Bill Gates, Trump y el cambio climático
No basta con medir el éxito de la acción climática por la reducción de gases de efecto invernadero, sino por la capacidad de proteger vidas, reducir la pobreza y evitar sufrimientos innecesarios. El desafío no es solo ambiental, sino profundamente humano
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Hace unos días, Bill Gates volvió a hablar del cambio climático, y lo hizo con un tono distinto. En un texto reciente, sostuvo que la crisis ambiental es “un problema muy importante”, pero que “no llevará al fin de la civilización”, pues “las proyecciones de emisiones han bajado, y con las políticas e inversiones correctas, la innovación nos permitirá reducir las emisiones mucho más”. Su mensaje, más que una renuncia, era una invitación a cambiar el foco: dejar de pensar la acción climática solo en términos de temperatura y emisiones, y concentrarse en algo más inmediato y humano, como reducir el sufrimiento y mejorar la vida de las personas que ya están siendo afectadas.
El comentario desató una oleada de interpretaciones oportunistas. La derecha negacionista lo celebró como una victoria ideológica. Donald Trump, fiel a su estilo, lo utilizó como prueba de que su escepticismo tenía fundamento y repitió que el cambio climático es una “estafa”. Pero esa lectura es, como tantas veces, una manipulación. Gates no niega la existencia del problema ni la necesidad de actuar. Lo que propone, en realidad, es un ajuste moral: si ya no podemos evitar todos los impactos, debemos orientar los esfuerzos hacia la protección de quienes más sufren.
Esa distinción es crucial. Durante años, la conversación climática se ha centrado en metas como no aumentar la temperatura más allá de 1,5 °C, alcanzar las cero emisiones netas o lograr la neutralidad de carbono. Pero mientras las cifras se discutían en conferencias internacionales, los efectos del calentamiento ya se sentían en lugares donde las decisiones globales apenas llegan: comunidades desplazadas, cosechas perdidas, territorios secos, enfermedades agravadas, alimentos encarecidos. La crisis climática dejó de ser una amenaza futura y se transformó en una experiencia cotidiana.
En ese contexto, la sugerencia de que el objetivo no puede limitarse a controlar el termómetro no solo es razonable, sino que está muy en línea con el discurso de la mayoría de las organizaciones sociales y ambientales del Sur Global. La acción climática debe incluir la adaptación, la cooperación y la justicia. No basta con medir el éxito por la reducción de gases de efecto invernadero, sino por la capacidad de proteger vidas, reducir la pobreza y evitar sufrimientos innecesarios. En otras palabras, el desafío no es solo ambiental, sino profundamente humano.
Trump, en cambio, representa la negación activa de esa idea. Su discurso sigue anclado en la sospecha hacia toda forma de acción colectiva. Defiende un mundo donde cada uno se salva por sí mismo, donde la regulación es enemiga y la solidaridad, una debilidad. En esa lógica, el cambio climático no existe, o, si existe, no merece atención porque los costos recaerán sobre otros. Es la política del sálvese quien pueda, elevada a programa de Gobierno. Una política que no solo daña a los estadounidenses, sino al mundo.
Parte del daño que los regímenes de ultraderecha y otros Gobiernos autoritarios están provocando es que, al minar la acción colectiva en favor del negocio de los combustibles fósiles, están volviendo imposible controlar el aumento de la temperatura. Reducir el calentamiento global es la forma más sencilla y menos costosa de evitar los daños de la crisis climática. Pero, al hacerse menos probable, se hace necesario buscar otras vías para mitigar sus consecuencias, y ahí una estrategia dominante es fortalecer a quienes están en posiciones más vulnerables.
Así, el error en la celebración de la ultraderecha es doble. No solo Gates reafirma la urgencia de la crisis climática, sino que además busca reorientar la acción hacia la solidaridad y la cooperación internacional, algo abiertamente contrario a las ideas individualistas que esta ideología promueve.
La gobernanza global de la crisis climática está fracasando en su primer objetivo, detener el aumento de las temperaturas para reducir la gravedad del problema. Pero el problema está muy lejos de desaparecer. Las promesas de financiamiento climático se incumplen, la ayuda internacional se desvanece y la transición ecológica avanza a distintas velocidades, reproduciendo las mismas asimetrías que produjeron la crisis. Frente a eso, la noción de justicia climática aparece no como consigna, sino como brújula: reducir el sufrimiento donde más duele, compartir recursos, proteger a los más vulnerables.
Tal vez por eso las palabras de Gates, más allá de sus límites y contradicciones, resuenan en este momento. Porque admiten lo que muchos prefieren negar: que el desastre ya comenzó y que la respuesta no puede seguir siendo una suma de compromisos incumplidos. Que el planeta seguirá existiendo, pero el mundo que conocemos podría no hacerlo. Y que el verdadero dilema no es si podremos evitar el cambio climático, sino cómo decidiremos vivir, y quiénes podrán hacerlo, dentro de él.
Podría esperarse que los negacionistas cambiaran de postura, que la evidencia los convenciera, pero esa esperanza es ingenua. Su negacionismo no es falta de información, sino una forma de poder. Por eso, el sentido de las palabras de Gates no está en tranquilizar, sino en mover el tablero. Frente a la arremetida de la ultraderecha contra la vida, la lucha ha cambiado de frente y debemos enfocarnos en salvarnos unos a otros.