Sostenibilidad, pesca y cocaína: la encrucijada de la Costa Rica marítima
Con la superficie marina, el mapa del país de bandera ambientalista se multiplica por diez y dificulta su soberanía con aprovechamiento sostenible mientras el Gobierno da señales de viraje en la “agenda azul”
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En la noche del 3 de noviembre de 2018, un avión de vigilancia marítima estadounidense captó a una embarcación sospechosa en una zona del océano Pacífico usual para el transporte de cocaína, 50 millas náuticas al suroeste de Costa Rica. El barco Coast Guard Cutter Campbell se acercó a las coordenadas y, tras una persecución con botes rápidos, pudieron disparar a los motores del bote Cool Runnings X para detener a los tripulantes con sus 600 kilos de droga; eran cuatro colombianos y dos pescadores costarricenses que hacía tiempo habían quedado desempleados por el cierre de la empresa camaronera tras una sentencia constitucional de 2013 que prohibió el destructivo método de pesca por arrastre.
El capitán era un sabio del mar, vecino del barrio Fray Casiano, uno de los más precarios y peligrosos de Puntarenas, la ciudad portuaria principal de la costa pacífica costarricense. Siempre había dicho a su familia que haría un último servicio para los “señores” y ya se retiraba, pero ese día sí fue su final. De nada sirvió lanzar los paquetes blancos al mar. Todo quedó grabado desde el aire y cuatro meses después los cinco aceptaron haber cometido el delito de posesión y transporte internacional de drogas, por lo que el capitán y sus socios recibieron una condena de casi nueve años.
Preso en la cárcel de Puntarenas, calurosa y hedionda a basura con aguas estancadas en alrededores, el capitán cumplió ya la mitad de la condena y su familia ha gastado mucho del dinero que pudo obtener antes de la captura en altamar. Lo bueno, si es que eso puede considerarse positivo, es que está con vecinos o colegas que también cayeron en las redes criminales cuando la pesca dejó de darles lo necesario para sobrevivir. “Eso está lleno de hombres así, que tuvieron que dejar a sus familias abandonadas y que probablemente al salir van a volver a las actividades malas, porque qué les queda”, dice Miguel Sanchez, un abogado puntarenense que trabajó como profesor en esa cárcel.
Ahí están algunos de los que mejor conocen el mar en el país montuno que suele traicionar su nombre costero y dejar rezagadas a las poblaciones de los litorales, a pesar de la buena imagen internacional por el impulso a una “agenda azul” ambiental (la relacionada a la gestión de los ecosistemas marinos y costeros) que en meses recientes, con la entrada de un nuevo Gobierno, aparece condicionada a la riqueza que pueda generarse.
Seguridad, conservación y productividad son las tareas que ponen en un dilema a la Costa Rica que no acaba de asumirse como país marino, con 51.030 kilómetros cuadrados de superficie terrestre, pero con una superficie marina 10 veces mayor. Pocos más que algunos científicos saben que la más extensa cordillera volcánica costarricense no la componen las montañas con sus bosques fotografiados millones de veces por los turistas, sino los montes de la Cordillera Submarina del Coco, con casi 800 kilómetros de longitud. Cualquier escolar sabe que el país colinda con Nicaragua al norte y Panamá al sur, pero solo los más agudos incluirían Ecuador y Colombia, vecinos de aguas. Apenas va calando la idea de que los mares de la pequeña Costa Rica albergan un 3,5 % de la biodiversidad marina del planeta.
“El país sigue sin encontrar la fórmula para manejar adecuadamente ese gran recurso”, concluye Marco Quesada, biólogo marino costarricense y vicepresidente de Océanos en la División de las Américas de Conservación Internacional. Es cíclico el pulso entre la protección ambiental y la explotación marina, sobre todo pesquera. Al margen quedan el aprovechamiento turístico y la necesidad de ejercer un control suficiente contra las actividades criminales como el trasiego ilegal de especies o el narcotráfico. Solo a veces sale mal el viaje, como aquel 3 de noviembre.
