Entrevista con el fuego: testimonio de un incendio forestal
¿Servirán de algo las palabras para apagar el incendio del mundo? Ya sé que en vez de publicar columnas sería más llamativo que subiera videos del fuego a TikTok, pero confío en la fuerza de lo escrito para llegar más lejos y más hondo
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Había escrito mucho sobre él, sin conocerlo: en mi segunda novela y en varias crónicas, el fuego tiene una importancia protagónica. No esperaba encontrármelo tan cerca al visitar el Parque Nacional Sierra de San Pedro Mártir, en Baja California, a donde fui para entrevistar a los miembros del Programa de Reintroducción del Cóndor de California, una extraordinaria ave cuya historia de extinción y regreso merece ser contada.
“Ahora sí vas a tener de qué escribir”, me dijo Juan Vargas Velazco, jefe de campo del programa, mientras todos nos disponíamos, con premura de bomberos, para salir de la estación. Acababan de llamarlos para solicitar apoyo en el combate de un incendio forestal que estaba recrudeciéndose en un rancho cerca del Parque.
No hubo tiempo para desayunar. Catalina Porras Peña, la coordinadora del Programa, empacaba víveres y radios mientras los miembros de su equipo —José Hiram Licona Hernández, Alejandra Argüelles Castañeda y Gustavo Ramón Lara— cargaban mangueras, palas, cascos, mochilas extintoras y una bomba de agua a presión que sería crucial en las siguientes horas. Gracias a la previsión de Juan, el Programa del cóndor cuenta con todo los aditamentos necesarios para enfrentarse al fuego. Aprovechando mis antecedentes como escritor, me encargaron un plumón indeleble para marcar las cosas con la palabra “Cóndor” y evitar que se revolvieran con las de los guardaparques, soldados y brigadistas de la Comisión Nacional Forestal (Conafor).
La humareda nos guió hasta el sitio que estaba ardiendo desde el día anterior. Al bajar de los vehículos, el incendio nos recibió con un espectáculo intimidante de gigantescas flamas anaranjadas y rugidos estruendosos.
Ya que no podría entrevistar a los guardianes del cóndor en esa ocasión, decidí hacerle algunas preguntas al fuego. Me explicó que había empezado en una fogata descuidada y que había prosperado gracias a la gruesa alfombra de hojarasca que cubría los alrededores. También me dijo que no estaba acostumbrado al frío de finales de octubre porque la mayoría de los incendios naturales sucedían en época de tormentas eléctricas, no en pleno otoño. Sin embargo, era optimista: los vientos de Santa Ana y el enorme tamaño de los encinos del rancho le auguraban un futuro luminoso.
Ya no pude seguir interrogándolo porque los protectores del cóndor lo ahuyentaron con un poderoso chorro de agua obtenida de un tanque usado para regar hortalizas. A pesar de que las grandes llamas se extinguieron, había pequeñas lumbres encendidas por doquier, así que nos dedicamos a enterrarlas y apelmazar la tierra para asfixiarlas. Las brasas siseaban con frustración cada vez que las regábamos. Juan me indicó cómo usar el rastrillo para abrir brechas en la maleza y cortar el avance soterrado de la combustión silvestre. El suelo era un asador en el que las suelas de mis zapatos empezaron a derretirse. Había que andar con cautela para no caer en los túneles abiertos por las raíces quemadas.
Hacia las cuatro de la tarde, cuando ya se había controlado el fuego en esa zona —Juan, Hiram y Gustavo siempre estuvieron en la primera línea de combate—, nos reunimos a comer alrededor de las ollas abiertas en la caja de una camioneta. Una vecina del rancho había guisado para todos. Debido a su edad y al hecho de estar en quimioterapia, ella no podía levantar palas ni machetes, pero sí podía manejar cuchillos y cucharones, por lo que había decidido cooperar de esa manera imprescindible.
El festín concluyó apresuradamente: los guardaparques nos avisaron que el incendio había escalado hacia el este y ya estaba arrasando el chaparral junto a la carretera. Si el fuego lograba cruzar esa barrera de asfalto, sería imposible frenarlo antes de que alcanzara el extraordinario bosque de coníferas que inspiró la creación del Parque Nacional Sierra de San Pedro Mártir en 1947.
