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Elecciones en Argentina
Tribuna
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El peronismo será massismo o no será

Massa anunció anoche que “la grieta” se había terminado: era su forma de decir que, para él, el kirchnerismo se había terminado

Sergio Massa, después de las elecciones generales del 22 de octubre.
Sergio Massa, después de las elecciones generales del 22 de octubre.Marcelo Endelli (Getty Images)
Martín Caparrós

Hace siete meses, conversando con un periodista amigo, el semipresidente Alberto Fernández le dijo que iba a “terminar con veinte años de kirchnerismo”: sonó curioso, porque se suponía que él era su representante en el poder. Su método, dijo, consistiría en hacerse reelegir y hacerlo olvidar. Sin apoyos, Fernández no pudo ni siquiera presentarse y será recordado –¿será recordado?– como el presidente más leve, más imperceptible, pero es probable que su meta se cumpla: el kirchnerismo puede desaparecer muy pronto del panorama político argentino. Lo habrá conseguido Sergio Tomás Massa, un personaje peculiar, gracias a Javier Gerardo Milei, un personaje siniestro.

Massa, sabemos, le ganó ayer a Milei una primera vuelta electoral en que el segundo pensaba ser primero lejos: en que esperaba ganar incluso sin segundas. Es casi inverosímil: hace semanas, la única certeza electoral era que, tras un gobierno denostado por todos, los peronistas no tenían ninguna chance de retener el poder. Para conseguirlo, ante la amenaza de perderlo todo, su aparato electoral puso en marcha su experiencia de décadas y sus trucos de siempre: prebendas, dineros, viejas deudas, viejas lealtades. Y aprovechó, sobre todo, un enemigo inmejorable.

Massa le debe su triunfo –parcial– a Milei de, por lo menos, dos maneras: por un lado, su amenaza de desquiciado disparatado asustó a millones, ayudó mucho al milagro de que un tercio largo de los argentinos votaran a un ministro de Economía que llevó la inflación al 140% y la pobreza al 40%. Por otro, su triunfalismo narcisista dividió a la derecha y logró que ese 36% de Massa, la peor elección peronista de la historia, le alcanzara para ganar la primera vuelta.

En un mes llegará la segunda: un mes en la Argentina es un siglo o un suspiro. Pueden pasar tantas cosas pero, al día de hoy, el peronista Massa tiene muchas más chances de ganarla que el hipermercadista Milei. Massa sumará a su 36% el siete de Schiaretti, otro peronista, el tres de la izquierda; le alcanzaría con arañar cuatro o cinco puntos de los 23% que consiguió Patricia Bullrich –y es perfectamente posible porque, en la alianza de la derecha, miles y miles jamás votarían a Milei.

Para conseguirlo, Massa propuso anoche un “gobierno de unidad nacional construido sobre la base de convocar a los mejores “sin importar su fuerza política” y anunció que “la grieta” –que dividió a los argentinos en kirchneristas y antikirchneristas– se había terminado: era su forma de decir que, para él, el kirchnerismo se había terminado. Era, también, su forma de inaugurar un nuevo peronismo.

Hace tan poco lo daban por muerto, y una vez más se equivocaron. El peronismo no muere porque no existe, porque puede convertirse en cualquier cosa en cualquier momento. Ha sido, desde su creación hace 78 años, nacionalista mussoliniano, obrero y resistente, guevarista, socialdemócrata, demócratacristiano, neoliberal, rosista –y varias más. En cada momento ha sabido adaptarse a la demanda, porque en realidad su esencia sigue intacta: el peronismo es una máquina de conseguir y conservar poder que no tiene ningún pudor para adoptar la postura que le resulte conveniente.

Eso hicieron los Kirchner hace dos décadas: tras unos años de gobierno neoliberal, privatizador, en su provincia, se volvieron estatistas, falsamente de izquierda porque la situación lo requería. Ahora la gran intriga es descubrir qué cree Sergio Massa –mago del mimetismo, gran señor de las máscaras– que le conviene en esta.

Deberá, sobre todo, convencer a millones de personas –jóvenes, más que nada– de que la democracia vale la pena. En un estudio muy reciente, el 72% de los argentinos se declaraban insatisfechos con ella y el 50% decía que aceptaría una dictadura si arreglara la economía. Esa es la base de Milei; esa es la amenaza más brutal para la convivencia. Massa deberá conquistarlos: cómo, sigue siendo una incógnita. Pero el fin sigue siendo el principio: aquel mantra de Alfonsín, 1983, cuando decía que “con la democracia se come, se cura, se educa”. Muchos millones de argentinos ya no lo creen, porque sus vidas les demuestran que no siempre es cierto. Es necesario convencerlos.

En cualquier caso, el massismo no será masismo ni marxismo. Su “gobierno de unidad nacional” intentaría mantener el orden y captar el ala centrista del macrismo, algunos independientes, dos o tres empresarios poderosos: necesitará, si gana, una base sólida para pedirles a los argentinos los sacrificios necesarios para ordenar la economía. No es seguro que la palabra alcance: que quien gobierne necesite aplicar cierta fuerza. Siempre amable, siempre afable, Massa no parece, a primera vista, la persona indicada para tomar esas medidas: es probable que esa sea su enésima transformación.

Pirro, aquel rey macedonio, dijo un día que “con otra victoria como esta me quedo sin ejército”: de ahí la idea de “victoria pírrica”. Alberto Fernández parece haber conseguido la mayor: al precio de su desaparición, consiguió hundir al kirchnerismo. El massismo, la gran incógnita del momento, está a punto de empezar a andar. El peronismo sigue resucitando, siempre distinto, siempre igual. Y la Argentina lo sufre y lo celebra.

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