Contra el exceso de diagnóstico: ¡acción!
¿Podemos trazar analogías y paralelismos entre la salud médica y la salud democrática?
Corremos un grave riesgo: el de la parálisis por sobrediagnóstico. En el mundo de la psicología y de la medicina, el sobrediagnóstico es un problema bien identificado y sobre el que la comunidad científica advierte insistentemente. Las consecuencias son graves y diversas: impacto económico, saturación de los sistemas de salud, efectos psicológicos, sobremedicación, ocultación de las casusas profundas y, sobre todo, subestimación de las causas sociales, económicas y ambientales en la salud de las personas. El libro Overdiagnosed: making people sick in the pursuit of health (2012) de los doctores Gilbert Welch, Lisa Schwartz y Steve Woloshin es una sólida advertencia de este mal contemporáneo.
¿Qué ocurre con la democracia? ¿Podemos trazar analogías y paralelismos entre la salud médica y la salud democrática? ¿Está la democracia -y su segura crisis- sobrediagnosticada? ¿Estamos abrumados por su deterioro? Es muy probable. Muchas veces el exceso de datos, análisis y etiquetas que explican lo que está pasando sin tener en cuenta debidamente el contexto puede afectar de manera grave la vida pública. También en esto parece que estamos infoxicados.
Lo cierto es que cada vez hay más voces y datos que nos alertan de un grave y profundo deterioro democrático. El politólogo Larry Diamond lo denomina “recesión democrática”; la ensayista Anne Applebaum sostiene que el mundo democrático está “envejecido, frío y cansado”; mientras que Marta Lagos, fundadora de Latinobarómetro, recurre también a una metáfora médica y habla de “diabetes democrática”: una enfermedad que no mata de inmediato pero es difícil de erradicar.
Sin embargo, los últimos diagnósticos y hechos apuntan a una dolencia más sistémica, a una posible metástasis. ¿Estamos, como sugiere Richard Seymour, “en los albores de un nuevo fascismo”? El periodista, editor y autor británico Daniel Trilling nos dice que, en el libro Disaster Nationalism (2024), Seymour sostiene que hemos tratado de entender a la nueva ultraderecha mirando en los lugares equivocados. Los partidos, las plataformas políticas o las personalidades de los “hombres fuertes” solo tienen un poder explicativo parcial. Lo que más importa es el estado de ánimo particular que impregnan tanto los márgenes extremistas como la corriente política dominante. “La nueva ultraderecha está fascinada por las imágenes de desastre”, escribe Seymour, quien acuña la expresión «nacionalismo del desastre» a la manifestación política de estos sentimientos reaccionarios.
Hace poco, Donald Trump ha dado un paso más al interpretar -y sobrediagnosticar- políticamente el caos y el desastre que según él vive Estados Unidos (en particular las grandes ciudades) y ofrecerse como remedio: “Mucha gente dice que quizá queremos tener un dictador, pero solo soy una persona con mucho sentido común. Dicen que soy un dictador, pero impido el crimen”, presumió en una reunión de su gabinete en la Casa Blanca. Y agregó: “La gente dice, si eso es así, prefiero tener un dictador. Aunque yo no soy un dictador”.
Quizás ha llegado la hora de pasar a la acción. Solo la ingenuidad o la irresponsabilidad podrían explicar esta parálisis nuestra, mezcla de una dosis importante de perplejidad con algo de escepticismo autosuficiente y arrogante, y de egoísmo localista y cortoplacista, cuando no de abierta complicidad por omisión o inacción. Cuando una sociedad ya no puede distinguir la diferencia entre neutralidad e imparcialidad (como, por ejemplo, en Gaza) el fin está cerca.
Algunas pequeñas ideas para pasar a la acción
1. Reconstruir los rituales, las liturgias y las escenografías democráticas. En su obra La desaparición de los rituales (2019), el filósofo Byung-Chul Han ya advertía sobre cómo, en la sociedad contemporánea, los vínculos compartidos se diluyen, y con ellos, las estructuras que daban sentido y cohesión a la vida social. Esta pérdida no ocurre de forma abrupta, sino como una degradación silenciosa que avanza sin resistencia si no somos capaces de nombrarla y enfrentarla.
