El argentino Tomás Treschanski, el chef más joven de América Latina con una estrella Michelin
El joven cocinero abrió las puertas de su restaurante en Buenos Aires hace menos de un año
El argentino Tomás Treschanski (Buenos Aires, 25 años) es el chef latinoamericano más joven en conseguir una estrella Michelín. La distinción que logró este diciembre ha alargado varios meses la fila de reservas de Trescha, el restaurante de alta gastronomía oculto en el barrio porteño de Villa Crespo, y ha sumado muchos extranjeros a un público que antes era casi todo argentino. Sentados en la barra ovalada que rodea la cocina de Trescha, los diez únicos comensales son también espectadores del privilegiado recital gastronómico que Treschanski dirige por las noches al frente de una joven orquesta de 20 personas.
A lo largo de casi tres horas, preparan ante sus ojos 14 platos con corazón argentino pero ropajes de las más variadas culturas. Si la carne vacuna es la reina de la cocina local, el único paso que la incluye en el menú este diciembre se llama “Como en casa” y ofrece lengua curada a las brasas. El resto de la selección incluye carnes —ciervo y pato— y pescados —mero y lisa— mucho menos comunes para los paladares argentinos, aunque procedan de algún lugar de su vasto territorio: con 2,7 millones de kilómetros cuadrados de extensión es el octavo a nivel mundial.
“En Argentina tenemos mariscos increíbles que se venden en todo el mundo, pero no en Buenos Aires. Tenemos grandes frutas y verduras de la selva de Misiones, productos patagónicos y del desierto. El problema es hacerlo llegar, por la logística del transporte”, lamenta. Su red de distribución incluye más de 400 productores que acercan ingredientes locales con los que más tarde preparan platos que hacen viajar a países lejanos como China, Japón, Tailandia y México.
“Creo que sobre todo, por lo que me hice cocinero es porque me gusta viajar y encontrar nuevas culturas”, dice Treschanski. “Me parece que la mejor manera de conocer a las personas y a un país siempre es por la comida. Ir a ver un museo con piezas de hace 100 o 200 años a mí no me habla tanto de la cultura y de lo que es hoy un país como ver dónde come la gente, lo que consume y en qué se inspira”, continúa.
La entrevista con EL PAÍS tiene lugar en el primer piso del local, donde funciona la test kitchen de Trescha, es decir, su laboratorio. En una pizarra están garabateadas fórmulas gastronómicas y en los estantes hay máquinas que le dan un aire de ciencia ficción, como la rotovaporadora, que sirve para hacer destilados de aromas, y la centrifugadora. Allí mismo, detrás de una puerta corrediza, se oculta uno de los secretos del restaurante galardonado: la larga colección de fermentos presente en muchas de sus creaciones. Guardan en esa despensa especial el kimchi coreano que se sirve en una beignet espumada con mejillones escabechados, los hongos lactofermentados que se acompañan con miso de trufa y membrillo y la kombucha que adereza un postre de mandarina, entre otros.
La pasión a la que este cocinero dedica todas las horas del día carece de raíces familiares. “No tengo la historia típica de ir a recolectar tomates al huerto con mi abuela o mis padres. Nací en Buenos Aires en una familia donde la gastronomía no era lo más importante, sino que era simplemente comida para llenarse”, relata.
Milanesas con papas fritas o puré, pasta y asado formaron parte del menú de su infancia, el mismo que el de millones de familias argentinas. Treschanski no recuerda bien cuándo empezó a cocinar, pero sí que de pre-adolescente pasaba las noches mirando el canal Gourmet e imitando algunos de los platos que veía. “Después empecé a hacer mucho pan con masa madre, que me gustaba mucho, pero hasta los 17 siempre pensé que iba a ser abogado”, confiesa.
