El debate sobre el cannabis en Bogotá solo mira de reojo al campo

Académicos y productores rurales cuestionan el alcance de una discusión restringida a aspectos comerciales

Camila Sierra, de 28 años, riega una planta de cannabis que tiene en su casa como parte de su autocultivo para uso personal permitido por la ley colombiana, en Bogotá, Colombia, 9 de diciembre de 2023.LUISA GONZALEZ (REUTERS)

Los intentos parlamentarios para despejar el atasco regulatorio en el capítulo del cannabis de uso adulto han resultado desastrosos. Pero la cuestión va más allá de los tropiezos en el centro de Bogotá. Los académicos y productores rurales se cuestionan sobre el alcance de una discusión restringida a aspectos comerciales, o el enfoque de salud pública con especial acento urbano: “El debate ha tenido como guía la experiencia de...

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Los intentos parlamentarios para despejar el atasco regulatorio en el capítulo del cannabis de uso adulto han resultado desastrosos. Pero la cuestión va más allá de los tropiezos en el centro de Bogotá. Los académicos y productores rurales se cuestionan sobre el alcance de una discusión restringida a aspectos comerciales, o el enfoque de salud pública con especial acento urbano: “El debate ha tenido como guía la experiencia de países que, a diferencia de Colombia, no son productores, y el lobby de las grandes empresas de marihuana medicinal”, afirma el antropólogo Sebastián Anzola.

Entre tanto, al norte del Cauca se han vivido años de zozobra y fuego cruzado por las disputas entre bandas y grupos criminales. Se calcula que en esta subregión del suroccidente se concentran unos 16.000 productores, entre indígenas y campesinos, que cultivan el grueso de la marihuana ilegal que se exporta y se vende en el país. “Uno ve dos escenarios separados”, argumenta la socióloga Estefanía Ciro, “Uno son los proyectos de ley de [Juan Carlos] Losada o las columnas de [Rodrigo] Uprimny en El Espectador, construidos desde y para Bogotá. Pero otra cosa es la realidad del mercado y de las comunidades en el norte del Cauca, intimidadas y controladas por la disidencia armada Dagoberto Ramos, afiliada al grupo criminal que dirige alias Iván Mordisco”.

Bajo este marco, el norte del Cauca se ha servido del cultivo ilícito de marihuana como principal soporte económico. Se trata de una zona encastrada entre cordilleras donde las características climáticas y agrícolas han facilitado la extensión de pequeñas parcelas fértiles de coca y cannabis que han dejado beneficios apenas aceptables para sus pobladores. Los precios de la libra de la hierba oscilan entre los 50.000 pesos (13 dólares) en las temporadas bajas y más de 150.000 (39 dólares) en tiempos de bonanza. El costo de la misma libra da un brinco notable cuando llega a los circuitos del microtráfico urbano, partiendo de unos 500.000 pesos (130 dólares) hasta alcanzar el millón (260 dólares).

El académico Axel Rojas, sociólogo de la Universidad del Cauca, recuerda que el norte del departamento es a la vez epicentro del cultivo y una frontera agraria donde indígenas y agricultores han sido víctimas del despojo de tierras: “El conflicto ha estado allí desde los años 70 y se reproduce con un vínculo estrecho con la economía del cannabis”. Hoy la mayor parte de las ganancias por el tráfico de marihuana se queda en manos de criminales que funcionan como intermediarios entre el campesinado y las ciudades o las rutas hacia Brasil y Venezuela.

Al cultivador le queda un margen ajustado del 5%-7%, en promedio, mientras que los comercializadores acaparan el 93%-95% restante del negocio. Los estudios sobre el terreno de Estefanía Ciro señalan que la mayoría de la producción sale del país. Pero ante la imposibilidad de integrar un enfoque de política económica que tenga en cuenta estas complejas cadenas de tráfico, los expertos alertan que podría desembocar en otra oportunidad perdida para diezmar la violencia. No sobra recordar que la tasa de homicidios departamental por 100.000 habitantes dobla la media nacional y desde la firma de los acuerdos de paz con las FARC solo muestra una vertiginosa curva ascendente.

Durante los primeros meses del Gobierno de Gustavo Petro se respiró algo de entusiasmo. Los anuncios del ministro de Justicia, Néstor Osuna, de volcar todo el andamiaje institucional al servicio de las comunidades y resguardos caucanos presagiaban un panorama novedoso. El jefe de la cartera sostuvo, incluso, durante una cumbre sobre drogas en Cali, que la aprobación de la regulación del cannabis de uso adulto se hallaba dentro de las prioridades de su cartera. La idea era articularla con su política de “paz total”, pero los buenos deseos se han debilitado con el paso del tiempo.

Entre tanto, la cotidianidad de municipios como Toribío o Corinto ha seguido su curso entre la bruma de la violencia y el agotamiento por la exposición de sus jóvenes a las drogas y al reclutamiento forzoso. El Estado es poco amigo de reconocerlo, pero se trata de un proceso de marginalización histórica. Por eso, las comunidades locales han movilizado energías para suplir parcialmente el abandono: “Esto es inédito. Recientemente, por ejemplo, las agremiaciones del norte del Cauca han estipulado que cada cultivador, como un ejercicio de organización interna, debe tener entre 200 y 500 matas de marihuana. Y sin ser una realidad homogénea, es un avance en su proyecto de caracterizar su economía regional”, asegura Axel Rojas.

¿Están dispuestos los actores armados con los que negocia el Gobierno a transitar hacia la paz y abandonar el tráfico? Es una de las preguntas centrales que se plantea Estefanía Ciro. “Los legisladores deben ir más allá del debate sobre el consumo y entender que esta es una economía regional particular. Que tiene una articulación nacional y global y que la única solución no pasa por la sustitución del cultivo. Hay que integrar a cientos de comerciantes que abastecen los insumos agrícolas o para el uso de las luminarias, entre otras. En últimas, se trata de pensar de una manera más compleja que la de los intereses de empresarios del centro del país”, opina Axel Rojas.

Por lo pronto el camino hacia la regulación del mercado parece largo y pedregoso. El último proyecto naufragado en el Senado tan solo buscaba clarificar una contradicción conceptual en un párrafo añadido al artículo 49 de la Constitución. Pero el bloque más conservador del legislativo logró sumar los votos y desviar el debate hacia otros terrenos. “Los referentes para los congresistas que han pensado en la regulación son países como Uruguay, Canadá o una veintena de estados americanos. Ninguno de esos sitios era productor histórico”, apunta Sebastián Anzola.

A su juicio se trata de modelos distorsionados que no se ajustan a la realidad colombiana. Y además deja por fuera a los productores de zonas como el norte del Cauca. “El proyecto nace de unas 28 o 30 empresas agremiadas en Asocolcanna, un sector industrial, organizado y con fuerte capacidad de lobby que está muy preocupado en focalizar las condiciones”, continúa Anzola. Axel Rojas añade que ese es el mayor cortocircuito para articular cualquier proyecto legislativo con la “economía tradicional de pequeños productores”.

Un segmento ninguneado y aquejado por el reciclaje de todas las violencias que ha sufrido el país desde hace décadas: “Si usted propone una regulación al mercado donde se cobra una licencia de operación que cuesta millones de pesos, se está discriminando, porque hay un montón de gente que no tiene ese capital disponible. Hay que hablar de forma más abierta y los pequeños productores tienen muy buenos criterios y propuestas para alejar las armas del negocio y variar los enfoques prevalecientes”.

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