Sergio Massa, el hijo pródigo del peronismo contra la ultraderecha
El ministro de Economía pasó de “traidor” a ser la opción moderada en las elecciones presidenciales
Si Sergio Massa muriera y pudiera elegir dónde volver a nacer, diría Argentina. “Una y mil veces”, ha jurado y perjurado. La última vez lo dijo rodeado de trabajadores en una fábrica de Buenos Aires. Era su cierre de campaña, llevaba traje sin corbata, se mostraba cercano a la gente y se llamaba a sí mismo “un pibe de barrio”, “un hijo de la clase media” que salió adelante gracias al trabajo. El gran aprendiz de Néstor Kirchner ha impregnado su campaña presidencial de guiños a su mentor. Con la misma facilidad que se dirige a un empresario, le habla a una señora en la calle o a la directora del Fondo Monetario Internacional. La versatilidad le ha ayudado al actual ministro de Economía a vencer la improbabilidad. Después de romper con Cristina Fernández de Kirchner y volverse un “traidor” de ese peronismo, se ha redimido como su última esperanza. El retorno del hijo pródigo que, ante el avance de la derecha más recalcitrante, se anuncia como la opción moderada. Después de haber salido segundo en las primarias, el peronista remontó contra viento y marea y se posicionó como el más votado en la primera vuelta, con el 36,5% de los votos.
De ideología volátil y ambición desmedida, Massa ha mantenido una idea presente a lo largo de toda su carrera: quiere ser presidente, cueste lo que cueste. Inició en política en el partido liberal Unión del Centro Democrático (Ucede) cuando no alcanzaba la mayoría de edad. En los noventa, mientras Argentina encumbraba el menemismo, Massa saltó de acera y se acomodó dentro del peronismo. Allí tuvo una trayectoria meteórica que trazó con astucia. Se sumergió en el duhaldismo con Eduardo Duhalde, se convirtió al kirchnerismo cuando asumió Néstor Kirchner, decantó en cristinista en el Gobierno de Cristina Fernández y tonteó con el macrismo cuando llegó Mauricio Macri. Pero no se embarcó a fondo con ninguno. Fue lo suficientemente audaz para abandonar los barcos cuando más le convenía.
Un viejo compañero de filas, que ahora forma parte de la oposición, recuerda la versión juvenil del candidato de Unión por la Patria como un hombre pragmático, afable y de infinitas aspiraciones. Para retratarle utiliza una idea: en Argentina, puedes cambiar de pareja, de trabajo o de sitio, pero nunca puedes cambiar de equipo de fútbol; Massa ha sido fanático de tres clubes desde que le conoce: cuando eran jóvenes seguía a San Lorenzo, más tarde se hizo de Chacarita y ahora se jura fanático de Tigre.
Así de etérea también ha sido la vida política de este abogado y padre de dos. No alcanzaba los 30 años cuando asumió su primer puesto en el Gobierno federal, como encargado de la Seguridad Social argentina. Comenzó con Duhalde, pero mantuvo el cargo al llegar Néstor Kirchner. A los 35 años abandonó la Administración para buscar la intendencia del municipio bonaerense de Tigre. Ganó las elecciones, pero apenas ocupó el cargo. Cristina Kirchner le convocó como su jefe de Gabinete y el diligente Massa volvió al equipo titular. Duró solo un año en ese encargo, renunció cuando las relaciones con su jefa comenzaron a tensarse. Tras su regreso a Tigre en 2009 empezó a gestarse la ruptura con el kirchnerismo.
Para 2015 Massa ya había armado su propio partido, el Frente Renovador, y buscó la presidencia en una campaña en la que el peronismo fue atravesado por su propia grieta. Después de haber sostenido en lo más alto las manos del matrimonio Kirchner, convirtió su campaña en un ataque directo contra ellos. Prometió meter a la cárcel a Cristina Fernández por corrupción y remover a “los ñoquis del Estado”, como le llamaban despectivamente a los trabajadores del Gobierno. La campaña, en alianza con el peronismo más duro y a la derecha, proponía intransigencia contra el narcotráfico y el regreso de las Fuerzas Armadas a las calles en tareas de seguridad interior. Esas ideas le consiguieron al pibe de barrio un 21% de los votos, un número que lo dejó posicionado en tercer lugar.
El distanciamiento con el resto del peronismo no duró mucho. En 2019, frente a las escasas posibilidades de competir realmente en las presidenciales, se enfiló detrás de la fórmula de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Como la tercera fuerza de la alianza, obtuvo la presidencia del Congreso, donde se refugió en los años de pandemia y mientras que en el Gobierno se despedazaban los unos a los otros.
Massa, a sus 51 años, lo ha sido casi todo en la política argentina, excepto inquilino en la Casa Rosada. En agosto del año pasado, en medio de una imparable crisis económica y después de que la vicepresidenta forzara la salida de Martín Guzmán del Ministerio de Economía, el presidente Fernández entregó a Massa las llaves de la cartera más inmanejable del Gobierno. El político aceptó la imposible tarea bajo las aspiraciones de volver a ponerse en la primera línea de fuego. Su biógrafo no autorizado, Diego Genoud, lo considera un temerario. “Es capaz de asumir funciones para las que no está preparado”, dice el periodista. Y todo para alcanzar la presidencia.
Lo del Ministerio de Economía ha sido una jugada de doble filo que aún está por definirse. Hasta el momento ha sido suficiente para que los argentinos le trajeran de vuelta a la vida, por lo menos hasta el 19 de noviembre cuando se dispute la segunda vuelta. Sus últimos discursos en campaña apelaban a la otrora exitosa estrategia del peronismo más nacionalista que acusa a la oposición de creer que Argentina “es un país de mierda”. “Es un país maravilloso”, decía él, en el que volvería a nacer una y mil veces.
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