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La mirada ajena de Karol G

Interpelar la narrativa actual de la artista no es un asunto de moralismo. No hay liberación cuando la apuesta visual procura el consumo de una mirada ajena

Toda apuesta creativa es una forma de mirada. Un punto de la vista. Es decir, un conjunto de imágenes. Lo que quiere decir también, una acumulación de significados. Vivimos sí, en la era de la anestesia visual; nada parece sobresaltarnos, colarse en nuestros huesos, penetrarnos, mover un sentimiento. Ni la muerte de niños y niñas bombardeados y arrancados del mundo por el hambre. Ni el instante en que un político, en plena divulgación de su palabra, recibe disparos. Nada nuevo hay en señalar que vivimos el régimen del estímulo y la escasez de una subjetividad sensible a la otredad. Esas escena...

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Toda apuesta creativa es una forma de mirada. Un punto de la vista. Es decir, un conjunto de imágenes. Lo que quiere decir también, una acumulación de significados. Vivimos sí, en la era de la anestesia visual; nada parece sobresaltarnos, colarse en nuestros huesos, penetrarnos, mover un sentimiento. Ni la muerte de niños y niñas bombardeados y arrancados del mundo por el hambre. Ni el instante en que un político, en plena divulgación de su palabra, recibe disparos. Nada nuevo hay en señalar que vivimos el régimen del estímulo y la escasez de una subjetividad sensible a la otredad. Esas escenas se transfiguran en eso que es el mundo que habitamos: la superficie vacua de una pantalla.

Cuando digo mirada, quiero hablar no solo sobre el acto, aparentemente fáctico, de echar los ojos sobre algo. Allí se encuentra una paradoja importante: vemos sin mirar realmente nada, imbuidos en un vértigo colectivo de imágenes que no paran, disponibles al apetito de la búsqueda inmediata. Y, al tiempo, sigue habiendo mucho que desglosar en las imágenes, aun cuando sean más rápidas, o se sientan vaciadas.

¿Qué encuentra la mirada si se desplaza por el video de Karol G, “Latina Foreva”? Primero, retazos del cuerpo de la estrella, en traje de baño de dos piezas, donde cuelgan pequeñas maracas, sobre una moto, en un paisaje de nieve. Luego, imágenes similares con otras muchachas, todas en bikini, todas deslizándose, alegres, por motos en montañas blancas. Las líricas se superponen, “ahora todos quieren a una colombiana, una puertorriqueña, una venezolana, una mami que lo mueva rico”. Y en un punto, agrupadas, en bikinis, en la nieve, bailan, mientras la lírica dice “teta y nalga, teta y nalga”. (¿Quiénes? – querría preguntar - ¿y de qué manera?)

Tampoco los videos musicales detentan el poder que tenían, por ejemplo, para quienes nos criamos en los noventa. Entonces encontrarse con uno podía ser una sincronía de fortuito azar, la casualidad de estar frente a la pantalla televisiva en el instante en que el canal lo aireaba. El shock no puede más que sentirse agotado en un mundo hiperbólicamente sometido al estímulo permanente de la imagen. Seguimos en la paradoja, porque la imaginería de este video tiene mucho para ser considerado.

La mirada también es un relato. Un cuento. Una historia. Busco en lo posible la precisión. En términos políticos, de poder, y en cuanto a cultura y estética se refiere, el mundo ha sido predominantemente narrado y determinado por eso que puede llamarse un white male gaze (una intensa mirada masculina y blanca). Esto no se refiere solo a una literalidad. Es un sistema de significados. La blanquitud como ideología. Lo “masculino” como una manera de observar lo “otro” en términos de inferioridad o de dominio. Lo enuncio así: una de las grandes cualidades de lo patriarcal es construir lo que percibe como distinto como una amenaza. Una que hay que perseguir, reducir, categorizar y de alguna manera – física o simbólicamente – subordinar. Lo “otro” es una amenaza y no una posibilidad.

Esa mirada es la que dijo que lo latino era “exótico”, como en las películas de Hollywood de los cuarenta, en los imaginarios que dieron vida a la imagen de Carmen Miranda, toda sonrisa y frutas en la cabeza. O cuando los filmes estadounidenses dicen estar en Bogotá y la escena sucede en lo que parece ser tierra caliente y con acento mexicano. Mirar es narrar. Por eso, algo pasa cuando un tema se toma desde el contexto en el que sucede. Un sentido de agencia.

En Latinoamérica, hemos tenido la herida de la visibilidad. La mirada también es un régimen- los sistemas de estrellato, las estéticas modernas y el buen gusto venían de afuera, de Europa y de Norteamérica. Por los sismos culturales del mundo digital y las descentralizaciones de los sitios de dónde, se supone, viene la estética ideal, hace un tiempo ya que esa mirada, del norte global, ha visibilizado, ha mirado hacia lo latinoamericano. La moda ha llegado a lugares antes impensables. El reguetón es una tendencia global. Y, al mismo tiempo, el turismo más saqueador ha colonizado ciudades como Cartagena de Indias y Medellín. (Mientras escribía esto un titular anunció el hallazgo de “otro pedófilo” en la ciudad). Poco antes de escribir, al centro colonial estaban vedando la entrada de mujeres locales, dueñas de su ciudad, por sus vestimentas y su color de piel. Se volvió habitual que varones del norte global vengan a adquirir lo que plazcan en ciudades donde el relato también revive la idea de que lo latinoamericano es un backyard donde comprar todo, en moneda inferior, es posible.

Toda apuesta creativa es una forma de mirada conectada con el momento en que se realiza.

El video de Karol G, su disco entero Tropicoqueta, despierta la pregunta, ¿para quién es esa mirada? El director del video es un varón blanco y español. Un contraste que, so pena de resultarme lamentable de tender, reluce con la elección que tuvo hace poco Bad Bunny cuando salió al aire su video musical NuevaYol, dirigido por la artista neoyorquina de linaje dominicano y criada en el Bronx, Renell Medrano.

La sexualidad de las mujeres sigue siendo uno de los puntos más importantes en la libertad verdadera. Esa que no solo tiene que ver con los derechos y las leyes, sino con cómo se percibe, se construye y se nombra el comportamiento, la imagen. “Lo que ha sido erotizado por los sistemas predominantemente masculinos ha sido la dominación y la pasividad; necesitamos erotizar la igualdad”, dijo hace muchos años la escritora estadounidense Gloria Steinem. No cesa de sorprenderme el pavor y la ansiedad que sigue suscitando que las mujeres – esos seres que pueden dar vida – sean los seres que sean categorizados de putas si son sexualmente libres o exploran el mundo erótico en aras del puro placer.

Pero, contrario a lo que pretendieron pasar como análisis ciertos medios, interpelar la narrativa actual de Karol G no es un asunto de moralismo. No hay liberación, ni agencia emancipada cuando la apuesta visual parece ser para cumplir con las cualidades que procuran el consumo de una mirada ajena. La mirada colonizadora, la que mira desde el estereotipo, la que explota nuestras ciudades y osa venir a comprar sexo como una forma de cobarde poder. ¿Qué poder puede haber en una mirada que está allí para complacer el relato que nos consume? Persiguen a latinos en el suelo norteamericano. No cesan los titulares de compra de sexo desde el dominio. Una imagen sosa para agradar, ¿era la mejor narrativa que una artista en pico podía lograr?

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