Cómo hacer que los ciudadanos defiendan la democracia
Para recuperar la confianza en el sistema es esencial abordar las desigualdades económicas, limitar la influencia de los megapoderes económicos y garantizar la participación ciudadana
La caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética a finales de los ochenta proyectaron una ilusión de triunfo del capitalismo y de la democracia. Teóricos como Fukuyama hablaron del Fin de la historia, sugiriendo que este modelo se extendería por todos los rincones del planeta. La realidad hoy es dif...
La caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética a finales de los ochenta proyectaron una ilusión de triunfo del capitalismo y de la democracia. Teóricos como Fukuyama hablaron del Fin de la historia, sugiriendo que este modelo se extendería por todos los rincones del planeta. La realidad hoy es diferente. Existe un avance irrefutable de regímenes autoritarios, algo que vienen alertando varios teóricos. Uno de los primeros quizás haya sido John Keane, en su libro Vida y muerte de la democracia. En su obra muestra que esta no es lineal ni eterna, sino una construcción humana frágil, cambiante y en constante riesgo.
Para Keane, en el siglo XXI ella no puede sostenerse solo en elecciones y parlamentos. Su supervivencia exige nuevas formas de control y participación ciudadana que frenen el poder concentrado de grandes conglomerados económicos, movidos únicamente por el lucro. En suma: es algo en constante reinvención, bajo la amenaza permanente de morirse. Luego han venido otras publicaciones, entre ellas Cómo mueren las democracias (Levitsky y Ziblatt), las de Anne Applebaum, El Ocaso de las democracias y Autocracia S.A., o la de Fernando Carrillo Flórez, Sin miedo. Todas coinciden en las amenazas que se ciernen. Ya no es ninguna novedad esta situación.
¿Qué es lo que falla?
¿Por qué tantos ciudadanos le están dando la espalda y prefiriendo líderes autocráticos, sin importar su ideología? Esa es la pregunta obligada. La respuesta corta es que este sistema no está resolviendo las principales necesidades de la gente: vivienda, seguridad, justicia, salud y empleo. Esto ha llevado a una creciente desconfianza en las instituciones y a un aumento del populismo autoritario. Los ciudadanos, frustrados por la falta de soluciones, buscan alternativas que prometen resultados rápidos, aunque sean poco realistas, demagógicos o peligrosos. El sistema, además, se ha vuelto lento en un mundo que marcha cada vez más rápido. Las discusiones se eternizan en un complejo laberinto de deliberaciones burocráticas, y cuando al fin se toman las decisiones llegan tarde o ya no sirven. En parte, esto tiene que ver con las diferentes velocidades con que caminan la economía y la política. La primera, gracias a la apropiación que ha hecho de la tecnología digital, va muchísimo más rápido. De allí que las democracias, y todos sus aparatos, terminan siendo percibidas como elementos decorativos, absolutamente disfuncionales. Están ahí, a la vista de todos, sí, pero es poco lo que pueden hacer por las personas, y esa disfuncionalidad crea problemas nuevos.
Existe otra realidad no menos importante. El modelo económico imperante, el neoliberalismo, ha profundizado la desigualdad y la exclusión a niveles históricos, y se ha vuelto intocable, está blindado. Al menor intento, se disparan las alarmas. Los mercados son más importantes que los ciudadanos, la base fundante de las democracias. De allí la célebre frase de Ulrich Beck, “los que elegimos no tienen poder y los que tienen poder no los elegimos”, resume la paradoja de este tiempo. El poder habita en latitudes inalcanzables alejadas del control político.
Esta situación ha creado un hecho aberrante. Las decisiones que afectan a millones de personas en el mundo se toman en juntas corporativas o en instituciones internacionales alejadas del escrutinio público, ya no en congresos o parlamentos, iconos de la democracia liberal construida sobre la teoría de la representación. Los estados nacionales, otrora baluartes de la soberanía popular, están cada vez más limitados para intervenir. Y más en este tiempo en que el multilateralismo está en crisis. Los postulados neoliberales de no intervención del Estado en la economía y de supremacía del mercado, la disciplina fiscal y el crecimiento económico como fin superior, han sido sacralizados. Son una teología. Imponen límites a la capacidad de los gobiernos para contrarrestar las desigualdades estructurales. Este desacople entre el modelo económico y el político, como plantea Carrillo, es una de las principales razones por las cuales la democracia está en crisis.
La economía marcha sola, sin controles casi. Como decía Sismondi en el siglo XIX: “El mundo va solo”, lo cual era una renuncia peligrosa al deber de orientar la economía hacia el bien común. El neoliberalismo logró despolitizar la economía, la ha sacado del debate político, y así le sustrajo a la política uno de sus principales objetos. Por eso, la agenda pública gravita en torno a otras áreas, como la defensa de las minorías, la igualdad de género, los derechos LGBTIQ+, el feminismo y el ambientalismo, que son el núcleo duro de la denostada agenda woke. El capitalismo ya no va de la mano de la democracia, de hecho, esta se le ha vuelto un estorbo para su propia dinámica de crecimiento, con agendas ambientales, de derechos humanos o de protección al consumidor.
Adiós al mito de la igualdad
La democracia se fundamenta en la idea de la igualdad, todos los votos tienen el mismo valor. Un ciudadano, un voto. Esa ficción le da legitimidad. Las elecciones son un espacio en el cual el sistema nos hace iguales a todos. Sin embargo, en la práctica, esto es una mera abstracción. Hay unos más iguales que otros. Los mega poderes económicos (legales e ilegales) determinan los procesos políticos. Un ejemplo: la influencia de grandes donantes en las campañas electorales, como el caso de Elon Musk en la campaña de Trump (donó más de 200 millones de dólares). Esto distorsiona el proceso democrático y pone en duda la igualdad de los votos. Un fenómeno comprensible y tangible en las elecciones locales, con la influencia nociva de los funcionarios y contratistas públicos que integran los cárteles de contratistas, ponen alcaldes y gobernadores. Se produce una deslegitimación de la democracia representativa y se abre paso la participativa, ante la cooptación de los poderes constituidos y el deseo de los ciudadanos de ser escuchados y de participar en las decisiones.
Si entendemos la democracia en los términos de Lincoln, como el gobierno del pueblo, con el pueblo y para el pueblo, no es posible aceptar una democracia sin demos. Por eso cada día es más evidente la brecha entre el mundo político y las ciudadanías. Ahora bien, la democracia participativa, basada en la deliberación permanente, tiene sus riesgos: la manipulación de quienes tienen el poder y desean una interacción directa con el pueblo.
La desafección democrática es un síntoma de problemas estructurales que no puede ignorarse. Para recuperar la confianza en el sistema es esencial abordar las desigualdades económicas, limitar la influencia de los megapoderes económicos y garantizar la participación ciudadana. Solo así los ciudadanos defenderán la democracia, porque sentirán que les pertenece, está a su servicio y que, en consecuencia, le deben lealtad.