Sergio Berni, mucho más que el golpe en el rostro de un ministro argentino
La agresión por parte de manifestantes al encargado de la seguridad en la provincia de Buenos Aires pone en evidencia el deterioro de la situación social y económica en Argentina
La noticia aparenta ser sencilla, pero está lejos de serlo. Sergio Berni, el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires –el distrito más populoso y más rico de Argentina- irrumpió este mediodía de lunes en una protesta callejera para negociar con quienes cortaban el tráfico y, en lo posible, restablecer el orden. Lo hizo como suele hacerlo: “a lo guapo”, como decimos en estas tierras. Avanzó sin custodia y con pecho inflado. Pero todo salió mal. Casi lo linchan y agigantó así las sombras que se ciernen sobre el presente y el futuro inmediato del país.
Primero, los datos duros: durante la madrugada, asesinaron a otro colectivero en el Conurbano bonaerense; es decir, el variopinto cordón urbano que rodea a la poderosa ciudad de Buenos Aires, una región que combina la riqueza y la pobreza más extrema. De un balazo mataron a Daniel Barrientos cuando le faltaban días para jubilarse y sus compañeros, furiosos, cortaron una de las avenidas más transitadas del área metropolitana para airear su dolor y exigir soluciones. Y hasta allí fue el ministro Berni, que descubrió demasiado tarde que la situación era peligrosísima. Un grupo de policías debió rescatarlo de entre los violentos, golpeado y ensangrentado. Terminó en el hospital.
Los datos duros omiten, sin embargo, las causas de un polvorín que no terminó del peor modo gracias a todos los dioses. Abarcan desde una economía desahuciada, una inflación galopante, pobreza creciente, inseguridad enquistada y violencia a flor de piel, a un clima político enrarecido, un Gobierno nacional débil y en retroceso, y elecciones presidenciales inminentes. Un polvorín, en suma, a la espera de un chispazo.
Cada uno de esos factores por separado podría explicar la agresión. Pero el problema en la Argentina es que ni siquiera esa enumeración agobiante agota las causas. Recordemos, por ejemplo, que quienes agredieron al ministro Berni no eran desocupados. Tienen trabajo, una remuneración aceptable –al menos para el desolador contexto laboral argentino-, y aportes jubilatorios. Pero cada día salen a conducir por el Conurbano sin saber cómo terminará su jornada. ¿Será tranquila? ¿O terminarán en un hospital? ¿O como Barrientos?
La agresión expuso, además, el hartazgo de muchos argentinos con las frases vacías y la carencia de respuestas concretas de funcionarios y dirigentes políticos que lo prometen todo y cumplen poco o nada. Por eso reaccionaron como reaccionaron los compañeros de trabajo del chofer asesinado. No quisieron siquiera escuchar a un funcionario que iba a repetirles lo que ya están cansados de escuchar, sin que luego se cumpla.
Pero quedarse en Berni, por supuesto, sería concentrarse en el episodio, en vez de observar el mar de fondo. La inflación supera el 100% anual y casi el 40% de los argentinos es pobre –porcentaje que trepa a dos de cada tres chicos, según Unicef-, y encima las perspectivas tampoco son halagüeñas. Demasiados avizoran un futuro sombrío, mientras sienten que los dirigentes políticos viven en una dimensión paralela, enriquecidos u obnubilados por preservar o expandir sus cuotas de poder.
El linchamiento que no fue es apenas el último eslabón de una cadena inquietante. Hace un mes, vecinos enfurecidos irrumpieron en una vivienda donde narcos vendían drogas, hartos de la inacción o corrupción policial y política. Ocurrió en Rosario, la tercera ciudad más grande y rica de la Argentina. Y hace siete meses, la actual vicepresidenta –y referente política insoslayable del país durante las últimas dos décadas- Cristina Fernández de Kirchner, sobrevivió de milagro a un atentado perpetrado por un desquiciado que creía que con una bala solucionaría los problemas nacionales.
En los minutos que siguieron a la agresión a Berni, los colectiveros se unieron en un cántico: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. El mismo cántico que cientos de miles de argentinos cantaron a fines de 2001 contra los políticos de entonces, cuando la Argentina registró cinco presidentes en dos semanas y flirteó con el abismo. Dos décadas después, el país oscila otra vez entre la frustración y el hartazgo.
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