¿Es Debussy el mayor precursor de la música del siglo XX?
En una nueva biografía, Stephen Walsh intenta probar de manera fallida una tesis que le queda grande tanto a él como al músico francés
Tenemos que agradecer a Stephen Walsh (Chipping Norton, Oxfordshire, 1942) su arrojo y su entusiasmo por la figura de Claude Debussy. Pero en la misma medida, debemos criticarlo. En la biografía sobre el músico que acaba de publicar Acantilado, Debussy, un pintor de sonidos, el musicólogo, crítico y catedrático emérito de la Universidad de Cardiff lanza ya desde el primer párrafo una declaración de intenciones demasiado arriesgada: “El mismísimo...
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Tenemos que agradecer a Stephen Walsh (Chipping Norton, Oxfordshire, 1942) su arrojo y su entusiasmo por la figura de Claude Debussy. Pero en la misma medida, debemos criticarlo. En la biografía sobre el músico que acaba de publicar Acantilado, Debussy, un pintor de sonidos, el musicólogo, crítico y catedrático emérito de la Universidad de Cardiff lanza ya desde el primer párrafo una declaración de intenciones demasiado arriesgada: “El mismísimo Big Bang tuvo sus causas. No obstante, si queremos sostener, como ya han hecho otros autores, que la música del siglo XX inició su andadura con Achille-Claude Debussy, no resulta absurdo afirmar que todo empezó en el campo de prisioneros de Satory, al sur de Versalles, a finales de 1871”.
No resultaría absurdo si pudiera efectivamente llegar a probarlo. Pero a lo largo de las más de 400 páginas de su trabajo, no sólo no lo consigue, sino que, en su empeño por reafirmarlo, utiliza demasiados argumentos que se le vuelven en contra y abre caminos sugerentes que decide no transitar.
Situar el Big Bang de la música del siglo XX en un creador concreto, incluso en un momento particular, es capricho. Hablamos de una ola, un movimiento que cristaliza a principios de la centuria pasada en las vanguardias a base de transitar caminos diversos. Walsh defiende que comienza en Debussy o el crítico estadounidense Alex Ross, en su magistral El ruido eterno, lo coloca en el estreno de Salomé, con Richard Strauss. Otros lo situarían en París y se lo otorgan a Stravinski, cuando sonó por primera vez La consagración de la primavera. Pero de manera abrumadora no son pocos los que se remontan al XIX para entender lo que ocurrirá en el XX: concretamente a 1865, en el momento que Richard Wagner deja sentir desde el foso de Múnich que dirigía Hans von Bülow el primer acorde de Tristán e Isolda. Tan sólo eso bastó para revolucionarlo todo. Demasiada genialidad en apenas 30 segundos como para pasarla por alto.
Walsh no lo hace. Y es ahí, precisamente, donde descarrila. Tal y como le ocurrió a Debussy. El peso de dicha ópera en el autor francés planea sobre toda su biografía. Y el propio Walsh lo deja patente de un modo en el que podemos inferir que la carga del Acorde de Tristán es a la música de nuestro tiempo lo que la sombra de Picasso representa para el arte contemporáneo.
No sólo Debussy abandona su primera versión de Pelléas et Mélisande por considerarla demasiado deudora de la obra maestra wagneriana: la perpetua huida, la negación consciente y la búsqueda de una salida al laberinto ―muchas veces tela de araña wagneriana, con su influjo de atracción hacia el paraíso y el abismo a partes iguales― suponen en gran medida el eje de casi toda su creación. Walsh incide una y otra vez en este punto. ¿Dónde comienza pues la música del siglo XX? La respuesta queda implícita en su propia negación de la evidencia: con Richard Wagner. No con Debussy…
Que con el autor francés ese camino hacia la fantasmagórica esencia de lo desconocido, esa búsqueda sin fin de salidas en mitad de la incertidumbre, sigue un curso original, propio, digno de consideración, no cabe duda. Pero de ahí a afirmar que con él comienza un nuevo mundo de sonidos detrás del cual desfila todo un arte en el siglo XX es demasiada carga para sus no muy bien plantadas espaldas.
