientras que hubo apenas unos cientos de ellas que contuvieran muestras de apoyo. Y, como en el caso de la mujer que valora la libertad de expresión más de lo que odia a los nazis, no todos los mensajes de sostén llegaron a reconfortarme plenamente, a pesar de lo cual parte de aquel respaldo logró compensar los ataques más feroces. Una de mis misivas favoritas provenía de un médico de Nueva York que manifestaba su profundo compromiso con la defensa del derecho a la libertad de expresión de los nazis así: “Defiendo el derecho a expresar cualquier y toda opinión impopular —afirmaba—, aunque, como diría mi abuelo, esas opiniones solo deberían caer en saco roto”.

Los nazis nunca llegaron a manifestarse en Skokie. Anunciaron la movilización en un fructífero intento por mantener su visibilidad en un periodo en el que se les impedía congregarse en Marquette Park, el barrio de Chicago donde se ubica su sede y donde cuentan con el mayor número de seguidores. Ese litigio contra las restricciones a la libertad de expresión se desarrolló discretamente al mismo tiempo que se lidiaba la batalla por lo de Skokie con enorme notoriedad. Escasos días antes de la fecha en que estaba prevista la manifestación allí, en junio de 1978, desaparecieron los impedimentos legales para congregarse en Marquette Park, por lo que, alcanzado su objetivo primero, los nazis cancelaron la concentración de Skokie. A sus ojos era evidente que, de seguir adelante con ella, habrían ofrecido un espectáculo ridículo, pues habrían acudido veinte o treinta personas frente a las cincuenta mil que se esperaba que participaran en la marcha alternativa organizada por los líderes de la comunidad local de supervivientes de los campos de concentración.

“A pesar de que allí nunca se produjera la manifestación nazi, Skokie ha pasado a la historia como el campo de batalla simbólico. El tema generó un importante debate público, que continúa”

Con todo, y a pesar de que allí nunca se produjera la manifestación nazi, Skokie ha pasado a la historia como el campo de batalla simbólico. Durante los quince meses que transcurrieron entre el primer anuncio de los nazis sobre su intención de congregarse públicamente en el pueblo y el momento en que anularon la convocatoria tras la confirmación legal de su derecho a celebrar manifestaciones, el tema generó un importante debate público, que continúa. Casi todos los periódicos locales del país publicaron editoriales al respecto. Con contadas excepciones, la prensa tomó partido por la defensa de la libertad de expresión, sumándose así a la postura de la Unión Americana de Libertades Civiles. Los textos de la sección de cartas al director, en cambio, se alinearon con el bando contrario, mientras que los columnistas autónomos se dividieron aparentemente a partes iguales. Igualmente, Skokie se ha convertido en un asunto candente en cientos de llamadas que entran en los programas radiofónicos a lo largo y ancho del país, así como en un tema recurrente en los sermones de iglesias y sinagogas. Los senadores estadounidenses han declarado sus puntos de vista al respecto a través del diario de sesiones Congressional Record, a la vez que, en escuelas, despachos, centros cívicos, residencias de la tercera edad, restaurantes, cuartos de estar y allá donde se haya reunido la gente, ha elevado el tono de las conversaciones. En estas discusiones, me cuentan, casi todo el mundo se decantaba por la libertad de expresión.

Las cuestiones que provocaban mayor disenso se centraban más en si los nazis americanos habían perdido su derecho a expresarse al identificarse con una ideología que condujo al Holocausto, o en si, dado que se les permitía hablar, ¿no cabía al menos prohibirles hacerlo en una ciudad considerada un puerto seguro para las víctimas del nazismo? Las charlas que escuché rara vez discurrieron en un tono moderado, sino más bien dominadas por intensos estallidos emocionales. En algunos casos incluso daba la impresión de que la agresividad que se traslucía dañaría para siempre las relaciones entre las personas.

