Migración y democracia en América Latina: hacer memoria para reconocernos en el otro
La democracia también exige decisiones soberanas que reconozcan de facto la movilidad como un derecho humano
América Latina sabe de migración. Desde el arribo de italianos y alemanes al Cono Sur tras la Primera Guerra Mundial, el de víctimas de la persecución nazi a Argentina y Brasil, o de exiliados de la Guerra Civil española a México y Chile, los latinoamericanos hemos sabido abrir los brazos y encontrar en quienes llegan lo que tenemos en común, aquello que nos une. No solamente eso; también hemos sabido reconocer los talentos y saberes que las migraciones traen consigo, y convertirlos en parte de nuestra cotidianeidad y prosperidad: los apoyos para el emprendimiento a pequeños y grandes comerciantes recién llegados, la incorporación de intelectuales extranjeros a la academia y la vida cultural nacional, y la fusión culinaria, por mencionar algunos ejemplos, han sido prueba de ello.
A finales del siglo XX esta capacidad de solidaridad con quienes se veían obligados a huir también se volvió patente entre nuestros propios países. Los desplazamientos y exilios provocados por regímenes dictatoriales, conflictos armados y crisis económicas, que dieron lugar a migraciones regionales, hicieron que para muchos de nosotros el concepto “Latinoamérica” fuera una realidad. La familia colombiana que puso un negocio en Venezuela, la pareja salvadoreña que llegó a vivir a Honduras o los profesores de Chile y Argentina que empezaron a dar clases en la universidad mexicana se volvieron personajes habituales en nuestra vida diaria y nuestra realidad.
Tanto las migraciones de principios de siglo como las más recientes dentro de nuestra región tenían una característica en común: los países que recibían a las personas desplazadas lo hacían en nombre de la democracia. Quienes se veían forzados al exilio debido al fascismo, la dictadura o la guerra eran acogidos por gobiernos que enarbolaban los valores democráticos de libertad e igualdad. Recibir a quien huía para salvar la vida era una acción que honraba a la sociedad que lo hacía y generaba vínculos entre naciones, que eran celebrados y cultivados con esmero y convicción.
Es difícil identificar el momento preciso en el que las narrativas sobre exilio, acogida y migración empezaron a cambiar en la región hasta llegar a donde estamos, pero el camino que nos trajo a aquí pasa por un cambio de enfoque en la geopolítica mundial. Si a finales del siglo pasado la migración se entendía como un fenómeno relacionado con acuerdos económicos, laborales y de mano de obra —y en el caso del asilo, con la protección de derechos—, tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 las políticas migratorias empezaron a girar en torno a la seguridad y las fronteras se convirtieron en un territorio de control de los cuerpos. América Latina, siguiendo el ejemplo de Europa, adoptó las prácticas restrictivas de la movilidad establecidas por Estados Unidos y, en sintonía con los intereses de ese país, se consolidó la idea de que “protegernos” implicaba señalar al otro y procurar su exclusión.
Este marco narrativo de la alteridad como amenaza se suma a un reforzamiento del concepto de identidad nacional que abreva de procesos históricos de discriminación y colonialismo, y que consolida una pertenencia excluyente. Desde el poder se popularizan las políticas migratorias que criminalizan, de manera que las personas migrantes no solo quedan atrapadas en limbos territoriales —el desierto, el Darién—, sino en esa otredad, un “ellos” indeleble, mientras la ciudadanía local, el “nosotros” que se percibe a sí mismo cada vez más vulnerable, ya no acoge, ya no recibe, y ante el vacío de solidaridad colectiva apuesta por la protección y el blindaje individual.
Nuestras democracias se vacían de sentido cuando dejan de reconocer los derechos inalienables del individuo: el acceso a la alimentación, la educación, la salud, el trabajo digno y la protección frente a la violencia. Respetar estos principios implica una obligación ética y jurídica de los Estados de proteger a todas las personas que buscan oportunidades sin importar su estatus migratorio; ignorar estos derechos no solo es inhumano, sino incoherente con los valores democráticos que nuestros gobiernos aún dicen defender.
La democracia también exige decisiones soberanas que reconozcan de facto la movilidad como un derecho humano. La existencia de la llamada frontera vertical de Estados Unidos —los mecanismos de control de la movilidad humana extendidos por México y Centroamérica desde hace más de una década, con la connivencia de sus gobiernos— y las políticas de externalización de la gestión migratoria, como los Acuerdos de Tercer País Seguro, debilitan la autonomía regional, pero también los lazos históricos entre nuestros países. Más aún: nos arrancan la posibilidad de recibir y reconocer esos talentos y saberes, que durante décadas han tejido nuestra latinoamericanidad, para fortalecer nuestro potencial y reconocernos en ellos.
Cada persona migrante es parte de un ciclo completo —“el cuento completo”, como lo llamaba García Márquez. Más allá de la narrativa del tránsito que criminaliza, acapara titulares en noticieros y genera imágenes virales, la migración debe ser entendida como partida, arribo, integración, contribución y, en muchos casos, retorno o reconfiguración de una o más comunidades, porque la migración no es un instante: es un proceso que exige ver a las personas en su humanidad integral y en un amplio espectro. Migrar es un acto de valentía y esperanza; en nuestros países lo sabemos bien. Entender las motivaciones que llevan a una persona a migrar —una vida mejor, seguridad, salud, libertad— es abrir la puerta a la empatía y la solidaridad de las cuales, lo sabemos por experiencia, nuestras sociedades son capaces.
La historia de América Latina es un recordatorio constante de que lo que nuestros pueblos tienen en común es más grande que sus diferencias. Lo que ocurre hoy en la región en materia migratoria nos desafía a repensar nuestras democracias, nuestras fronteras, y también nuestras narrativas. Si existe una democracia latinoamericana, esta necesita hacer un ejercicio de memoria histórica y recuperar la confianza en la diversidad como fuerza social; solo reconociéndonos en el otro podemos construir sociedades capaces de resistir los discursos de odio, abrazar la diversidad y generar políticas que reflejen la riqueza humana que nos atraviesa. Porque en América Latina migrar no ha sido un problema: ha sido una oportunidad para construir y crecer juntos.