Cuando llegamos a la zona ya se encontraban ahí los brigadistas de la Conafor y las pipas del Observatorio Astronómico Nacional, administrado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en los picos al oeste de la Sierra. El panorama era mucho más aterrador que en la arboleda donde habíamos estado trabajando. Los arbustos de manzanita ardían furiosamente y el humo espeso cubría todo a nuestro alrededor. Lo peor ya había ocurrido: una chispa había saltado el camino. Mientras los demás preparaban un tanque de agua para atacar esa metástasis con las mangueras, me tocó llenar una mochila de agua y subir a ciegas por la carretera para empapar las llamas artesanalmente.
Me sentí ridículo echándole chisguetes discontinuos a una zarza que ardía con elocuencia bíblica. El fuego peroraba, como un profeta loco, sobre el advenimiento del Piroceno, una era de incendios descomunales auspiciados por el cambio climático. Estaba orgulloso de los extensos territorios que en ese momento ardían en el norte de Australia. En Canadá se habían hecho añicos los récords de extensión quemada en 2023: más de 18 millones de hectáreas, alrededor del 5% de todos los bosques del país. En Bolivia, la cifra era más modesta (2,7 millones de hectáreas), pero no por ello menos encomiable. Inspirados por la deforestación agrícola y la quema industrial de combustibles fósiles, los incendios querían talar los bosques y llenar la atmósfera de humo. Las muchas lenguas rojas del arbusto se exaltaban recitando las victorias de su tribu en este año: la destrucción de la ciudad hawaiana de Lahaina en febrero, el cielo de Nueva York envenenado por el humo de los bosques arrasados y la evacuación masiva de la isla griega de Rodas en julio.
Mientras yo sufría el picor del humo en la garganta, la manzanita en llamas cantaba con una voz diabólica el superéxito Flowers, en el que Miley Cyrus evoca la destrucción de la casa que construyó con su exmarido durante la temporada de incendios de California en 2018:
– We were good, we were gold,
Kinda dream that can’t be sold.
We were right ‘til we weren’t,
Built a home and watched it burn…
Una vez más, el equipo extintor del Programa del cóndor acalló la pesadilla con sus mangueras. A partir de ese momento, mientras los brigadistas perseguían al diablo entre las lomas, nos dedicamos a empapar las orillas de la carretera. El humo comenzó a disiparse. El paisaje tenía una belleza catastrófica. A lo lejos se alcanzaba a ver el océano Pacífico. El sol se duplicaba sobre el agua. Parecíamos contemplar el atardecer de otro planeta. De no haber sido por el ardor en las manos rasguñadas y el frío en los pies mojados (se me empaparon con el agua que goteaba de la mochila extintora), habría pensado que aquello era un sueño.
Tomamos algunas fotos para registrar el evento. Catalina, Alejandra y yo sonreímos para la cámara con el campo de batalla de fondo. La lucha no había terminado (al día siguiente volvería a empezar y sería muy ardua), pero esa jornada habíamos defendido al bosque de San Pedro Mártir con éxito. Fotografié a Juan Vargas a contraluz. Aunque no sea una imagen muy buena, espero que sirva como testimonio del heroico trabajo que realizan los protectores del cóndor desde hace más de veinte años. Juan y Catalina le han dedicado su vida a esta misión tan ardua y peligrosa. Para ellos este incendio fue un episodio sin mayor trascendencia. Para mí fue un bautizo de calor y miedo. Si fui tan poco útil con el plumón (¡ni siquiera alcancé a marcar todo el equipo!), espero serlo con la pluma. ¿Será que algún día lograré persuadir a un funcionario público de asignarle más recursos al cuidado de nuestra riqueza natural? ¿Qué tendré que hacer para que escuchen? ¿Servirán de algo las palabras para apagar el incendio del mundo? Ya sé que en vez de publicar columnas sería más llamativo que subiera videos del fuego a TikTok, pero confío en la fuerza de lo escrito para llegar más lejos y más hondo.