El peligroso oficio de ser guardián de la selva en Brasil
Varios pueblos nativos han asumido la vigilancia de sus tierras ante el debilitamiento de la protección gubernamental, que Bolsonaro ha acelerado
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La madrugada del 3 de septiembre, el indígena brasileño Janildo Oliveira Guajajara recibió varios tiros por la espalda y murió poco después. Su sobrino de 14 años también fue baleado, pero sobrevivió. Esa misma noche, otro indígena, Israel Carlos Miranda Guajajara, falleció víctima de un atropello que, según los líderes de su pueblo, fue intencionado, no un accidente. Una semana después, seis tiros acabaron con la vida de Antonio Cafeteiro Silva Guajajara. Todos los crímenes contra esta etnia indígena tienen como telón de fondo las invasiones ilegales que los Guajajara vienen sufriendo desde hace tiempo en su territorio, en el estado de Maranhão, en el extremo oriental de la Amazonía brasileña. Hace una década, para hacer frente a los madereros y suplir la ausencia del Estado que debería protegerlos, los indígenas crearon el grupo Guardianes de la Selva. Desde entonces, pagan con la vida la osadía de querer resguardar su territorio.
La tierra Araribóia es un pedazo de Amazonía del tamaño de más de 400.000 campos de fútbol en la que viven unos 5.300 indígenas Guajajara y entre 60 y 70 Awá Guajá, otra etnia que nunca tuvo contacto con los no indígenas. Como ocurre con muchas otras tierras de Brasil en posesión legal de los pueblos originarios, es una isla verde acosada por la presión de los cultivos y los pastos para el ganado que dominan el paisaje a su alrededor.
El clima en las pequeñas ciudades de frontera, donde los Guajajara suelen transitar, es de total hostilidad, como comenta al teléfono Sônia Guajajara, una de las principales activistas indígenas de Brasil. “Es gente muy joven que no tiene ningún tipo de seguridad. Las aldeas están muy expuestas, al borde de la carretera, y en las ciudades sufren mucho racismo y prejuicios, sobre todo por el tema de los guardianes del territorio”, explica.
Antes de que los guardianes empezaran su misión hace una década, había 72 caminos de entrada para la tala ilegal. Ahora son solo cinco. Janildo, uno de los asesinados este mes, actuaba como guardián desde 2018, en una aldea cerca de una pista forestal abierta por madereros furtivos. Como era ilegal, los indígenas, que vigilan la tierra subidos en moto, cerraron el acceso, lo que elevó el tono de las amenazas. En 2019 ya tuvo mucha repercusión la muerte del guardián Paulo Paulinho Guajajara, asesinado en una emboscada por madereros, y de otros tres indígenas, incluidos dos caciques.
Lo que ocurre en casa de los Guajajara no es un caso aislado. Los indígenas Ka’apor, vecinos en el estado de Maranhão, también formaron sus propias patrullas de control. En las sabanas de Mato Grosso do Sul, Estado dominado por los latifundios, los Guaraní-Kaiowá cuentan a sus muertos por decenas en las “retomadas” en las que reivindican la tierra que históricamente les pertenece. En el Estado de Rondônia, los indígenas Uru-Eu-Wau-Wau usan celulares, radiotransmisores y drones para detectar a los furtivos. La familia formada por la activista Neidinha, el líder Almir Suruí y la joven Txai Suruí, recibe amenazas de muerte de forma constante desde hace años. Su historia se narra en el recién estrenado documental The Territory, de Alex Pritz.
Las tierras indígenas son las mejor conservadas de la Amazonía, región donde la deforestación aumentó vertiginosamente en los últimos años. En los tres primeros años del Gobierno de Jair Bolsonaro, Brasil perdió más de 42.000 kilómetros cuadrados de vegetación nativa, según un estudio de MapBiomas en base a los números oficiales. Es una superficie del tamaño de Suiza. La Amazonía se llevó la peor parte.
El pasado mes de junio, el asesinato del periodista Dom Phillips y el indigenista Bruno Pereira puso de relieve el clima de impunidad que reina en la mayor selva tropical del planeta. La ausencia de control por parte del Estado no es algo nuevo, pero sí el discurso beligerante contra los derechos indígenas instalado con el Gobierno Bolsonaro. En la campaña electoral de hace cuatro años, el actual presidente prometió no dedicar “ni un centímetro más” a los territorios indígenas, y cumplió.
El año pasado, el Consejo Indigenista Misionario (CIMI), vinculado a la Iglesia católica, recopiló 355 casos de violencia contra indígenas, incluyendo 176 asesinatos y 148 suicidios, el mayor número hasta la fecha. Para Sonia Guajajara, que durante años coordinó la entidad que agrupa a todas las organizaciones indígenas del país, la Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), hay un vínculo claro entre el aumento de la violencia y el discurso oficial. “Los asesinatos ya han sido banalizados, es una situación normalizada. Todo lo provoca el discurso de odio que domina el país, que viene de la propia Presidencia de la República. Desde el Gobierno se acaba incitando esa violencia, y quienes la practican se sienten autorizados, porque saben que no les va a pasar nada”, critica.
En las elecciones que se celebrarán en octubre, Sonia Guajajara buscará un escaño como diputada en el Congreso Nacional y asegura que tendrá como prioridad el reconocimiento legal y la protección de las tierras de las poblaciones nativas. Joenia Wapichana es en este momento la única parlamentaria nativa en Brasilia. Los récords de deforestación y ataques a los guardianes de la selva van acompañados de otro récord en número de candidaturas indígenas. Este año se presentan 182, la mayoría para las asambleas legislativas de los Estados.