Benjamín Saldaña Rocca, el valiente periodista peruano detrás de ‘La Vorágine’

Fue el primero en denunciar públicamente los abusos de la Casa Arana en la Amazonia contra los indígenas en las caucherías, que José Eustasio Rivera también vio y luego denunció en su novela cumbre

Indígenas del Putumayo, en una imagen de archivo.Print Collector (Getty Images)

“No sé cómo, empezó a circular subrepticiamente en gomales y barracones un ejemplar del diario La Felpa, que dirigía en Iquitos el periodista Saldaña Rocca. Sus columnas clamaban contra los crímenes que se cometían en el Putumayo y pedían justicia para nosotros. Recuerdo que la hoja estaba maltrecha, a fuerza de ser leída, y que en el siringal del caño Algodón la remendamos con caucho tibio, para que pudiera viajar de estrada en estrada, oculta entre un cilindro de bambú que parecía cabo de hachuela”.

Antes de escribir La Vorágine, José Eustasio Rivera leyó El libro azul del Putumayo, de Roger Casement; El libro rojo, de Norman Thomson, y El paraíso del diablo, de Walter Hardenburg, que denunciaban las atrocidades del cauchero peruano Julio César Arana y sus empleados contra los indígenas de la Amazonia, a los que sometieron a toda clase de tratos inhumanos bajo un régimen colonial de esclavitud para la explotación del caucho que se vendía a la floreciente industria automotriz europea y estadounidense. También leyó Las cuestiones del Putumayo, la defensa del vendedor de sombreros convertido en millonario, en la que decía “tratar a los indios con consideración y cariño”, y llevarles civilización y progreso.

Ni el periódico ni el periodista peruano que Rivera menciona en La Vorágine son ficción: Saldaña nació en 1861 en Lima y combatió en la Guerra del Pacífico. Llegó a Iquitos hacia 1906 y trabajó en una oficina de actuarios donde escuchó hablar de los abusos que cometía la Casa Arana en el Putumayo, territorio por el que Colombia sostenía con el Perú una disputa limítrofe, y decidió investigar y tomar algunos testimonios. Ya había trabajado como periodista. Compró una imprenta y creó en 1907 La Sanción, bisemanario de cuatro hojas, y en 1908 La Felpa, periódico satírico y de caricaturas. Lo poco que se sabe de él se debe a la poeta peruana Ana Varela Tafur y a su director de tesis de doctorado, el brasileño Leopoldo Bernucci, profesor de la Universidad de California en Davis (Estados Unidos). Bernucci buscaba información para un libro sobre La Vorágine cuando encontró en la Universidad de Oxford varios números de los periódicos, que llegaron al Reino Unido a través de Hardenburg. Miguel Gálvez, hijastro de Saldaña, tomaba clases de inglés con el ingeniero de ferrocarriles estadounidense, se hicieron amigos y le entregó copias de los diarios, de los que sólo faltan tres números. La investigación fue publicada en el libro Benjamín Saldaña Rocca. Prensa y denuncia en la Amazonía cauchera (Pakarina, 2020).

Saldaña fue el primero en denunciar pública y judicialmente los delitos de Arana, que era inescrupuloso, amoral y, además del negocio del caucho, controlaba la política local. Putumayo era tierra de nadie: las autoridades de Colombia y Perú hacían la vista gorda frente a los crímenes, pues los acuerdos suscritos beneficiaban a la industria del caucho ―de la que ambos países obtenían dividendos―, más que a la soberanía. Los jueces de paz que dirimían conflictos en la zona eran cercanos al cauchero y también delinquían. Saldaña fue objeto de amenazas, persecuciones y hostigamientos mientras Arana, gracias a sus influencias, siguió delinquiendo durante años en absoluta impunidad. Convenció a algunos comerciantes de que dejaran de publicar anuncios en La Sanción y La Felpa, ahogándolos económicamente y provocando su cierre. Contó con el apoyo de periódicos de Iquitos, Lima y Manaos para difamar al periodista.

Las denuncias traspasaron las fronteras en 1909, cuando la revista inglesa Truth publicó los primeros testimonios de Hardenburg, que presenció varios abusos y fue secuestrado por Arana, y publicó su libro tres años después. “Incluyó a Saldaña en la dedicatoria mecanografiada del libro, pero no fue incluida en la versión impresa”, afirma Varela. Tampoco se incluyeron muchos artículos del peruano, ni los testimonios de víctimas y testigos rendidos ante el notario Federico Pizarro a petición del periodista para probar su veracidad. La Corona inglesa intervino por presiones de la Sociedad Antiesclavista de Londres y de la opinión pública, pues el capital de la cauchera Peruvian Amazon Company era británico, y la empresa se había constituido en Inglaterra. El Reino Unido destinó como cónsul en Brasil a Roger Casement para que investigara los hechos denunciados en el Putumayo. Su informe, publicado en 1910, confirmó las denuncias de Saldaña. Sin embargo, las 230 órdenes de detención contra Arana nunca se cumplieron. El trabajo del periodista, aunque imprescindible, fue invisibilizado.

