La recolectora de partituras: volver a tocar piezas de principios del siglo XX, conservadas por los indígenas
La directora boliviana Raquel Maldonado Villafuerte ha rescatado hasta 7.000 páginas de partituras manuscritas en el poblado amazónico de San Ignacio de Moxos
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Raquel Maldonado Villafuerte se formó como pianista, directora de orquesta y compositora de música clásica en La Paz (Bolivia), pero acabó recibiéndose como recolectora en San Ignacio de Moxos, un poblado amazónico del Beni, fronterizo con Brasil, a 502 kilómetros de la urbe altiplánica en la que había nacido. Recolectora sí, pero no de frutos silvestres. Recolectora de partituras. Con 26 años y recién titulada de la universidad, en 2004 aceptó dirigir la Escuela de Música de San Ignacio de Moxos, una decisión que trastocó su vida y, sobre todo, la del pueblo mojeño, una de las naciones indígenas reconocidas por el Estado Plurinacional de Bolivia.
Lo de recolectora es una denominación arbitraria. En realidad, ella se define como directora, compositora e investigadora musical. Sin embargo, la recolección es un concepto que sintetiza sus primeros años de trabajo en el Gran Moxos, la región de llanuras y bosques tropicales que es aledaña a San Ignacio, donde los habitantes viven dispersos en pequeñas comunidades. Al llegar a la escuela, que había sido creada por una monja de la orden de las ursulinas, comprendió que no podía reducir su labor a la enseñanza de música folclórica y universal, sino que debía trabajar sobre la larga tradición de música misional y nativa que había echado raíces en la región por siglos.
“No estábamos aterrizando como extraterrestres donde no había cultura, sino que más bien había un fuerte arraigo cultural y musical. Era justamente el arma con el que nosotros teníamos que empezar a consolidar una formación musical”, recuerda Maldonado. Pronto, descubrió las fiestas de barrio y las canciones que se ejecutaban en ellas. Y dio con un tesoro del que entonces sabía poco: el archivo musical que guardaba unos cuantos miles de partituras. “Luego, se nos dio a nosotros por terminar el trabajo y encontramos mucho más de lo que habíamos imaginado, porque cuadruplicamos el archivo”, cuenta.
Fue entonces que comenzó el trabajo más intenso de recolección. “Hicimos investigaciones de campo que dieron como resultado el levantamiento de más de 7.000 páginas de partituras manuscritas, partituras que no estaban enterradas en algún sitio”, aclara. La precisión no es menor. Los textos musicales habían sido manuscritos por los propios indígenas de comunidades fundamentalmente asentadas dentro del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis), un área protegida nacional que, desde hace años, es amenazada por la construcción de una carretera y la progresiva invasión de colonos. “No eran partituras en desuso. Estamos hablando de cultura viva que no ha roto su vínculo con ese pasado jesuítico en ningún momento”, dice.
Los documentos fueron copiados y atesorados por distintas generaciones de mojeños, incluso a pesar de que muchos ya no sabían interpretar la nomenclatura musical transcrita en viejos papeles heredados por sus ancestros que se iban extinguiendo por el calor, la humedad y la precariedad reinantes en la selva. “Eso es lo impresionante. En las comunidades, los músicos tradicionales siguen copiando estos manuscritos. Pese a que han perdido los conocimientos de lectoescritura musical, consideran que toda esta grafía es valiosa y ha sido salvada por los propios indígenas. Las han copiado como quien copia un dibujo”.
Música para ascender a la ‘loma santa’
En el libro La obra jesuítica en la Real Audiencia de Charcas, los historiadores Roberto Salinas y Mario Linares escriben que San Ignacio de Moxos fue fundado en 1689 por los jesuitas Antonio de Orellana y Juan de Espejo. Su instauración se inscribió en el ambicioso proyecto de evangelización de la región amazónica sudamericana, promovido por la Corona española y la Iglesia católica. Su nombre se lo debe al fundador de la Compañía de Jesús, el vasco San Ignacio de Loyola. Antes del asentamiento de los jesuitas, los conquistadores ibéricos habían recorrido esporádicamente las sabanas mojeñas, movidos por leyendas de tesoros de oro y la esclavización de indígenas.
