Ver para entender

Si la idea es ir de una cultura de la aniquilación a una de la vida, no puede dejar de sorprendernos este coraje, ni este misterio ni este regodeo en el horror

El presidente Gustavo Petro y Fidencio Valencia, abuelo de los niños encontrados, se abrazan en el Hospital Militar.Presidencia de la República

Tiene que haber alguien escribiendo este país. Colombia es la vida sin las partes aburridas. Colombia es la definición antigua de suspenso: un pulso entre el peligro y la esperanza. Quien la haya vivido un poco, tan bella y tan abrupta, tan corajuda y tan resignada a su vieja violencia como si fuera una era eterna o una serpiente o una sustancia psicoactiva, habrá dejado de verla con ojos de descubridor a la caza de macondos y de artesanías, pero se sorprenderá con esta semana típica que dio...

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Tiene que haber alguien escribiendo este país. Colombia es la vida sin las partes aburridas. Colombia es la definición antigua de suspenso: un pulso entre el peligro y la esperanza. Quien la haya vivido un poco, tan bella y tan abrupta, tan corajuda y tan resignada a su vieja violencia como si fuera una era eterna o una serpiente o una sustancia psicoactiva, habrá dejado de verla con ojos de descubridor a la caza de macondos y de artesanías, pero se sorprenderá con esta semana típica que dio esos audios maniacos sobre las interceptaciones que ensombrecieron al Gobierno, la visita de la Corte Penal Internacional, las marchas de apoyo al presidente, las plegarias para que sea respetado el principio de respetar a la prensa, la búsqueda de desaparecidos sepultados en la frontera con Venezuela, el cese del fuego con la guerrilla que queda en pie y la reaparición sobrenatural ―y el rescate de serie de Netflix― de cuatro niños uitotos que sobrevivieron cuarenta días bíblicos en el mundo de la selva.

Tienen uno, cuatro, nueve y 13 años. Su padre huyó de la casa, en Araraucara, porque lo amenazó de muerte una banda de esas que siguen patrullando el país, pero, cuando empezaban el duelo imposible por un desaparecido, él con su propia voz llamó a pedirles que se encontraran en San José del Guaviare. Fue ese viaje imprevisto, en una avioneta agónica que un día de estos se iba a caer, el viaje del accidente. Se fueron contra la selva amazónica, un secreto que es el cuarenta por ciento del mapa del país, el primer día de mayo. Dos semanas después se supo que habían perdido a su madre ―que, de hecho, habían muerto los tres adultos que iban a bordo―, pero ellos cuatro, cuidados por esa hermana mayor, Lesly, que siempre fue “la mano derecha de la mamá” y una heredera de los conocimientos ancestrales, seguían viviendo en, entre, según la selva: cualquier preposición viene al caso.

Aparecieron en la noche del viernes pasado, 9 de junio de 2023 para que quede constancia, cuando cada vez menos colombianos se preguntaban qué giro de esta trama efectista podría unir a Colombia. Se dijo que la Operación Esperanza, un bloque conformado por soldados con GPS e indígenas de la Amazonía con vocación a la selva que buscaban a los niños, debía llamarse ahora la Operación Milagro: “¡Milagro!”, “¡milagro!”, “¡milagro!” y “¡milagro!”, gritaron los miembros del Ejército apenas los vieron a los cuatro. Se habló con emoción verificable de los protagonistas de la odisea, de la hermana mayor, de los niños, de los rescatadores, del pastor belga, Wilson, que se fue y lo han visto pasar como un fantasma, porque esta cultura ante, bajo, contra el conflicto armado ha tenido serios problemas para contar historias de gente admirable.

Son tiempos de periodismo “en desarrollo”, y uno prácticamente ve cómo se va escribiendo la noticia en el procesador de cada reportero, pero esta vez también se notó que la noticia no sólo nos unía, sino que nos retrataba. En la parábola de novela de los cuatro niños, que no se narró de modo sensacionalista, sino reverencial, está la guerra narca e irrefutable que desplaza a todo aquel que haga contacto visual, la ilusión por la vida ejemplar, la hostilidad estatal que empieza por el abandono, la precariedad de la niñez, la necesidad de pertenecer a esta nación que ha sido trágica, la manía de vernos exóticos como si nadie aquí fuera de acá, la vocación, de esta cultura de lo que Hitchcock llamó “verosimilistas”, a no creer ni en lo que se ve ―”no le creo nada a ese guerrillero”, se declaró en una cuenta de Twitter cuando el presidente Petro dio la noticia de la aparición de los niños―, y la paradoja de una sociedad que cree en Dios, y busca templos, y va a misas, y entrevé cielos, y tarde o temprano se encuentra con la brujería, y decreta milagros, y sin embargo tolera esta violencia infernal, y, cuando toca, cuando sirve, es capaz de dudar de todo aquello que sea resuelto por lo invisible.

Pronto, sin concederle un minuto de silencio ni a la alegría ni a la violencia en la noche del viernes, como si esto fuera un pulso pendiente entre lo invisible y lo visible, la noticia del rescate prodigioso de aquella familia empezó a trenzarse con la noticia de la muerte devastadora ―por investigar― de un teniente que había pedido ser escuchado en el caso de los audios sobre las interceptaciones. Quién o qué puede estar escribiendo este país que se la pasa ofendiendo a este mapa: el presidente, recién llegado de firmar el cese al fuego en La Habana, hablaba de “nuestros niños cuidados por la selva”, y muchos colombianos más volvían la mirada a los espíritus del Amazonas y al respeto por la vida y por la muerte, y mientras tanto se asomaba la sordidez nuestra de cada día, y la adicción al escándalo, como diciendo que esto está lejos de resolverse, que estamos viviendo de espaldas al espejo, que hay que ver, de verdad ver, para entender.

Cada quién dará con la lección de la parábola, pero, si la idea es ir de una cultura de la aniquilación a una de la vida, no puede dejar de sorprendernos este coraje, ni este misterio ni este regodeo en el horror.

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