El 3 de octubre de 1907, Saldaña escribió en La Sanción: “El hombre que aspira a un nombre que inmortalice su memoria por medio del periodismo, debe principiar por decir la verdad aún cuando por ello sacrifique sus propias conveniencias. De lo contrario, la misión que se impone no es otra que la de hacer sombra sobre su reputación de periodista y adquirir una triste celebridad, poco envidiable, por cierto. El deseo inmoderado del lucro para aparentar una posición social que en realidad no se tiene, ha convertido a periodistas inteligentes y honrados en viles instrumentos de los poderosos; a nosotros los pobres, pero honrados colaboradores de La Sanción que no banqueteamos en hoteles, ni vestimos a la dernière nos basta para atender a las necesidades de nuestro modesto modo de vivir con el sueldo que se nos tiene señalado; preferimos estar hambrientos (…), pero con la conciencia tranquila y recibiendo constantemente el favor público, y no bien elegantes y con el vientre repleto como ellos, pero señalados por el público como los defensores de los crímenes del Putumayo.

Se declaró “enemigo por temperamento y por sistema de todo lo que a tiranía y abuso trasciende” y concebía el periodismo como un ejercicio contra el abuso de poder, como su fiscalizador: “El bien se impone y, por lo tanto, al fin y al cabo tendré que realizar mi ideal; esto es, aliviar la suerte de los desgraciados que gimen víctimas del criminal abuso de sus patrones”. Fue el primero en revelar lo que Rivera también vio y luego denunció en La Vorágine: los latigazos que recibían los indígenas hasta rajarles la piel y los músculos, y exponer los huesos; sus agonías con heridas expuestas y podridas, comidas por los gusanos; sus restos eran arrojados a los perros. Se quemaba vivos a hombres, mujeres y niños, se les mutilaba, vejaba sexualmente, o tomaba como blancos móviles en prácticas de tiro; la muerte por hambre, el engaño del endeude. Su vida valía menos que el caucho por el que los explotaban.

Saldaña fue valiente y pagó el precio; pero no era perfecto: aunque compasivo, se refería a los indígenas como “bestias”. Era racista con los asiáticos, los llamaba “chinos corrompidos”, y culpaba a Arana de llevarlos al Perú, igual que a los “negros fuertes de Barbados” que ejercían como verdugos de los esclavos ―y eran, ellos mismos, esclavos― en las caucherías. De los europeos, en cambio, decía que eran elegantes y cultos. Las teorías sobre la raza estaban en pleno apogeo. Saldaña era descendiente de italianos y, pese a que su vida no había sido fácil y no ostentaba poder ni riqueza alguna, pertenecía a la sociedad letrada de Iquitos que accedía a las tendencias que llegaban de Europa y Estados Unidos a través de los vapores, y que se difundían masivamente por el cinematógrafo. Aunque reprochable, no puede juzgarse el racismo de Saldaña con los parámetros actuales. El periodismo que hizo también sería discutible bajo la actual deontología periodística, que no existía entonces. Sin embargo, nada de todo eso resta valor ni importancia a sus denuncias.

Benjamín Saldaña Rocca murió enfermo, aislado y arruinado en 1912, con apenas 51 años, después de buscar infructuosamente justicia para las víctimas de la explotación cauchera en Putumayo. Fue condenado al olvido, ni siquiera se conocen fotos con su rostro. Arana, en cambio, tuvo en Iquitos una calle con su nombre que luego fue renombrada, le fue erigida una estatua que luego se derribó, y en vida gozó de la adulación de los grandes periódicos y de la alta sociedad peruana, que lo consideraban un prohombre. A diferencia de Colombia, en el Perú no ha habido procesos de memoria histórica, reconocimiento y reparación de los abusos de la Casa Arana a sus víctimas.

“Saldaña merece un lugar mejor en el periodismo y en la literatura latinoamericana”, dice Varela, que sigue investigando sobre él. “Rivera y él creían que debían seguir denunciando los abusos, no dudaban de que era útil para la sociedad, para mantener la democracia”, añade Bernucci. “Rivera era un hombre consciente y recto; de Saldaña destaco su persistencia, su forma de luchar sin rendirse, que es bastante impresionante. Ambos eran patriotas, pero ponían la defensa de los derechos humanos por encima de su patriotismo, supieron ser críticos”. Rivera y Saldaña defendieron lo justo. Nunca se conocieron personalmente, pero el trabajo del primero ―no hay que temer decirlo― no hubiera sido posible sin el del segundo.


Más información

Archivado En