Cirugías estéticas: ¿un problema de amor propio?
Mientras discutimos sobre autoestima o vanidad, en quirófanos clandestinos de Latinoamérica hay cientos de personas en riesgo, escribe la periodista que fue víctima de un cirujano con título cuestionado. Ella lo investigó y a principios de octubre él y otros médicos fueron enviados a prisión
No las mata la falta de amor propio. A las mujeres que fallecen en medio de cirugías estéticas las mata la negligencia médica y la falta de regulación frente a un tema que parece convertirse en un problema de salud pública en Latinoamérica.
Silvina Luna en Argentina, Arelis Cabeza en Colombia, Jacqueline Román en República Dominicana, Liliana Gastélum en México, Liliana Sarasua en Perú, la extensa lista de mujeres fallecidas tras someterse a un procedimiento estético no cabría en esta columna, ni siquiera en la edición impresa de un diario. Sin embargo, sus casos ilustran perfectamente el problema que afronta la región al hablar de cirugías.
Solo en Colombia, uno de los principales destinos en el mundo para practicarse este tipo de procedimientos, las muertes asociadas a cirugías estéticas aumentaron un 130% entre el 2015 y el 2016, según Medicina Legal. Desde esa fecha no hay más datos oficiales disponibles. Esa es precisamente una parte importante del problema: no hay una foto clara del panorama que le diga a los gobiernos cómo diseñar sus políticas públicas para hacer frente a este fenómeno.
Ese vacío de información es llenado por reflexiones que, si bien son necesarias, no son un problema público. “Fue la falta de amor propio, de autoestima”, suelen señalar algunos cuando se viralizan las fatídicas consecuencias de una cirugía estética en las manos de médicos sin ética y sin control.
Sin duda las mujeres, especialmente las latinoamericanas, recibimos a diario mensajes que nos sentencian a encajar en un molde curvilíneo, a ser un producto de consumo más. No obstante, también podemos ser autónomas al decidir cómo queremos lucir.
En línea con lo anterior surge una pregunta: ¿es más importante señalar con superioridad moral a quienes deciden modificar su apariencia que ponerles freno a las clínicas clandestinas o a los cirujanos cuestionados por sus malas prácticas?
A principios de octubre la justicia colombiana condenó en segunda instancia a siete años de prisión a un grupo de seis médicos que se dedican al negocio de las cirugías estéticas sin presuntamente contar con la formación académica para hacerlo. El tribunal consideró que estos médicos aportaron información falsa para convalidar su título de especialistas ante el Ministerio de Educación Nacional.
Francisco Sales Puccini, su hermano Carlos Elías Sales Puccini, Juan Pablo Robles, Ronald Ricardo Ramos, Jorge Nempeque y Óscar Sandoval, obtuvieron su título en cirugía plástica en la Universidad Veiga de Almeida de Brasil. De acuerdo con el certificado de movimientos migratorios expedido por Migración Colombia y aportado como evidencia en el proceso penal, algunos de estos médicos estuvieron menos de 30 días “estudiando” presencialmente en ese país. Aun así, el ministerio colombiano homologó sus estudios como si se tratara de una especialidad médica formal.
Lo más preocupante es que no solamente sobre ellos recae un manto de duda. Sus nombres fueron expuestos tras una investigación periodística que permitió identificar una lista de al menos 42 médicos con “títulos exprés” en cirugía estética. De esa cifra solo seis han sido condenados y otros 11 más se encuentran en juicio. ¿Qué pasa con los demás? ¿Por qué la justicia ha tardado más de siete años en investigarlos?
Peor aún, esos 42 son apenas una camada de cirujanos chimbos, truchos, bamba, pero detrás de ellos hay más que hoy pasan desapercibidos mientras operan impunemente en quirófanos, creyendo que la justicia jamás los alcanzará.
En este tema hay tres problemas por abordar. El primero es la falta de control del Estado, pues es común que se denuncie la existencia de sitios clandestinos para realizar procedimientos médicos o quirúrgicos con fines estéticos sin que conlleve a alguna acción concreta. Sellan los establecimientos y a la semana vuelven a abrir con un nombre y una fachada nueva.
El segundo es la falta de legislación: hoy el vacío legal es tan grande que un médico general puede hacer liposucciones o aumentos de glúteo sin ser sancionado por esto, pues no hay una ley que así lo indique. El tercer problema es que no hay autocuidado por parte del paciente. “Tenía muchos seguidores en Instagram” o “lo recomendó una influencer”, suelen ser respuestas comunes entre las víctimas de médicos cuestionados.
A pesar de esto, los pacientes somos el eslabón más débil de la cadena. Soy periodista, investigué al médico que me operó los senos antes de acudir a su quirófano. Aun así, fui engañada por un título que tenía la convalidación del Ministerio de Educación colombiano. Una cosa es el autocuidado y la prevención y otra muy distinta es esperar que cada persona que acude a un servicio de salud tenga habilidades de detective privado para poder confiar y salir con vida de un procedimiento. Garantizar esas condiciones mínimas, como certificar la debida formación académica de un médico, es tarea del Estado, no del paciente.
“Mejor no operarse” tampoco es una respuesta efectiva, pues somos libres de modificar nuestra apariencia en condiciones seguras. Para esto se requiere con urgencia voluntad política para asumir esta discusión con el ojo puesto sobre un problema de salud pública, no sobre prejuicios u opiniones personales por las decisiones que tomamos las mujeres sobre nuestro cuerpo.
Que esta condena sin precedentes en Colombia sea una oportunidad para recordar que este es un fenómeno que traspasa fronteras y que, mientras discutimos si éste es un problema de autoestima o vanidad, en quirófanos clandestinos hay cientos de personas en riesgo.
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