La corazonada de viajar a Londres para formarse en Le Cordon Bleu cambió su vida. Descubrió una vocación que le llevó a estudiar con voracidad, a trabajar como aprendiz en restaurantes como Azurmendi (España), Barrafina (Gran Bretaña), Frantzén (Suecia) y Boragó (Chile) y gastar todo lo que tenía en restaurantes: “Salía a comer como un aprendizaje, un trabajo”.
Reinventarse en pandemia
La pandemia de covid lo hizo regresar a Argentina. Llevaba seis años fuera del país cuando todos los locales gastronómicos cerraron las puertas al unísono por el confinamiento y los chefs tuvieron que reinventarse.
Treschanski comenzó a pensar entonces en abrir su propio restaurante, un sueño que hizo realidad el pasado marzo, aun a costa de endeudarse con toda la familia. “Le debo plata a todos mis primos, mis tíos, amigos de mis padres… Estoy endeudado por toda mi vida probablemente”, dice mientras posa para las fotos en la cocina, ya casi lista para recibir al segundo y último turno del día.
Trescha abre sólo cuatro días a la semana para que el equipo pueda descansar. “Lo aprendí de la cultura nórdica, la mirada que tienen hacia el trabajo y la importancia que le dan al tiempo libre para descansar y que tengas una vida. Ahí entendí que la alta gastronomía no tiene que ser esclavizante, sino que uno puede compensar y encontrar un equilibrio”, dice convencido. El trato cordial de todo el equipo, como la cocina, está a la vista.
A contracorriente
Apostó por la alta cocina a contracorriente de las tendencias mundiales, que soplan en otra dirección. “Dicen que la alta gastronomía está muerta y que el menú por pasos no funciona más, pero yo creo que es un error. La alta gastronomía, para mí, es cocina de autor. Puede tener más o menos lujo, pero una cocina que busca un producto de calidad y con un cocinero que le pone su personalidad creo que va a existir siempre. O sino todos nos convertiríamos en McDonald’s”, opina, “Sí creo que tal vez la gente ya no dispone de cinco horas para comer y por eso tratamos de hacer un servicio bastante rápido, en unas dos horas y media”.
Se pasan volando. La vista va y viene por una cocina con fuego, humo y agua y los movimientos coreográficos de los cocineros para emplatar, servir y presentar cada nuevo paso.
En algunos, el ingrediente estrella tiene un protagonismo central: ocurre con el ciervo y el pato pekinés a las brasas. Otros bocados juegan, en cambio, a despistar los sentidos. Parecen una cosa y son otra. El paladar descubre que el macaron rosado que le sirven de entrante no es (sólo) dulce, ni de frutilla, sino también salado y picante a la vez por la combinación de la remolacha, la mandarina, el rábano picante y el praliné de semillas de zapallo. O el delicioso paso “goloso”, donde la cuchara se hunde hasta el fondo de un flan de claras para subir después cocinándose con un caldo japonés de panceta madurada, langostinos y garum de erizo. El olfato también se desconcierta cuando cree detectar un aroma de café en un cóctel de remolacha.
Distintas texturas —crocantes, cremosas, gelatinosas, espumas— y contrastes de temperaturas y sabores caracterizan la cocina de Trescha, realzada por distintos maridajes: uno con vinos y espumantes internacionales, otro nacionales, un tercero con cócteles sin alcohol y el cuarto mixto. El lujo del restaurante más caro de Buenos Aires está en todos los detalles, entre ellos el de una original vajilla artesanal, concebida por los artistas Santiago Lena y Teresa Garay, cuyas formas cambian en cada paso.
Treschanski cree que la cultura gastronómica argentina ha dado un gran salto desde los dos lados del mostrador: cada vez hay cocineros más osados y clientes más exigentes. Hay un abismo entre la cocina clásica de este país sudamericano — meca de carnívoros representada a nivel mundial por la parrilla Don Julio, también con una estrella Michelin— y el viaje gastronómico de un argentino alrededor del mundo que condensa Trescha.
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