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La crisis de la covid-19
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Por qué siguen?

Después de dos años en los que el planeta estuvo más o menos detenido, alguien subió la palanca del interruptor y ha vuelto la luz. Es una luz desvaída, un poco muerta

pandemia ilustración
Eva Vázquez
Leila Guerriero

La humanidad iba a ser mejor. La misma peste que aniquilaba a millones iba a elevarnos al círculo virtuoso donde orbitan la equidad, la solidaridad y la justicia. En marzo, en junio, en octubre de 2020, la Teoría del Mejoramiento –tan cristiana: para ascender al reino hay que sufrir- se expandía: nada iba a ser igual después de esta lección inolvidable. Lo decían los actores y las actrices, los tíos y las primas, los tiktokers y los instagramers: “Esto nos enseñará cuáles son las cosas realmente importantes”. Los afectos, la familia, los desposeídos de la tierra reinarían en nuestros corazones, desplazando a los ídolos falsos: el dinero, la ambición, los bienes materiales. Las publicidades se amoldaban al nuevo paradigma y mostraban imágenes de niños y papis confinados jugando sobre edredones de pluma (la importancia de estar en familia); de amigos festejando cumpleaños por zoom y emocionados con la idea de volver a encontrarse (la importancia de los vínculos). Y como si millones de personas –reporteros, ONG, activistas de toda clase- no hubieran denunciado la desigualdad a lo largo de décadas, muchos decían: “El covid nos ha servido para darnos cuenta de que hay una enorme desigualdad”.

Después de dos años en los que el planeta estuvo más o menos detenido, alguien subió la palanca del interruptor y ha vuelto la luz. Es una luz desvaída, un poco muerta, pero alcanza para ver que todo sigue como lo habíamos dejado y, en ocasiones, mucho peor. Los buenos propósitos quedaron donde habían estado siempre –en una frase de sticker-, y arremetemos hacia el futuro urgidos por recuperar nuestro pasaporte sellado con las estampas que garanticen la vida tal como la conocíamos. El pasado quiere hablar, pero nadie tiene ganas de escucharlo. A veces recuerdo a una mujer –Sarita- a quien en el invierno austral de 2020, en pleno confinamiento obligatorio, se acusó de ser un peligroso agente propagador del virus por haber salido a tomar sol a una plaza desierta de Buenos Aires. A veces recuerdo que a mediados de abril de 2020, Florencia Magalí Morales, 39 años, madre de dos niños, fue detenida por la policía en Santa Rosa de Conlara, provincia de San Luis, Argentina, acusada de violar la cuarentena porque había salido a comprar comida en bicicleta. La llevaron a la comisaría y horas después apareció muerta en su celda. Los agentes dijeron que se había suicidado. Las pericias revelaron que había muerto asfixiada, que presentaba “signos compatibles con autodefensa”, que habían orinado sobre su cuerpo. Hay cuatro policías investigados por “aplicación de severidades a un detenido, incomunicación indebida, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público”.

La pandemia como escudo para la impunidad, el cuerpo del otro como bomba viral, el espacio doméstico como único sitio seguro: de alguna manera, todas esas deformidades iban a hacernos mejores.

La Teoría del Mejoramiento se basa en una idea rara: lo que sucede conviene. La pobreza es una oportunidad para superarse; el cáncer, para ser humildes. En su libro La sociedad paliativa, el filósofo coreano Byung-Chul Han sostiene que vivimos en una sociedad que ha desarrollado fobia al dolor y que el imperativo “sé feliz” es el resultado de una exigencia de rendimiento ultracapitalista: los tristes no producen. “Nada debe doler –escribe Chul Han-. No solo el arte, sino la propia vida tiene que poder subirse a Instagram, es decir, debe carecer de conflictos y contradicciones que pudieran ser dolorosos”.

Claro que el tío borracho que siempre nos arruina la fiesta se las arregla para colarse y traer malas noticias. Ahora sabemos que la pobreza extrema aumentó por primera vez en 20 años (100 millones más viven con menos de 1,90 dólares al día, según datos del Banco Mundial). Los datos de 2021 del informe anual de la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) señalaron que 2020 fue el noveno año consecutivo de aumento de refugiados y desplazados, de modo que en la actualidad hay más del doble de personas desplazadas de manera forzosa que hace una década. En abril de 2022, el Comité de las Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD) señaló que “solamente el 15,21% de la población de los países de bajos ingresos ha recibido una dosis de la vacuna contra el covid, lo que crea un patrón de distribución desigual dentro de los países y entre ellos, que reproduce esclavitud y las jerarquías raciales de la época colonial”. Las propuestas para liberar las patentes fracasaron una y otra vez, vetadas por países que tienen distribución asegurada. Según el Panorama Regional de Seguridad Alimentaria y Nutricional, entre 2019 y 2020 el número de personas con hambre en América Latina aumentó en 13,8 millones. La fundación española Anar, que gestiona líneas telefónicas de ayuda a menores con problemas de salud mental o que sufren violencia, informó en abril de 2022 que las llamadas por ideación o intento de suicidio se multiplicaron por 12 en el último decenio y que los casos relacionados con la salud mental subieron un 54,6% respecto a 2020. Y en febrero pasado, sin haber salido de la pandemia, o sin que los señores de la OMS lo hayan decretado, Rusia invadió Ucrania y estalló una guerra. Que se lo tragó todo: las primeras planas, la conversación pública.