Es urgente una agenda de “civismo democrático”. El civismo, denostado por “blandito” y superficial por muchas voces progresistas, es un buen antídoto contra el derrumbe de los valores comunitarios. Organizar, promover y difundir pequeños cambios comunitarios no es naif. Es una urgencia, una agenda. Reconstruir lazos comunitarios y amar los pequeños cambios empodera a cada vez más personas y las lleva a creer que las soluciones a sus problemas también pueden ser declinadas en plural, con otros, con los demás.
2. Comprar, cocinar y comer juntos. El placer de conversar, proyectar, escuchar alrededor de una mesa con vecinos y vecinas, o con personas con las que podemos compartir intereses o necesidades, construye vínculos poderosos que alimentan el espíritu. El éxito creciente de las prácticas políticas alrededor de la comida es una pista sólida de por dónde se puede avanzar. Igual sucede con los esfuerzos por la alimentación sana, responsable y sostenible. Todas las acciones alrededor de la mesa tienen un plus de compromiso: desde el acomodado living café político a las sororas meriendas para recaudar donaciones o las comidas populares, sea cual sea el formato y su vínculo con el conflicto social, todas estas expresiones construyen lazos profundos que pueden desarrollarse.
3. Reconstruir el espacio público. En 1973, el sociólogo Mark Granovetter distinguió entre “lazos fuertes” (las relaciones íntimas con familiares y amigos) y “lazos débiles” (los vínculos con vecinos, colegas o conocidos). Estos últimos, hoy en retroceso, son esenciales para romper la endogamia asfixiante de las burbujas digitales en las que vivimos y para combatir la soledad no deseada, uno de los males de nuestra época. Urge, por lo tanto, favorecer la creación de estos lazos, ya sea a través de plazas, mercados, ferias o eventos que inviten al encuentro, o mediante prácticas comunitarias —algunas ancestrales— como las mingas en Ecuador o los malones en Chile.
Limpiar, regenerar, cuidar el espacio público con otros vecinos o activistas es central. ¿Dónde empieza nuestra casa? Solo si ganamos la batalla de que lo mío no empieza tras mi puerta podremos recuperar el sentido colectivo. Como nos recuerda el sociólogo Richard Sennett: “necesitamos recobrar la experiencia de la vida pública, el reencuentro directo con personas que no son como nosotros”.
La fuerza de los pequeños cambios
Tal vez la clave no esté en un gran vuelco, sino en pequeños desplazamientos. En gestos que no busquen solo el impacto mediático, sino el compromiso real. En políticas que no apunten únicamente al corto plazo electoral, sino a una transformación social profunda. En una narrativa que no simule novedad, sino que asuma con honestidad los límites y las posibilidades del presente.
Porque cuando todo cambia y todo sigue igual, si bien se erosiona la confianza en la política, también lo hace la esperanza en el futuro. Y sin esperanza no hay impulso colectivo, solo resignación individual.
La política democrática no puede permitirse seguir funcionando como un escenario en permanente cambio de decorado. Necesita verdad, necesita raíces, necesita dirección. Y, sobre todo, escuchar más allá del eco de sus propias palabras.
Despertar la conciencia cívica es una urgencia. Recuperar el valor de la ejemplaridad pública, exigir integridad en la gestión de lo común, cultivar el respeto en el disenso y volver a poner la ética en el centro son tareas ineludibles si no queremos resignarnos al colapso lento de nuestras democracias. La degradación no es inevitable, pero sí progresiva. Solo una ciudadanía vigilante y activa puede detenerla. Hay que volver a mirar, nombrar lo que duele, intervenir donde otros callan. No se trata de nostalgia, sino de responsabilidad. Porque lo que no se cuida se corrompe. Y lo que se corrompe acaba por desaparecer.
La política, entendida como herramienta de transformación colectiva, también se degrada cuando se convierte en mero espectáculo o en un campo de batalla estéril. La agenda progresista y radicalmente democrática no solo debe formar parte de la escena, debe generar energía cívica y social verdadera en las comunidades. Lo advertía Hannah Arendt: “La política se convierte en una farsa cuando se pierde el vínculo con la verdad”. Y en esa farsa la ciudadanía pierde su papel activo, su compromiso, su vocación de intervenir.
Por ello, quizás, menos sobrediagnósticos y mejor pasar a un plan de acción sistemático, sostenido y consistente que no renuncia a las grandes transformaciones, pero sabe que para llegar lejos lo mejor es dar pasos cortos. Y seguidos. Ampliar el círculo del nosotros y darnos la mano fraternalmente con los que quieran caminar juntos.