Sueldos bajos y sobrecarga laboral: historias de los que salvan vidas en el mayor hospital pediátrico de Argentina
Personal de salud y familiares de pacientes cuentan como viven el día a día en medio del pulso que libran con Milei por más fondos
La argentina Milagros González asegura que estará siempre en deuda con los médicos del hospital pediátrico Garrahan porque salvaron a su hijo Patricio, hoy de cuatro años. “Mi hijo fue víctima de mala praxis en el momento del parto, le provocaron una parálisis cerebral. Lo enviaron al Garrahan y llegó acá a las tres horas en una condición deplorable, pero le salvaron la vida”, recuerda esta mujer de 45 años, madre de dos hijos. Milagros asiste a cada marcha que puede en defensa de este hospital nacional con casi 3.200 trabajadores. En él se atienden casos de alta complejidad de toda Argentina y atraviesa la peor crisis de su historia por el recorte de fondos ordenado por el Gobierno de Javier Milei. El bono complementario de 450.000 pesos (unos 320 dólares) durante cuatro meses recién anunciado por la dirección del hospital fue considerado un parche por los trabajadores, que este miércoles comenzaron una nueva jornada de huelga por 24 horas. El sueldo de los residentes equivale a poco más de mil dólares por un trabajo de 60 horas semanales.
Los equipos de salud del Garrahan reclaman una ley de emergencia pediátrica que les devuelva el poder adquisitivo perdido en los últimos años y que garantice que este hospital de referencia en América Latina mantenga su nivel de excelencia y deje de perder personal. “Por cada tres enfermeros que se van porque renuncian o se jubilan, se repone uno”, advierte el cardiólogo José Alonso, de 61 años, preocupado por la sobrecarga de trabajo y las condiciones en que se realiza. La ley de emergencia pediátrica fue aprobada en agosto, pero Milei la vetó y los trabajadores confían en que el Senado reúna el próximo 2 de octubre los votos suficientes para revertir el veto presidencial.
A la espera de esa votación, EL PAIS habló con algunos de los trabajadores del Garrahan para conocer su trabajo en el hospital en el que se realizan la mitad de los transplantes infantiles que se hacen en Argentina, se trata a pacientes con enfermedades raras y de alta complejidad procedentes de todas las provincias y se atiende cada año más de 600.000 consultas. El deterioro socioeconómico que vive el país repercute en la situación de las familias que llegan a este centro como su última esperanza.
José Alonso, cardiólogo, 61 años
El cardiólogo José Alonso dice con orgullo que fue el primer médico de su familia, pero no el último, ya que su hija siguió sus pasos. Licenciado en la Universidad de Buenos Aires, Alonso lleva más de la mitad de su vida trabajando en el Garrahan y en ese hospital forma también a las nuevas generaciones de profesionales en hemodinamia infantil. “Este es un hospital universitario de excelencia y la educación que tenemos es continua. Hay médicos formados en este hospital que trabajan por todo el mundo y que son invitados a congresos internacionales para dar su opinión”, dice Alonso.
Su especialización consiste en realizar intervenciones quirúrgicas mínimamente invasivas con catéteres para diagnosticar y tratar enfermedades del corazón y los vasos sanguíneos. “Atendemos casos muy difíciles en condiciones cada vez más adversas porque tenemos menos personal y más demanda”, lamenta. Este cardiólogo señala que en el Garrahan cada enfermero, al igual que los médicos, es especialista en su área y cada baja supone un golpe para los equipos. De cada tres que se van, sólo se reemplaza uno y eso aumenta la sobrecarga y el cansancio de los que quedan. “Médicos también, no sé cuántos exactamente pero muchos se han ido a trabajar en la actividad privada porque no tienen cómo vivir con lo que ganan acá”, lamenta.
Alonso subraya que está a favor de que realicen auditorías en el hospital, como exige el Gobierno, y que lo vuelvan más eficiente, pero se opone a que instalen un sistema de reconocimiento facial para controlar las entradas y salidas del personal como si el hospital fuese una oficina. “Es una cuestión de sentido común que no puedo obligar a nadie que se quede en un horario porque después, cuando hay una emergencia, alguien del equipo viene y no nos lo pagan, venimos gratis porque nos preocupa el paciente. Usted puede decir ¿son bobos? Puede que sí, pero en este hospital nadie trabaja por el horario”, dice sobre otro de los motivos de desencuentro con las autoridades del hospital, además de la bajada de sueldos.
Guillermina Manevy, residente, 30 años
Un perro mordió la cara de Guillermina Manevy cuando tenía tres años y sus padres la llevaron al Garrahan. “Tenían los recursos para atenderme en otro lado si querían, pero me trajeron acá porque estaba el mejor equipo de cirugía plástica”, cuenta. A sus 28 volvió de nuevo, pero esta vez para comenzar su residencia en trabajo social.
Manevy está ahora en su tercer y último año de residencia y aunque pensaba continuar su carrera en este hospital público, el deterioro de las condiciones salariales y la sobrecarga le han hecho cambiar de idea. “Es contradictorio porque me gusta el trabajo acá, pero uno no vive de la vocación, sino que necesita pagar las cuentas. Hoy me iría”, dice. Enumera una larga lista de razones por las que alejarse del Garrahan, entre las que destaca la pérdida de poder adquisitivo — “Si no tuviera pareja o si tuviera hijos hoy no podría sostener la residencia”—, la renuncia de cuatro puestos que no se cubrieron y el aumento no sólo de la demanda sino de la complejidad. “Somos menos para situaciones mucho más complejas”, resume.