San Ignacio de Moxos se halla a 94 kilómetros de Trinidad, la capital del departamento amazónico de Beni. En su Compendio de etnias indígenas y ecorregiones, el antropólogo Álvaro Díez Astete consigna que la población mojeña asciende a más 81.000 personas, un número que, según datos del más reciente Censo boliviano (2024), representaría menos del 1% de la población de todo el país. Su idioma es el mojeño, que tiene variantes (ignaciano, trinitario, loretano) y desciende del arawak antillano.
Su historia cultural post conquista española fue marcada por la presencia jesuítica, de la que heredó, además del credo católico, el cultivo de algunas artes, la principal de ellas, la música. El también antropólogo Fernando Hurtado afirma que, pese al choque cultural con los religiosos europeos, “hubo algunos cambios que los naturales aceptaron con agrado, entre ellos estaba evidentemente la música, la cual fue una de las razones más importantes para la conquista espiritual de los pueblos mojos”. En su investigación El cabildo indigenal San Ignacio de Moxos, Hurtado se remite a los cronistas de la época colonial para reconocer que los mojeños “eran muy afectos, muy hábiles y muy predispuestos a la música por su herencia cultural netamente musical”.
La misión jesuítica permaneció en San Ignacio de Moxos por 79 años, entre 1689 y 1768. Sin embargo, su legado musical lo mantuvieron vivo los mojeños. Los indígenas comenzaron a guardar y copiar las partituras heredadas. “Estamos hablando de un patrimonio que ha esperado siglos para poder ser reinterpretado y que no ha sido conservado por instituciones como la Iglesia o por personajes célebres, sino por los indígenas”, insiste Maldonado. De hecho, los documentos musicales pasaron de generación en generación, sorteando dramáticos trances históricos que golpearon a los mojeños, como la esclavización a manos de los explotadores de caucho (goma) o el reclutamiento para la Guerra del Chaco (1932-1935) que enfrentó a Bolivia y Paraguay. Para la directora de orquesta, la conservación de las partituras es un símbolo del empeño de los mojeños por mantener viva su identidad cultural.
Los archivos hallados por la investigadora y sus colaboradores datan mayoritariamente de principios del siglo XX. Se cree que las transcripciones fueron alentadas por un sacerdote italiano que arribó a la zona en las primeras décadas del siglo pasado y le insufló un nuevo impulso a la formación musical. Fue cuando emergió la figura del copista de partituras.
Los documentos guardados corresponden a piezas de distintos géneros, formatos y estilos musicales. “Hay desde música del tipo renacentista hasta republicana, seguramente traída por nuevos curas, y es música fundamentalmente coral, para el catecismo católico”, caracteriza la directora de orquesta. Son estas las composiciones que interpreta el Ensamble de Moxos que dirige Maldonado, las que han grabado en ocho discos y han llevado de gira por Europa. Sin embargo, no es la única. Su repertorio lo componen también piezas propias de la tradición nativa y oral de San Ignacio.
La simbiosis musical del proyecto no solo se expresa en la alternancia de composiciones misionales (renacentistas, barrocas y republicanas) y nativas, sino también en la incorporación de instrumentos creados por los propios indígenas. Además de violines y chelos, el Ensamble de Moxos hace música con flautas nativas (adaptaciones de versiones barrocas hechas con bambú) y bajones, unos monumentales instrumentos tubulares de viento que suplieron a los órganos europeos para integrarse a la formación tradicional litúrgica dentro del templo.
El uso de los bajones no deja de sorprender a Maldonado, teniendo en cuenta la estrecha mentalidad de los jesuitas de la época, quienes, si bien reconocían la belleza exótica de las creaciones culturales mojeñas, veían en las confecciones nativas instrumentos de menor calidad. Solo una vocación musical tan porfiada pudo burlar los prejuicios mentales, las adversidades sociales y las limitaciones naturales que enfrentaron durante siglos. Así como salvaron las partituras del paso del tiempo, se inventaron instrumentos para no dejar de hacer música. Son expresiones de una estrategia de resistencia cultural que, como recuerda Maldonado, remite al mito de la “loma santa”: un lugar sagrado inmune a las inundaciones tropicales de los llanos mojeños, pero también fuera del alcance del blanco esclavista. Una loma que se escala con música espiritual que la hace santa. Un camino en el que los acompaña desde hace más de 20 años una recolectora de memoria.