El coraje de Botero
El pintor hizo arte todos los días de su vida, aunque tuviera éxito y el mundo entero supiera su apellido, porque su vida era hacer arte
Creo que lo mejor es pararse a ver aquel óleo magistral, de 1958, que se llama Los obispos muertos. Porque sus curas voluminosos de colores opacos, que duermen el sueño de los injustos, como bebés monstruosos, apilados igual que tantos cadáveres de la sangrienta guerra bipartidista que acababa de terminarse, no sólo resumen la historia de esta guerra azuzada por tantos fanáticos que se santiguan por si acaso, sino que son la prueba reina de que Botero era Botero ―y lo es y lo será― porque era un coraje...
Creo que lo mejor es pararse a ver aquel óleo magistral, de 1958, que se llama Los obispos muertos. Porque sus curas voluminosos de colores opacos, que duermen el sueño de los injustos, como bebés monstruosos, apilados igual que tantos cadáveres de la sangrienta guerra bipartidista que acababa de terminarse, no sólo resumen la historia de esta guerra azuzada por tantos fanáticos que se santiguan por si acaso, sino que son la prueba reina de que Botero era Botero ―y lo es y lo será― porque era un coraje capaz de sobreponerse a los espíritus finos de su época, de dar con su propio mundo dentro del mundo de todos los tiempos, y de satirizar, con verificable amor por la vida, a aquellos papas que consiguieron condenarnos a esta violencia de cortes de franela, de bombas en aviones, de secuestros de 16 años, de matanzas con músicas de fondo.
Si uno se lanzara a hacer la novela de iniciación de su vida, que remontó una infancia sin padre, una juventud vigilada por la severidad de la Iglesia, una serie de maestros desde Bogotá hasta Nueva York y una suma de ejemplos desde el Renacimiento italiano hasta la vanguardia gringa, su clímax sería aquel óleo sobre tela de 1958. Botero es desde entonces ese maestro irrefrenable de la pintura que es capaz de responderles a las imágenes sobrecogedoras con imágenes que dejan mudo: no está por encima ni por debajo de recrear la apoteosis de Ramón Hoyos, de revivir a la Monalisa azulada de 12 años, de jugar con los figurantes de los lienzos de Velásquez, de espiar a la pecadora asediada por el diablo, de darle espíritu a una mandolina sobre una silla, de satirizar a la familia colombiana que no se imagina a sí misma sin curas ni militares.
Botero, vivo o muerto, es una mirada omnipresente que está cumpliendo seis décadas. Se vale de la fuerza, de la voracidad de la pintura para parodiar tanto la barbarie como la indolencia. Desde el principio, en la Colombia en blanco y negro del siglo XX, en la que poco a poco iban apareciendo esos artistas de corbata capaces de encarar a los encorbatados, la crítica lo vio como parte de una gran ruptura. Lo es. Pintó de todos los modos, con todas técnicas a la mano, las tras escenas colombianas ―sus arbitrariedades y sus estoicismos y sus masacres― sin rendirles cuentas a los dueños del arte. Ensayó lo grotesco. Desfiguró las personas y las cosas porque así es el mundo. Y con el paso de los años se fue quedando en cierto vitalismo, el de sus personajes voluminosos, como respondiéndole a tanta muerte con las ganas de vivir.
Botero fue, es y será ese pintor de 1958 que ha descubierto, como un científico, “¡eureka!”, ciertas formas inéditas de la naturaleza: una realidad dentro de la realidad. Botero siguió siendo ese mismo hombre, empeñado en su oficio, inagotable, contestatario, reacio a la farándula, hasta el momento de su muerte. En un país que se ha pasado 50 años tratando de probarle al mundo hiperconectado que no es un nido de narcos ni una madriguera de sicarios, sino un piso térmico que da ciclistas, futbolistas, cantantes, narradores, poetas, gente de paz y gente como usted, Botero es la prueba incontestable de que el experimento colombiano no sólo trajo al plante una violencia particular que está sobrediagnosticada, sino, más que todo, una clase de coraje que sólo se da acá, y es una forma de la belleza, y es una forma de la generosidad.
Botero no donó buena parte de sus colecciones de arte contemporáneo a los museos colombianos, en el paso del siglo XX al siglo XXI, porque estuviera sacudiéndose el éxito abrumador, global, que le quitaba tiempo para estar con su familia o para pintar. Lo hizo porque seguía siendo el pintor de 1958 al que le dolía la resignación de los poderosos ante la miseria: la inercia de nuestra sociedad. Debatirán los expertos ―y ciertos esnobs― si fue dejando la bellísima rabia de esas primeras obras, La cámara degli sposi, Los obispos muertos, Niña perdida en un jardín, para dedicarse a una mirada más dulce de la extrañeza de la vida y menos confrontadora del horror de este lugar, pero lo que es indiscutible en esta historia es la figura de aquel hombre que se jugó la vida por un oficio que dominó con la gracia de los maestros que sabemos.
Pintó lo que le dio la gana. Hizo arte todos los días de la vida, aunque tuviera éxito y el mundo entero supiera su apellido, porque su vida era hacer arte. Y, a pesar de los reveses y a pesar de las tragedias, alcanzó la muy colombiana gloria de montar una familia de amores.
Hace un tiempo escribí con mi amigo Carlos Manuel Vesga, el actor, un guion cinematográfico sobre un grupo de idiotas que urde y ejecuta un plan aparatoso para robarse La Monalisa de Botero, que está en el museo de La Candelaria. Botero, el real, nos mandó a decir con su hijo Juan Carlos que sí le gustaba nuestra sátira ―que es un homenaje a su obra demoledora, risueña, que jamás se rindió― e incluso nos animó a seguir, pero nos rogó que por el amor de Dios no lo pusiéramos actuar porque él era malísimo para eso. Entonces nos quedó claro su humor. Nos quedó clara su generosidad. Nos pareció un milagro que en esta vida llena de trampas, en este país pródigo en zancadillas y mezquindades, el más generoso fuera el más reconocido y el más reconocido fuera el menos empeliculado. Pero era cierto, sí. Así era y así es.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.