Los desiguales siguen igual de desiguales, tan en las sombras como siempre. La incógnita es esa palabra: siguen. A veces me pregunto por qué.

En Colombia se denomina falsos positivos a los 6402 civiles ejecutados por el ejército de ese país, en gran parte durante el Gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010). Los militares atraían con engaños a trabajadores del campo, estudiantes, desempleados, los ejecutaban y los reportaban como guerrilleros. El Gobierno podía ufanarse así de que su lucha contra la guerrilla era exitosa y los militares obtenían, a cambio, ascensos y prebendas: un muerto, una cucarda. En 2016, el acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC incluyó la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un tribunal que investiga y juzga a quienes participaron del conflicto armado. El 26 y 27 de abril de 2022 se llevó cabo en Ocaña, límite con Venezuela, la audiencia relacionada con los falsos positivos. Declararon 10 militares y un civil. Admitieron ser responsables de 120 de esas muertes. El suboficial Rafael Antonio Urbano admitió haber participado en el asesinato de Luis Antonio Sánchez Guerrero, un mototaxista: lo sacaron de su casa con la promesa de contratarle un viaje, lo llevaron fuera del pueblo y lo ejecutaron. El suboficial Néstor Guillermo Gutiérrez admitió haber participado del asesinato de Javier Peñuela: lo interceptaron cuando el hombre había ido a sacarse una muela y lo ejecutaron. Los militares se verán beneficiados con penas más bajas por estas confesiones. Los familiares, presentes en la sala, llevaban camisetas con la leyenda: “¿Quién dio la orden?”. Desde 2008, denuncian que los hombres a quienes el ejército señaló como guerrilleros son, en realidad, sus hijos campesinos, sus padres agricultores. Pero además quieren demostrar que hubo un plan: una política de estado. Que no se trató de las decisiones individuales de un grupo de lunáticos. “Sería importante mencionar al general Mario Montoya, a Juan Manuel Santos, ministro de Defensa, y al expresidente Álvaro Uribe. No los encubran. Que todas esas personas que están detrás de esto salgan a la luz y que se esclarezca la verdad”, dijo durante la audiencia Claudia Patricia Barrientos, una de las víctimas.

Hay, en Colombia, unos oficiales y suboficiales que dicen “yo los llevé al campo, yo les metí un tiro para beneficiar a un gobierno”. No suceden muchas cosas así el inmenso patio de nuestra región. Pero nos importa más la guerra lejana, la puja de nuestros gobernantes, Elon Musk.

En abril, Joaquín Morales Solá, columnista del periódico argentino La Nación, le preguntó al Papa Francisco en una entrevista por qué no había viajado a Kiev, la capital de Ucrania: “¿De qué serviría que el Papa fuera a Kiev si la guerra continuara al día siguiente?”, respondió el papa. En el continente del cual él proviene, donde habita buena parte de su grey –el 40% -, todo continúa al día siguiente. La desigualdad continúa al día siguiente. La violencia de estado continúa al día siguiente. La pobreza continúa al día siguiente. La palabra “lucha” –que suele usarse en frases como “lucha por la igualdad”, o “lucha por la justicia”- se define como “Esfuerzo grande y continuado que realiza una persona para conseguir un fin”. La paz, la reparación de las víctimas, los derechos: nada de eso se obtiene al día siguiente. Se obtiene, como ahora, después de 14 años de insistencia. Y en muchas ocasiones ni siquiera.

No sé qué es lo que hace que esta gente –lastimada, humilde- siga. En la novela Matar al ruiseñor, de Harper Lee, el abogado Atticus Finch se atreve a defender a un hombre negro falsamente acusado de violación en la Alabama racista de los años 30. La novela fue adaptada al cine. En la película, Atticus Finch, interpretado por Gregory Peck, les explica a sus hijos por qué ha decidido defenderlo: “Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”. A lo mejor lo que los hace seguir es eso. La desesperante esperanza de que uno, alguna vez, vence. Mientras los demás estamos ocupados en otra cosa.

Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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