Skokie como símbolo

¿Por qué Skokie se ha convertido en un símbolo y en un lugar que invita a manifestarse? El conato nazi de hacerlo allí inspiró en realidad preguntas jurídicas manidas, con razonamientos a favor y en contra de la libertad de expresión idénticos a los ya esgrimidos en cientos de juicios anteriores. Lamentablemente, tampoco hay nada nuevo en la estampa ofrecida por un grupo de americanos que decidieron pavonearse ataviados con uniformes propios de las tropas de asalto y que lucían brazaletes con esvásticas. En las últimas dos décadas, imágenes como esa se han convertido en parte habitual del escenario urbano, aunque hoy los nazis no cuentan con más adeptos ni representan una amenaza política mayor que entonces. Tampoco extraña el amago nazi por congregarse en un lugar donde su mera presencia constituye una calculada ofensa a la memoria de las víctimas del nazismo. Como cualquier otro grupo disidente, este es conscientemente provocativo con la esperanzada intención de atraer la atención y de generar reacciones vituperables y poco dignas por parte de sus enemigos.

“Skokie sucede en un momento de profundo declive del liberalismo. Cada vez cuesta más dar con un candidato político que quiera identificarse como liberal, ya sea hombre o mujer”

Aun así, Skokie se eleva como un hito clave para las libertades americanas y figura ya como un caso clásico en los anales del Derecho. Su fama se debe en parte al contexto temporal, pues se produjo en un momento en el que los judíos americanos temían ser traicionados —ellos e Israel— por las democracias occidentales: ¿se antepondrían la necesidad del petróleo árabe y los petrodólares a los intereses judíos? Por eso simboliza el resurgir de la amenaza definitiva a la existencia hebrea. El mundo ya contempló impávido cómo los nazis aniquilaban a los judíos, de modo que podría ocurrir otra vez.

Lo de Skokie también ocurrió en un periodo de especial fragilidad para la incómoda entente entre la gente primeramente comprometida con las políticas de izquierda más aquella leal a la defensa de las libertades civiles, una alianza forjada por el movimiento pro derechos civiles que caracterizó la década de los años sesenta, y la movilización antibelicista y de oposición a Richard Nixon. Esos pactos pertenecen al pasado: Skokie y otros casos afines los hicieron tambalear y caer.

Por último, Skokie sucede en un momento de profundo declive del liberalismo. Cada vez cuesta más dar con un candidato político que quiera identificarse como liberal, ya sea hombre o mujer. Uno de los argumentos que se escuchan sobre este asunto es la definición de un conservador como “un liberal al que han robado”. La defensa del derecho a la libre expresión para los nazis allí es, según opinan muchas voces, un claro ejemplo de la ingenuidad propia de los liberales, casi comparable con invitar a un ladrón a casa a cenar. Sí, mejor no defender al enemigo.

Sean cuales fueran las razones, Skokie ha supuesto un impacto para muchas instituciones americanas. Las organizaciones judías y otros grupos que han intentado mantenerse firmes en su tradicional compromiso con la libertad de expresión se han visto desacompasados del sentir de sus comunidades. Algunas se han cobijado en el silencio mientras que otras han considerado que las circunstancias de Skokie eran especiales y que por ello lo convertían en un caso distinto a cualquier otro en el que haya grupos que buscan mostrar su visión en un espacio donde sus doctrinas son vistas como un anatema. Incluso la organización que lidera la defensa de la libertad de expresión en el país, la Unión Americana de Libertades Civiles, ha visto cómo una parte significativa de su parroquia se alejaba notablemente enfadada por defender los derechos de los nazis que quieren desfilar por Skokie.

Esta obra narra la historia de lo que ocurrió allí, así como otros ejemplos recientes en los que los enemigos de la libertad han reclamado para sí los derechos que niegan a los demás, y describe las raíces históricas que los explican. En ella me esfuerzo por trasladar tan bien como puedo los razonamientos de aquellos que limitarían el derecho de grupos como los nazis o el Ku Klux Klan a expresarse. Y trato, asimismo, de rebatirlos. Por último, el libro explora el impacto que Skokie tuvo en la gente y en las instituciones que contribuyeron a la formulación del caso a la vez que se vieron, a cambio, influidas por él.

Defendiendo a mi enemigo

Autor: Aryeh Neier


Traducción: Nuria Brufau


Editorial: Fundación Berg Oceana


Formato: Cartóne, 288 páginas (20 euros)

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