María Corina y la conquista del lejano oeste chavista
El liderazgo de Machado comienza a avanzar hacia ese territorio del imaginario político venezolano tradicionalmente ocupado por el chavismo, un paso crucial para su propósito de remover a Maduro del poder
Si alguien quiere entender por qué el Gobierno de Maduro le teme tanto a María Corina Machado tiene que ver más allá del 92,3% con que la política de derecha ganó la primaria de la oposición. Aunque el número es de por sí abrumador, lo que preocupa más al chavismo es que Machado haya movilizado a sectores populares de la población en lo que anteriormente eran bastiones oficialistas.
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Si alguien quiere entender por qué el Gobierno de Maduro le teme tanto a María Corina Machado tiene que ver más allá del 92,3% con que la política de derecha ganó la primaria de la oposición. Aunque el número es de por sí abrumador, lo que preocupa más al chavismo es que Machado haya movilizado a sectores populares de la población en lo que anteriormente eran bastiones oficialistas.
La imagen de las largas filas de votantes el 22 de octubre en el interior venezolano y en el oeste de Caracas descolocó a tal grado a la jerarquía chavista que la hizo asegurar que “la primaria no existe. Fue la nada”. El contraste de esa nada multitudinaria con la de centros electorales semi vacíos durante el referéndum consultivo sobre el Esequibo del 3 de diciembre es brutal, pese a la alta participación reportada por el Consejo Nacional Electoral y que ha sido cuestionada por diversos observadores. De modo que ese es el mejor lugar para comenzar. Es también una cifra de la estrategia que Machado debe seguir en el 2024 no solo como candidata presidencial, sino como líder de la oposición venezolana. La conquista del lejano oeste es su gran oportunidad política.
Hasta ahora solo el excandidato opositor Henrique Capriles Radonski había probado una capacidad incuestionable para hacer votar a los sectores populares por la oposición en elecciones presidenciales. En 2012, al medirse contra un Hugo Chávez ya sentenciado a muerte por el cáncer pero que aún derrochaba histrionismo y millones de petrodólares, Capriles demostró que ni los barrios eran impenetrables ni el chavismo invulnerable. Seis meses más tarde, cuando, en abril de 2013, enfrentó a Nicolás Maduro y una maquinaria chavista en control de todas las instituciones y recursos del Estado, Capriles logró sumar casi 12% de votos y quedó a menos de un punto de ganar la presidencia.
Asolada por la crisis económica, una migración bíblica y el terrorismo de Estado, Venezuela es hoy el espectro de aquel país. Sin embargo, la lección que dejó la candidatura de Capriles sigue siendo válida: la oposición tiene mucho que ganar cuando se atreve a jugar con el chavismo en su propia cancha. Me refiero a la lucha por un terreno físico y geográfico, pero sobre todo por al espacio simbólico donde las necesidades racionales de los individuos y las emocionales colectivas confluyen permitiendo reimaginar y, a la postre, haciendo posible transformar la realidad.
Hasta muy poco tiempo atrás, ese espacio tenía límites simbólicos y de clase definidos. Se le llamaba “el oeste”. En la neolengua que Chávez impuso, los líderes opositores y sus seguidores, los “escuálidos”, provenían de los sectores acomodados de Caracas ubicados en el este y sureste de la ciudad. Dentro de esa mitología maniquea, Chávez era, por así decirlo, el justiciero de las clases populares que poblaban “el oeste”.
Aunque esta visión polarizada tenga mucho de caricatura se asumió casi universalmente. Durante más de una década y hasta un pasado muy reciente, Caracas permaneció tajantemente dividida entre un este opositor y un oeste chavista. Las protestas de la oposición tenían como epicentro la Plaza Altamira, considerada el corazón del este. Más allá de la Plaza Venezuela, suerte de ombligo geográfico de la capital, comenzaba el oeste, el territorio “rojo-rojito”, donde Chávez reinaba a sus anchas y las protestas opositoras enfrentaban el acoso de las milicias chavistas y una brutal represión policial.
Es evidente que Machado ha comenzado a conquistar el oeste del imaginario político venezolano. Al respaldar su candidatura pese a la arbitraria inhabilitación política del régimen de Maduro, los votantes se han convertido en su coro griego e impulsado su liderazgo por encima de los partidos políticos de oposición.
El apoyo a Machado en toda la sociedad le plantea a ella un dilema. Ser la candidata opositora en unas elecciones presidenciales o ser algo más que eso: una líder nacional capaz de arraigar donde el chavismo tenía sus bases. Es por eso que poner todo el esfuerzo en las elecciones presidenciales de 2024 puede no ser la mejor estrategia. Sería ideal derrotar a Maduro en comicios libres y justos, pero es muy probable que el Gobierno use la reclamación del Esequibo como un tosco ardid para no convocarlos. De hecho, ya se está moviendo para hostigar a Machado. Maduro, a través del Ministerio Público, ha hecho emitir órdenes de captura contra colaboradores de Machado acusándolos de traición a la patria, entre otros cargos. Por eso, mientras esté en libertad y dentro de Venezuela, Machado debe seguir penetrando ese lejano oeste real y mitológico para sumar las ansias de cambio a un amplio movimiento ciudadano de repudio al régimen.
Hasta ahora, Machado ha sabido identificar con precisión el blanco de su mensaje político: el socialismo chavista.
Atacar al socialismo no es nuevo en Venezuela. Pero mientras el país vivió la mayor bonanza petrolera de su historia fue una prédica sin tracción. Para promover el socialismo, Chávez no solo creó el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), sino que literalmente vendió su versión tropicalizada de esta ideología: un socialismo que amalgamaba el consumismo frenético con el clientelismo de toda la vida. En 2010, al lanzar el programa “Mi casa bien equipada” con la vista puesta en las presidenciales de 2012, Chávez proclamó: “Me estoy metiendo a vendedor. Vendedor del socialismo para derrotar a los vendedores del capitalismo”. Y en un tuit, escribió: “Vendo neveras, lavadoras y aires acondicionados. También te vendo cocina a gas. ¡Bueno, bonito y barato!”. Durante esos años, toda la obra del gobierno chavista llevaba un sello: “Hecho en socialismo”.
El sueño socialista de Chávez engendró la miseria de hoy. A mediados de noviembre, 96% de los venezolanos calificaba su poder adquisitivo como muy bajo, según la encuestadora Meganálisis. Para Rubén Chirino, su director, es lógico que a la candidata opositora se le haya hecho fácil cargar contra el socialismo. “El antisocialismo es un nicho y una oportunidad. Los venezolanos estaban ávidos de una figura que lo encarnara y Machado lo ha hecho con un discurso disruptivo antisocialista que plantea darle valor al trabajo y el estudio mediante el fortalecimiento económico de los ciudadanos. Al subestimar el trabajo y el estudio, el chavismo creó un venezolano dependiente del Estado, parasitario. Mientras tanto, en Venezuela, la polarización que sostenía al chavismo se acabó. Los venezolanos de hoy no están dispuestos a perder la oportunidad que ofrece Machado de salir del chavismo”.
El discurso no basta para remover al régimen de Maduro. Machado necesita un concierto de fuerzas que van desde mantener el respaldo de Estados Unidos y Europa, persuadir a Gustavo Petro y Lula da Silva de apoyar una ruta electoral en Venezuela, hasta capitanear a las fuerzas opositoras leales a la democracia, atraer a los militares e incluir a la sociedad civil en un amplio movimiento político. Pero todo eso será más claro a medida que el liderazgo político de Machado avance hacia el oeste. De modo que, como decían en las viejas películas de vaqueros, ¡Go West girl!