Cae fuego amigo sobre Lula y Cristina Kirchner

Las raíces del drama que protagoniza cada uno de ellos no hay que buscarlas en el campo de sus adversarios de derecha

El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva y la expresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner.Getty / AP

Dos de los máximos líderes de la izquierda latinoamericana están sometidos en estos días al azote de una tormenta. Son Luiz Inácio Lula da Silva y Cristina Kirchner. Las raíces del drama que protagoniza cada uno de ellos no hay que buscarlas en el campo de sus adversarios de derecha. El fuego es fuego amigo. Los disparos provienen del propio bando.

Lula comenzó a experimentar lo traicioneras que pueden ser las arenas movedizas de la política venezolana. Se internó en esa ciénaga de la que ahora le resulta muy difícil evadirse. Nada que no pudiera haber previsto.

El presidente de Brasil reclamó, antes de que se celebren los polémicos comicios del 28 de julio, transparencia en los procedimientos. Acordó esa posición con su colega colombiano, Gustavo Petro. Los dos fueron siempre aliados de Nicolás Maduro. Los dos se sienten víctimas de una radicalización autoritaria del chavismo, que arrojaría más migrantes hacia la frontera con Brasil o con Colombia. Por eso defendieron un criterio bastante elemental: que el que pierde acepte la derrota. Si es el chavismo, que entregue el poder.

Ni Lula ni Petro pueden alegar que el problema en el que se metían no les había sido advertido. Porque Maduro respondió a esa indicación adelantando que, si no ganaban la elección, habría un baño de sangre. El brasileño confesó que esa amenaza lo ponía nervioso. Entonces su (ex) amigo le recomendó calmarse tomando un té.

Cuando las señales de fraude se volvieron evidentes, Lula empezó a trastabillar. Primero dijo que el proceso había sido normal, desatando una polémica en su país. Después pidió que el régimen muestre las actas con los resultados oficiales. Si se mira bien, fue bastante crítico. Porque su fuerza política, el Partido de los Trabajadores (PT), dictaminó en un comunicado que Maduro había sido reelecto en un proceso democrático y soberano. ¿Lo hizo sin consultar a su jefe indiscutido?

Lula, que ya estaba asociado a Petro, sumó a su estrategia al mexicano Andrés Manuel López Obrador. Los tres se negaron a reconocer el triunfo del opositor Edmundo González Urrutia, diferenciándose de la posición de la Argentina, Panamá, Ecuador, Perú, Uruguay y Costa Rica. Y, sobre todo, diferenciándose de la posición de Estados Unidos. El trío exigió que se publiquen la documentación con los resultados de cada mesa electoral. Al mismo tiempo, aconsejó un acuerdo entre las dos fuerzas en disputa, para iniciar una transición democrática.

El presidente de Gustavo Petro, habla con sus homólogos Lula y López Obrador, desde Bogotá (Colombia), el 1 de agosto de 2024. Handout (Reuters)

La líder de la oposición venezolana, María Corina Machado, y el candidato González Urrutia agradecieron la propuesta de ese entendimiento. Lula avanzó un poco más, sugiriendo algunas recetas para llevarlo a cabo. Una fue la realización de nuevas elecciones, destinadas a reemplazar las que se realizaron con toda transparencia según aquel comunicado del PT. Otra, la formación de un gobierno de coalición entre el chavismo y sus rivales. Ambas “soluciones” habrían salido de la cabeza del principal asesor diplomático de Lula, Celso Amorim, quien está en Caracas desde que se realizaron los comicios.

Las sugerencias del presidente brasileño, que tuvo otra vez el respaldo de Petro, resultaron insólitas. Sobre todo, la segunda: ¿por qué la oposición aceptaría compartir un gobierno con una fuerza política que le hizo fraude? Que esta iniciativa resulte delirante no significa que la otra fuera muy sensata. La propia María Corina Machado se preguntó cuántas veces habría que volver a las urnas. ¿Hasta que gane Maduro? La estrategia anti-chavista es mantener la movilización callejera para arrinconar a un Gobierno corroído en su legitimidad. Tampoco el régimen aceptó las fórmulas con las que Amorim enredó a Lula y, por carácter transitivo, a Petro.