“La clave está en entender que la vigilancia de los mares es una actividad transversal a la conservación y a la productividad, al aprovechamiento sostenible”, añade Quesada, que desdeña el debate excluyente entre proteger y explotar. Este es precisamente el duelo en que se han estancado las discusiones políticas en Costa Rica después de que el Tribunal Constitucional ordenó en 2013 suspender la pesca de arrastre hasta que no haya estudios científicos que evidencien la posibilidad de la explotación con impacto reducido.
En Puntarenas, donde operaban las empresas camaroneras que practicaban ese método, la noticia cayó como una afrenta desde las autoridades en San José complacientes con los banderines de las organizaciones ambientalistas, sobre todo extranjeras. Las fuentes de empleo cayeron en picada y el deterioro social aumentó, reflejado parcialmente en la tasa de asesinatos de la provincia, que se duplicó en los últimos cinco años. Los turistas no llegan y se alejan las posibilidades de recuperar empleos. Solo algunos pescadores que se veían afectados con el método de arrastre apoyaron la restricción, pero reconocen que el Gobierno debía impulsar alternativas y estas no han llegado todavía.
“Es un asunto histórico en que Costa Rica ha quedado en deuda”, reconoció a EL PAÍS Heiner Méndez, presidente del Instituto Costarricense de Pesca, al que el presidente Rodrigo Chaves ha dado rango de ministro de Estado como señal de una mayor prioridad en el desarrollo de la industria, mientras se ha eliminado la figura de viceministro de Mares y Aguas que mantuvieron las tres administraciones anteriores.
Haydée Rodríguez, exviceministra de Mares y consultora internacional en gobernanza marítima, lamenta las posiciones de las nuevas autoridades y la reducción de opciones del Estado de ejercer una soberanía equilibrada en materia ambiental, de desarrollo y de seguridad, más allá de lo que haga el programa de patrullaje convenido con Estados Unidos. “No solo diría que se ha desacelerado la agenda de océanos, es que nos hemos cambiado de carril hacia ideas de aprovechamiento como se planteaba hace 30 años”, comentó antes de señalar que representantes del sector pesquero han ocupado espacios en delegaciones costarricenses en conversaciones internacionales sobre protección marina.
Las parecen darle la razón a los señalamientos ambientalistas. “No se trata de proteger por proteger”, advierte Méndez, que apuesta por la protección de modo productivo, un punto tibio que permita satisfacer las necesidades económicas de poblaciones costeras y también las oportunidades internacionales de cooperación económica. Aunque en el país grupos ambientalistas desconfían por las numerosas alusiones de las autoridades sobre la necesidad de obtener riqueza de los recursos naturales, la política exterior mantiene el énfasis en la “agenda azul”.
Costa Rica junto a Francia, líderes de la Coalición de Alta Ambición para la Naturaleza y la Gente (HAC por la sigla en inglés,) pretenden aprovechar una conferencia de biodiversidad de Naciones Unidas, en diciembre, para forjar un compromiso internacional de declarar áreas silvestres protegidas al menos 30% de su superficie terrestre y oceánica antes de 2030.
El riesgo para Costa Rica es declarar zonas protegidas y no poder protegerlas, como ocurre en tierra con algunos parques nacionales que son utilizados como bodegas o rutas por grupos narcotraficantes. Es cuando el conocimiento de los pescadores en apuros resulta valioso para el trasiego de la droga, como reconoce Méndez, advirtiendo que ellos son una minoría, sin que tampoco haya un censo de la flota pesquera en el país. Solo se registran 1.800 licencias para pequeña escala, unas 350 para flotas grandes o medianas, 500 para turismo y menos de 200 para pesca deportiva.
Mientras, las esperanzas son pocas en los territorios. “Nosotros no existimos para ellos (los políticos o las autoridades). Es como si viviéramos fuera del país. Solo existimos cuando alguno saca un ‘tiburón blanco’ (paquete de cocaína); ahí si se fijan en nosotros y nos mandan policía, guardacostas, Poder Judicial y todo lo que pueden”, lamentaba Manuel Fernández, pescador en Golfito, un pueblo al sur de la costa pacífica, en marzo pasado durante la campaña presidencial de este año.