24 de marzo
La marcha de hoy se alza contra el negacionismo o la reivindicación de aquel golpe siniestro. Un evento que fue oficialista, con todos sus problemas, se transforma, por obra y gracia de Milei y sus adláteres, en una forma de resistencia
Hoy habrá marchas en las calles de Buenos Aires y en su Plaza de Mayo; hoy habrá gritos. Hoy vuelve a ser 24 de marzo: sucede una vez por año desde hace 48 años, cuando tanques y camiones y soldados invadieron las ciudades argentinas y encarcelaron a la presidenta, tomaron el poder, inauguraron la dictadura más criminal de nuestra historia. Desde 1984, con el retorno de la democracia, la fecha convocó movilizaciones de repudio; en 2006 el Gobierno de Néstor Kirchner la declaró feriado nacional “inamovible”, día de cerrar todo. Después, el Gobierno de Mauricio Macri lo degradó a “feriado movible” pero la resistencia de muchos le hizo dar marcha atrás, que es lo suyo.
Los días feriados –o festivos– no son solo ventanas de negocios para hoteles, restaurantes y otras gasolineras; son, sobre todo, formas de armar una idea de nación. La conformación de esos calendarios de festivos es, siempre, un alarde de ideología, el croquis de un futuro a través del pasado. En España, por ejemplo, hay ocho festivos nacionales, y la mitad son fiestas católicas –y hay varios festivos autonómicos o locales que son, casi todos, santas, santos y milagros varios. Los reposos cambian según las épocas, ideas, credos dominantes.
En el calendario argentino hay doce feriados inamovibles. Un cuarto son católicos –Viernes Santo, Inmaculada, Navidad–, otro cuarto profanos –Año Nuevo, dos días de Carnaval– y los otros seis definen el perfil del espíritu patrio: el Día del desembarco militar en las islas Malvinas, el Día del Trabajador, la Revolución de 1810, la Declaración de la Independencia de 1816, el “paso a la inmortalidad” del general Belgrano y el “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”. Nuestra idea del pasado ha ido mutando hacia un dibujo nuevo, que tampoco es tan original: de los seis feriados históricos, uno es internacional y obligado, dos celebran la fundación del país y los otros tres conmemoran, melancólicos, derrotas: la invasión fracasada a las Malvinas, la muerte de Belgrano empobrecido y el golpe de estado más criminal de nuestra historia. Eso es hoy, 24 de marzo, Día de la Memoria.
El 24 de marzo se produce, cada año, la mayor movilización de la izquierda argentina y sus flecos progresistas; es, supuestamente, la forma de condenar aquella dictadura. Yo siempre pensé que era un error centrar el recuerdo de esos años en ese momento siniestro en que los militares decidieron hacerse cargo directamente, sin más intermediarios, de la represión y el cambio de estructuras: que es un modo de rendirles homenaje, de seguir sometidos a sus decisiones –en lugar de romper con ese yugo y celebrar, por ejemplo, cuando por fin debieron irse, el 10 de diciembre. Pero el error está cargado de sentidos.
Celebrar el 24 de marzo significa, antes que nada, insistir en el recuerdo de que los ricos argentinos estuvieron –y están, seguramente– dispuestos a hacer todo para seguir siéndolo: si lo hicieron entonces, despiadados, a través de su ejército, por qué no en cualquier otro momento y modo, si ven necesidad. Una forma de agitar el fantasma para producir disciplina social: muchachos, acuérdense de aquello, no se olviden de que si quieren cambios importantes se ponen en peligro.
Celebrar el 24 de marzo también significa postular la inocencia perfecta de la democracia. En estos tiempos en que tememos discutirla –aunque sea el sistema en que tantos pasan hambre–, contar que todo empezó con el golpe del 24 de marzo es una forma de exculpar al Gobierno democrático previo de Juan Perón, Isabel Perón y compañía limitada: un modo de pretender que la democracia de 1974-75 no torturó, secuestró y mató, democráticamente, a cientos de personas. No; hay que presentar una ruptura brutal donde no la hubo y seguir vendiendo que la democracia es impoluta inmaculada, el mejor de los mundos, que los únicos malos fueron esos militares sanguinolentos feos un poco perturbados, que ni las iglesias ni los empresarios ni muchos políticos ni tantos millones los apoyaron, y que todo aquello fue un paréntesis que ya se cerró, que quedó en el pasado. Sobre todo eso: que fue un exabrupto que se acabó, algo que se puede encerrar en los museos, y no los cimientos de una era argentina –que todavía dura.
(Para recordar realmente aquella dictadura militar y criminal deberíamos contar cuál fue el fin de aquel golpe. No se trata de olvidar o no olvidar sino de elegir qué queremos saber de todo aquello: si centrar la “Memoria” en las atrocidades espantosas o recordar también las intenciones de sus víctimas y recordar, sobre todo, las intenciones de los victimarios: para qué hicieron los malos sus maldades. No torturaban y mataban porque eran perversos y se excitaban con el dolor ajeno; puede que alguno uniera el placer al deber patrio, pero su meta era dar vuelta la estructura social y económica del país –para lo cual, antes que nada, necesitaban anular los sindicatos y organizaciones que se oponían, que defendían sesenta años de conquistas. Aquel golpe construyó esta Argentina: el 24 de marzo lo celebran –con sus prebendas, con su impunidad, con sus extremos beneficios– todos los días los ricos argentinos.)
Insisto: siempre creí que era un error manifestar los 24 de marzo. Hoy, sin embargo, el efecto Milei produce urgencias: con un negacionista del genocidio en el gobierno, importa marchar contra su reivindicación de aquella dictadura. El presidente Milei no solo exculpa a los militares asesinos: también retoma su trabajo. Hay una línea histórica de reformas neoliberales: la empezaron aquellos generales, la siguió el presidente democrático Carlos Menem, trató de continuarla el ídem Macri, ahora lo intenta su colega con modos cada vez más violentos. Así este 24 de marzo, como todo en la Argentina actual, cambia de sentido: ya no es una celebración del triunfo de la democracia sino su defensa contra amenazas nuevas.
Hace unos días dos hombres emboscaron en su casa a una militante de la Agrupación Hijos –de desaparecidos. La esperaron dentro y, cuando llegó, la agarraron y le dijeron que “no vinimos a robarte, vinimos a matarte; a nosotros nos pagan para eso”. Después la ataron, la abusaron y pintaron en la pared VLLC –”Viva la libertad carajo”, el grito de guerra de Javier Milei. Las autoridades no intervinieron, ni siquiera para exculparse con una condena protocolar. Y circulan en Buenos Aires muchos rumores sobre un indulto presidencial a los militares condenados o, por lo menos, la concesión del arresto domiciliario a todos ellos.
Así que, más allá del debate, la marcha de hoy se alza contra el negacionismo o la reivindicación de aquel golpe siniestro. Un evento que fue oficialista, con todos sus problemas, se transforma, por obra y gracia de Milei y sus adláteres, en una forma de resistencia, en la defensa de un consenso que parecía establecido y se ve amenazado: que aquellos militares merecen pagar sus crímenes brutales, que los ciudadanos tienen derecho a manifestarse por eso –y por cualquier otra cuestión. Un gran despliegue policial intentará reprimirlos con sus nuevos “protocolos antipiquetes” y es posible que un evento que siempre fue pacífico ya no pueda serlo.
Así, este 24 de marzo toma un sentido que no solía tener. O varios, por desgracia: esta tarde, en Buenos Aires, habrá tres actos separados de tres sectores de la ¿izquierda? Eso, entre otras cosas, explica por qué el presidente es el que es, por qué tanta tristeza.
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