El rol social de las grandes empresas en Colombia se queda corto
La ética corporativa como motor de cambio sostenible afronta inconsistencias en algunas de las zonas más marginadas del país, según algunos expertos
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
El relato de un gran empresariado altruista guiado por la antorcha del compromiso social es una historia incompleta. La necesidad de reivindicar su función solidaria, más allá de ganar dinero, forma parte de un discurso corporativo implantado en los años ochenta. También se convirtió en una cultura. Y en un asunto de reputación. Había que invertir, al menos como muestra ética contra las asimetrías en regiones y comunidades vulnerables de Colombia. Esos fueron los criterios que llevaron a gigantes como Ecopetrol, Corona, la fundación de la acaudalada familia Santo Domingo, o Bavaria, a destinar recursos hacia estos proyectos. La evidencia sugiere, sin embargo, que el enfoque tuvo falencias de raíz. Y su impacto, quizás, se ha quedado corto.
En Colombia la historia se desarrolla, además, en entornos rurales condicionados por la violencia. Las empresas deben sortear a menudo todo tipo de obstáculos para involucrarse en zonas desbaratadas por la guerra. Muchas de ellas están englobadas dentro del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Los avances en la implementación de algunos puntos de los acuerdos de paz de La Habana, donde las empresas privadas han intervenido, bien podrían ser un buen termómetro, aunque parcial, del modelo. En todo caso, por lo pronto no hay ningún estudio a la mano que mida el impacto cualitativo.
Juanita Dela Hoz, directora de sostenibilidad en la Fundación Ideas para la Paz, cita el mecanismo bautizado “obras por impuestos”, una iniciativa estatal que le permite a los grandes conglomerados canalizar el dinero de sus tributos en infraestructura, vías, alcantarillado o energía. “Pero no todas han participado. Solo algunas, en especial las grandes petroleras”. No obstante, la investigadora reconoce que es un instrumento concreto que ha funcionado. En principio, señala, porque se ha dirigido bien la estrategia. Sus encargados deciden dónde se puede invertir, y no solamente en las regiones engarzadas a las actividades que generan renta a las corporaciones. También ha habido un seguimiento riguroso a su ejecución. Y por último, la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) funge como supervisor de sus recursos.
La clave: que el plan de negocio incida en el desarrollo
“La Responsabilidad Social Empresarial surgió a raíz de que las grandes compañías se dieron cuenta de que era necesario beneficiar y ayudar a los territorios de su interés para mejorar el desarrollo de sus negocios en medio de contextos de inseguridad”, explica Miriam Villegas, una de las mayores expertas en desarrollo rural. No se trata de caridad. En cada nuevo escenario que se abre en zonas del país, antes inaccesibles por la violencia, las empresas tienen una posibilidad de expandir su dominio de mercado. Pero hay una salvaguarda: el plan de negocio e inversión debe tener en su eje actuaciones que incidan también en su cambio y desarrollo.
Los criterios de esta historia no se circunscriben solo a Colombia. Y en el fondo plantea dos viejos polos de tensión. De un lado, algunos teóricos que defienden que las empresas solo se deben preocupar por sus beneficios, y del otro, quienes añaden que además tienen una responsabilidad social. Una lectura reivindicada, de hecho, por la Constitución colombiana. En el intersticio de este tire y afloje, extensos sectores civiles de medio mundo reclaman cada vez más mayor compromiso a las corporaciones más poderosas. Sus amplios beneficios, sostienen, las debería involucrar más en la lucha contra la emergencia climática o la erradicación de la pobreza.
Jaime Arteaga preside una plataforma de diálogo intersectorial. Un lugar de convergencia entre el sector privado, el Estado y las comunidades. A su juicio, el balance de las grandes compañías en este campo durante la última década es “aceptable”. Comenta que la intervención corporativa en los municipios del país ha “cuadriplicado en seis años la creación de microempresas”, una señal explícita de que ha generado incentivos y beneficios para esas áreas. Una crítica recurrente, sin embargo, es que estas ayudas se han canalizado a través de fundaciones que operan como apéndices sobre el terreno. Una tesis que Arteaga también rebate: “Las empresas ya no son las mismas de hace 30 años. En la mayoría de ellas, ahora hay una vicepresidencia para los asuntos de sostenibilidad”.
Nada de esto significa que la evaluación global a la hora de medir el impacto social sea positiva, según dice Juanita De la Hoz: “Creo que la valoración o la característica es la inconsistencia. Hay casos de fundaciones empresariales que entendieron por el camino que no iban a poder vivir toda la vida de los recursos de sus benefactores y migraron a modelos interesantes”. Pero su argumento central es claro. Las compañías se deben acercar más a las poblaciones como socios y no solo gestoras solidarias a control remoto: “Ahora se habla de ‘valor compartido’. Es decir, las comunidades y los privados deben generar negocios mancomunados que conlleven confianza y riesgo”.
También ha habido otros comentarios negativos que señalan a ciertas corporaciones por supuestamente aprovecharse de las exenciones fiscales de las fundaciones como atajo contable. Un discurso que otros expertos consideran marginal. ¿Dónde nace esta desconfianza en parte de la ciudadanía hacia el empresariado? Jaime Arteaga argumenta que muchas personas carecen de una visión más completa y menciona las trabas logísticas que enfrentan las empresas en la Colombia rural. Por eso apunta que, desde el Observatorio de Inversión Privado para la Paz, se ha propuesto una política de reconstrucción de los territorios que empiece por solventar las enormes limitaciones de acceso.
La inversión privada en estas zonas, de acuerdo con sus cálculos, está bordeando el billón de pesos anual. Una cifra que se replica con cierta facilidad dentro del discurso empresarial, pero a la vez genera cada vez más interrogantes a largo plazo. Sobre todo en expertos como Miriam Villegas: “La gran empresa, y en parte hay algunos que han avanzado en esto, debe entender que no se trata solo de desembolsar una plata y con eso cumplieron su responsabilidad y salvaron su conciencia. Tienen que involucrarse más en la región, con las comunidades en temas de conectividad, educación o vivienda”.
De cualquier forma, el compromiso medioambiental, la transparencia en la gobernanza corporativa y el acento social son parte integral del recetario de todas las grandes empresas hoy. Sus departamentos de mercadeo se encargan del resto. Una prueba de fuego para gigantes que tratan equilibrar la misión financiera en un mundo inestable. En sociedades, además, con más y más voces que exigen adecuar su conducta ética y destinar parte de sus fondos a la consecución de un desarrollo sostenible con atención especial a los derechos humanos: “Me parece que en todo esto ha habido una evolución austera”, concluye Juanita De la Hoz. “Hoy se plantea que no puede haber negocios prósperos sin contar con el concepto de valor compartido en su ecuación. Y en Colombia esa historia ha sido inconsistente”.