Ridículo chovinismo, vagancia crónica
Sí acierta Walsh en un retrato sugerente del músico. Humaniza sus páginas a través de sus descripciones, nos lleva de la mano hacia sus naufragios amorosos, su ruina perpetua, su ridículo chovinismo. Contempla con distancia y cierta actitud conmiserativa sus excesos diametralmente opuestos al rédito de sus cuentas bancarias y siempre a expensas de la asombrosa generosidad de sus amigos o la alucinante fe que ponían en él algunos promotores con adelantos que rara vez llegaba a cumplir.
Una de las razones por las cuales Debussy no llega a la grandeza que su talento anunciaba se debe a su propia dejadez, a su inconstancia, a su vagancia crónica y sometida a todo tipo de excusas. Más deudora de una demasiado alta idea de sí mismo que de los resultados que esa misma idea proporcionaba o, incluso, de la realidad. El músico que prometía un potencial deslumbrante con grandes obras como Pelléas y fue incapaz de terminar una partitura a la que dedicó décadas, como la adaptación de la obra de Edgar Allan Poe La caída de la casa Usher; el mesías orquestal que despuntó su originalidad en Preludio a la siesta de Fauno y continuó con La mer, pero poco más en ese sentido.
En eso, el propio Walsh también se deja enredar por la estrategia escapista de Debussy. Casi todo se lo perdona. Esta actitud hasta resulta comprensible. Pero no debemos justificar al biógrafo, por ejemplo, cuando debido a esa buena voluntad deja escapar pistas demasiado atractivas y sugerentes. Más cuando las utiliza y las malgasta. La principal es la que apunta en el capítulo ‘Imágenes como título y como realidad’. Ahí cuenta la importancia de su obra Gigues: cuatro años para dar forma a siete minutos de música. La empieza Debussy en 1908 y la estrena en 1913 junto a Iberia y Rondes du printemps.
Pero lo de Gigues posee una excepción particular. Sus dolores rectales ―moriría en 1917 de un cáncer derivado de ello― le obligaron a medicarse con, según escribió el compositor a su amigo Jacques Durand, “morfina, cocaína y otras bonitas drogas”. Sus problemas con Gigues, dice Walsh, puede que se debieran a esa adicción. Pero ¿no sería al revés? ¿Hasta qué punto, y es legítimo preguntárselo como lector, esa adicción no influyó en la imaginación de unos sonidos diferentes a todo a partir de ahí y potenciaron su mundo, su estilo o su capacidad de ruptura, como ocurrió en su obra para piano casi a partir de entonces? Queda la pista para otro estudio.
Obsesión por la sinestesia
No cabe duda de que si en algo Debussy se muestra esencialmente revolucionario es en su genial creación para piano. ¿Hasta qué punto ese involuntario efecto de la medicación abrió rutas riquísimas en sus Preludios? Estos han pasado a ser parte de la columna vertebral en el repertorio del instrumento. Todo eso va más allá de la mera identificación de los sentidos y sus continuos paralelismos con la pintura y la poesía, perfectamente trazados, por otra parte en la biografía.
Debussy fue, más que otra cosa ―y eso representa ya muchísimo―, un poeta del sonido, tanto como un pintor, seducido por esa máxima de Baudelaire: “Les sons et les parfums tournent dans l’air du soir…” (“Sonidos y aromas se arremolinan en el aire de la tarde...”). La frase ayuda al músico a explorar de manera obsesiva la vinculación sinestésica de los sentidos, asegura Walsh. Atraerlos mediante una llamada, un sonido, de la superficie a la realidad de la vista o el oído, en su caso. Esa es para él ―y para quienes realmente aprecian su legado en la posteridad― suficiente grandeza en la historia de la música como para no recargarle con responsabilidades que ni él mismo buscó para sí.
Debussy. Un pintor de sonidos
Traducción de Francisco López Martín y Vicent Minguet
Acantilado, 2020
464 páginas. 26 euros