El mal momento de la diplomacia brasileña se completó cuando López Obrador la abandonó a su suerte. El presidente de México volvió a una posición cargada de cinismo que había adoptado, por un instante, al comienzo de la controversia: recomendó atenerse a lo que dictamine el Consejo Nacional Electoral. Fue un apoyo irrestricto a las pretensiones de Maduro, que es quien maneja ese Consejo.

Para agregar rasgos surrealistas a la escena, Lula, que perdió como socio a López Obrador, sumó por un par de horas a Joe Biden. Cuando le preguntaron al presidente de Estados Unidos si apoyaba la propuesta del brasileño de repetir las elecciones, contestó con un lacónico “lo hago”. Un rato más tarde, un vocero oficioso del Consejo de Seguridad Nacional aclaró que Biden se había referido a lo absurdo que es que Maduro no admita que ganó González Urrutia. Una nueva demostración de que Biden hizo muy bien en renunciar a la carrera electoral.

Lula, y su asesor Amorim, cometen un error elemental en su pretensión negociadora. Olvidan que el Gobierno de Maduro es una dictadura. Y que, por lo tanto, no entrega ni comparte el poder. Los dos brasileños deberían recordar que, cuando el hijo de Maduro adelantó que su padre se alejaría del Gobierno si salía derrotado, Diosdado Cabello le dedicó, sin mencionarlo, una catilinaria. Diosdado, la voz más inclemente del chavismo, aclaró que el régimen era una revolución y que las revoluciones no entregan el poder.

Luiz Inácio da Silva habla con Gabriel Boric durante una conferencia de prensa en el Palacio de La Moneda en Santiago (Chile), el 5 de agosto de 2024. Sofía Yanjarí

Para desgracia de Lula, el panorama regional ofrece un término de comparación inconveniente. Es el presidente de Chile, Gabriel Boric, sobre cuyas credenciales progresistas nadie podrá derramar una gota de duda. Boric mantuvo desde el primer minuto una posición severísima contra la manipulación electoral bolivariana. Esa política impidió que pudiera suscribir un pronunciamiento conjunto con el colega brasileño cuando éste visitó Santiago de Chile, hace dos semanas.

Lula y, arrastrado por él, Petro, son víctimas ahora de las mismas trampas en las que cayeron Estados Unidos, Noruega y hasta el mismo papa Francisco, entre muchos otros, cuando pretendieron ejercer una mediación entre el chavismo y sus víctimas. En el caso del brasileño, lo sorprendente es que haya divulgado recomendaciones que, más tarde, serían rechazadas. Un imperdonable error profesional de Amorim. El Barón de Rio Branco, fundador de la brillante genealogía diplomática de Itamaraty, se revuelve en su tumba. La oposición a Lula, que se prepara para las elecciones municipales de octubre, festeja.

El método de Maduro es siempre el mismo: ofrece como interlocutores a los dialoguistas Delcy y Jorge Rodríguez, a sabiendas de que el derrotero de la dictadura lo diseña Diosdado. Esta duplicidad es bastante lógica: Diosdado, que tiene un gravitación enorme sobre las distintas organizaciones armadas con las que se ha ido blindando el chavismo, sabe muy bien que no hay acuerdo alguno que pueda proveerle un mísero gramo de impunidad. Por eso bloquea cualquier conversación. Lo hace en defensa propia.

Pasan las semanas y se advierte con creciente claridad que, para los jerarcas venezolanos, la única manera de retener el poder es alentar la emigración de los disidentes y reforzar el sometimiento de los que se quedan. No debe sorprender esa ecuación: es la que adoptaron hace mucho tiempo los cubanos. Lula y Petro deberán trabajar mucho para igualar la influencia que esos eternos asesores ejercen sobre Maduro.