Como trabajadora social, Manevy está en contacto permanente con las familias y ve que muchas tienen cada vez más dificultades para trasladar a sus hijos hasta el hospital para que cumplan en tiempo y forma los tratamientos. “Enfermedades como las que se atienden acá generan todo un desorden familiar que hay que acompañar, pero ahora se le suma el desempleo creciente de los cuidadores y cuestiones económicas, como que hay familias que no llegan al hospital porque no tienen plata para viajar o que llegan pero están sin comer mientras el hijo está ingresado”, relata.
Javier Medina, enfermero, 61 años
La defensa férrea que hacen los argentinos de la universidad pública gratuita tiene que ver con que ha actuado como ascensor social para varias generaciones. Es el caso del enfermero y docente Javier Medina: “Vengo de un origen muy bajo, muy pobre y para mí el estudio y la universidad fueron mi ascenso social”. A los doce años, su hermano mayor quedó cuadripléjico y su padre falleció, así que Medina tuvo que salir a trabajar. Una vecina se compadeció de la familia y lo ayudó a instalar un pequeño kiosko de golosinas frente a la estación de Lanús, en la periferia sur de Buenos Aires, donde todavía vive. Compaginaba ese trabajo con la venta de diarios por la calle, de pañuelos en el autobús y con lo que encontraba. “Hacía de todo, todo lo que me salía”, recuerda.
Aunque en ese momento tuvo que dejar la escuela, la retomó cuando pudo y nunca más paró. “En la universidad me encontré todo otro mundo. Toda mi vida había soñado con ser médico, pero no me gustó la carrera, era muy impersonal y descubrí que mi vocación estaba en la enfermería”, dice Medina, quien lleva ya casi un cuarto de siglo como enfermero en el Garrahan.
“Los chicos que atendemos son héroes, aguantan tratamientos durísimos, y su fuerza nos da fuerza a nosotros también. Yo nací cobarde, pero me volví valiente por ellos”, dice sobre los vínculos que él y el resto del equipo de oncología infantil del Garrahan establece con pacientes que pelean entre la vida y la muerte. Medina celebra cada paciente que supera un cáncer y sale curado de allí. “Una nos invitó a su cumpleaños de quince y nos hizo entrar de la mano con ella”, relata emocionado. “A veces es muy triste porque se intenta todo, pero no los podemos salvar”, continúa.
Este enfermero está convencido que luchar sirve y que al final obtendrán una recomposición salarial porque la sociedad argentina los acompaña. Aun así, de todas las crisis que vivió la salud pública en Argentina siente que esta es la peor. “La salud nunca puede ser un privilegio”, opina sobre los ataques de Milei al Estado y sobre la desfinanciación de todos los hospitales públicos nacionales, que hasta ahora siempre tuvieron sueldos por encima del que tenían los provinciales. “Tengo colegas que están haciendo de Uber u otros trabajos parecidos y no se puede porque con la complejidad de nuestro laburo tenemos que estar bien descansados, la situación actual genera mucho desgaste”, advierte.
Jorge Morales, radiólogo, 42 años
Entre los recuerdos de infancia de Jorge Morales está jugar por los pasillos del Garrahan porque sus dos padres eran administrativos del hospital. Él continuó con la tradición familiar, pero desde otro sitio: entró como técnico radiólogo hace 19 años.
Morales pelea ahora junto a los sindicatos por la mejora de su salario y del de los otros casi 3.200 trabajadores del hospital. “El Garrahan es único a nivel nacional y también un referente en América Latina. Es un hospital de alta complejidad de excelencia, con trabajadores muy comprometidos, que no vamos a dejar que lo vacíen como el Bonaparte, que está a solo una cuadra de acá”, dice en referencia al cercano hospital especializado en salud mental y adicciones, que Milei ha dejado en mínimos tras despedir a personal y reducir servicios.
“Acá cada día ves casos que nunca habías visto antes, cada uno con una particularidad distinta”, afirma. Pone como ejemplo un paciente ciego que padecía ostogénesis imperfecta, una enfermedad también conocida como “huesos de cristal” porque se parten solos y una niña trasplantada del corazón que le regaló una pulsera hecha por ella que todavía conserva. “Estos detalles te ayudan a seguir, porque lo que vivimos ahora es un desastre. Trabajamos 42 horas semanales al 100%, pero venís desmotivado porque estás pensando en que no sabés cómo vas a pagar el alquiler, la alimentación, la vestimenta y la escuela de tus hijos”, lamenta este padre de dos adolescentes. “Los compañeros que empiezan cobran menos de un millón de pesos (unos 700 dólares) por un trabajo tan complejo”, critica.
Rodrigo Mórtola, padre de un paciente
Rodrigo Mórtola trabaja como ganadero en una finca en Corrientes, en el norte de Argentina, pero hace tres meses que pidió licencia para viajar a Buenos Aires y que su hijo recién nacido quedase en manos de los médicos del Garrahan. “Estuvo internado en una clínica privada en Corrientes, pero lo tuvieron 15 días sin darnos ningún diagnóstico y nos mandaron para acá. Hoy vemos que nuestro hijo está un 90% saliendo adelante gracias a la atención excelente que recibe” dice.
“Para todos los padres y madres que estamos acá de todas las provincias del país, lo que está haciendo el Gobierno con el Garrahan nos duele porque en ningún lugar hay la atención que hay acá. Los enfermeros están todo el día trabajando, los médicos cuando hay un problema los ves corriendo en neonatología, donde está mi hijo. No se puede creer que los maltraten y los paguen mal, es una vergüenza”, opina Mórtola. “En ningún hospital de Corrientes hay la tecnología ni los médicos que hay acá. Salvan vidas cada día”, subraya.