Lula está atrapado en Venezuela. Quien es, acaso, el líder más experimentado de la región, resulta víctima de las manipulaciones de un caudillo mediocre, como Maduro, que llegó adonde llegó como legatario de Hugo Chávez. Las diferencias y malentendidos ofrecen una ventaja material para el chavismo, que sigue sin saldar una deuda por 682 millones de dólares con el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). Cristina Kirchner, la otra estrella del firmamento de la izquierda populista, también sufre la conducta de una marioneta gris, Alberto Fernández, que se consume en un tristísimo culebrón de agresiones a su exesposa, Fabiola Yáñez, y sórdidos negocios con compañías de seguros, gestionados por su secretaria privada.

Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner en Mar del Plata (Argentina), en octubre de 2019.Natacha Pisarenko (GTRES)

Las revelaciones sobre la vida privada, o secreta, del expresidente sacuden al peronismo. Su exesposa lo llevó a la Justicia con acusaciones documentadas sobre golpes y malos tratos, físicos y psíquicos. Fernández se ufanaba de ser el mandatario que terminaría con el patriarcado en Argentina, como correspondía a un gobernante del kirchnerismo, corriente que impulsó las políticas en favor de la igualdad de género.

Las denuncias de Yáñez son un brochazo de alquitrán sobre esa bandera, quizás la última que quedaba por manchar. La de los derechos humanos se deterioró durante la administración de la señora de Kirchner, el día que Hebe de Bonafini, la titular de las Madres de Plaza de Mayo, apareció involucrada en la malversación de fondos de un programa de viviendas para gente sumergida en la indigencia. Y la de la justicia social también quedó embarrada: una gestión económica delirante, que llevó la inflación a más del 200% anual, expandió la pobreza más allá del 40% de la población. Estos desaguisados determinaron la gran derrota del peronismo en las elecciones presidenciales del año pasado. Significativa por el pobre caudal de votos. Y más todavía por la calidad del resultado: abrió paso a la consagración de la ultraderecha de Javier Milei.

Esta declinación, cuya estribación más reciente es el escándalo por la violencia a la que fue sometida la señora Yáñez, fue liderada por Cristina Kirchner. Ella hace esfuerzos conmovedores por tomar distancia del problema. Cuando la pesadilla que vivía la esposa de Fernández en la residencia presidencial fue llevada a la Justicia, la exvicepresidenta del golpeador emitió un comunicado dictaminando lo que ya se sabía: que Fernández había dirigido un mal gobierno. De inmediato dio fe de las golpizas denunciadas por la víctima.

La Cámpora, que es la organización liderada por su hijo, Máximo Kirchner, también divulgó una declaración. Allí aparece una novedad inesperada: se afirma que Alberto Fernández también ejerció violencia de género sobre Cristina Kirchner. La única razón imaginable parece insólita: el Presidente no obedecía a su vicepresidenta todo lo que ella pretendía. Sin embargo, para una cultura ultraverticalista, como la del peronismo, ese argumento parece razonable.

Como Lula, la señora de Kirchner también se mostró mortificada por la agresión que, con su tiránica radicalización, Maduro ejerce sobre sus antiguos aliados. Tal vez sean la víctima principal de su autoritarismo, después del pueblo venezolano. Alberto Fernández le hizo olvidar ese suplicio para imponerle uno mucho más severo. Sobre todo, porque Cristina Kirchner, que lideró el peronismo durante los últimos tres lustros, no puede disimular que Fernández fue, como Maduro con Chávez, su testaferro. Para demostrarlo alcanza con recordar el modo en que lo postuló para la Presidencia: un sábado por la mañana, envuelta todavía en un salto de cama, con un escaso par de líneas en un tuit.

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