Diana Obando, escritora: “Las mujeres son las que guardan las memorias familiares y se encargan de que sobrevivan”
La autora bogotana presenta en la Feria del Libro ‘Erial’, un libro de relatos cotidianos, reflexivos y llenos de recuerdos con el que ganó el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica en 2022
Cuentan que entre los pueblos de Yacopí y Topaipí, en Cundinamarca, había un lugar al que llamaban la Puerta de Trancos, por el que solían pasar los pobladores de la zona. Cuentan también que, cuando estaban cerca, se escuchaba siempre el ruido de unos hachazos. La historia, que puede ser una más de las tantas que palpitan en los entornos rurales y de pueblos en Colombia, tiene un aire de leyenda. Pero es, sobre todo, una manera de contar hechos traumáticos que se quieren olvidar: en la Puerta de Trancos, cuentan, picaban a las personas a golpes de hacha, en los tiempos de La Violencia, y tira...
Cuentan que entre los pueblos de Yacopí y Topaipí, en Cundinamarca, había un lugar al que llamaban la Puerta de Trancos, por el que solían pasar los pobladores de la zona. Cuentan también que, cuando estaban cerca, se escuchaba siempre el ruido de unos hachazos. La historia, que puede ser una más de las tantas que palpitan en los entornos rurales y de pueblos en Colombia, tiene un aire de leyenda. Pero es, sobre todo, una manera de contar hechos traumáticos que se quieren olvidar: en la Puerta de Trancos, cuentan, picaban a las personas a golpes de hacha, en los tiempos de La Violencia, y tiraban sus restos a un valle al que nadie iba nunca. De esa memoria, de ese tipo de historias, está llena la literatura de Diana Obando (Bogotá, 35 años), que acaba de publicar Erial (Laguna Libros, 2023), el libro con el que ganó el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica en 2022.
Erial es un libro breve: consta de 121 páginas encabezadas por un prefacio con una carga mitológica que condensa el alma de los 18 relatos que le siguen, cada uno titulado con una sola palabra, como una pista. Las historias, cuya materia la autora agradece a las personas que se la entregaron, caminan lejos de la estructura del comienzo, el nudo y el desenlace. Son breves, instantáneos, como un golpe del que se escucha el eco cuando se terminan de leer. “Siento que este es el libro que quería escribir”, dice la autora en el patio de un taller de cerámica en Bogotá. Este lunes, 24 de abril, lo presenta en la Feria del Libro, en la sala María Mercedes Carranza, en Corferias, a las dos de la tarde.
El quid de los relatos, dice Obando, no está en cómo se resuelven. “Hubo en algún momento una versión de este libro en la que me obligué a escribirles finales. Redonditos. Lo hice después de recibir comentarios muy duros en los que esa era la queja: que eran todos cuentos inacabados”. Pero con los finales, recuerda, “resultaban siendo unos esperpentos con moraleja. Era muy mala esa solución”. Sin embargo, después de una conversación con un editor, concluyó: “Yo escribía así y tenía que respetarlo. Porque me parece que la vida no funciona de esa manera, la vida no tiene grandes resoluciones, no tiene capítulos redondos que terminan. Te pasa algo y te pasan otras cosas encima, y lo que sale de ahí son bifurcaciones”.
La idea de escribir Erial le vino en 2017, cuando un compañero de trabajo le contó una historia de su niñez que en el libro se convirtió en Vuelo, el segundo relato. “Empecé escribiendo ese cuento. Luego seguí recogiendo otras historias que había escuchado de otra gente. Unas son más ficcionales que otras, pero todas están basadas en historias que me han contado”. Reconoce, no obstante, ciertas dificultades que hubo en el camino: “A veces uno pensaría que es más fácil escribir sobre cosas reales, pero hay cosas que han sucedido, y cuando las llevas al registro literario suenan completamente inverosímiles”.
Afincada en Popayán desde hace cuatro años, Obando se reconoce como deudora de los relatos que escuchaba en su infancia: “La forma en la que yo aprendí a escribir tiene que ver con las formas en las que contaban las cosas mis abuelas, las mujeres que custodiaban eso en mi familia”. Considera que el lugar en el que se aprende a narrar es el mismo en el que se aprende a hablar, en el que se conoce la lengua materna, en el que se escuchan a las madres, a las abuelas. Eso tiene que ver con una opinión que expresa convencida: “Son las mujeres, especialmente en estos contextos latinoamericanos, las que han estado guardando las memorias familiares, las que se encargan de que sobrevivan”.
Entonces recuerda los insumos narrativos que tuvo en su infancia: “Yo crecí con historias de fantasmas, de guacas, de muertos, de apariciones. Y a mí me parecía normal”. Pero esas historias, en realidad, eran consecuencias de hechos que habían ocurrido en el pasado y de los que se prefería no hablar. Como la historia de la Puerta de Trancos ―que no está incluida en Erial―: “No era que mi abuelita se sentara a contar cómo ella vio que picaban gente. Creo que muchas de esas historias mueren con las abuelas, los abuelos o las gentes que vivieron en ese tiempo porque hay mucha gente que no quiere volver sobre eso. Yo recién ahora, en este momento, empecé a escarbar en la historia familiar”.
Hay un tema que en el último tiempo ha inquietado a la autora y que se ha dedicado a estudiar: la forma en que desaparece una manera de estar en el mundo cuando una gente también desaparece. “Ha habido pueblos y comunidades enteros que han sido exterminados, y además del exterminio físico hay un exterminio cultural”. Así, desaparecen unas formas de estar, de habitar lugares, de relacionarse con otras personas. “Es completamente cierto que no somos un bicho más relevante que todos los demás, pero tampoco los seres humanos somos un bicho más prescindible que otros bichos en un ecosistema”. Y explica que, al ser arrasadas, desplazadas, forzadas a vivir en entornos ajenos, se pierde la manera en que la gente se relaciona con las plantas, los vegetales, los animales…
La conciencia de la riqueza de la literatura oral tuvo sus primeros chispazos en Obando cuando fue atendida por un partero, mayor de la comunidad muisca, al finalizar su primer embarazo. Recuerda que armaron una colectividad con otras mujeres que habían parido acompañadas por él, se acercó a tradiciones orales y regresó a un lugar que había habitado en su infancia: ocuparse de la palabra. “Me pareció fantástico, porque en mi familia somos gente muy de palabra y me sentía muy cómoda en eso. Creo que esa conciencia había estado en un nivel más de la vida cotidiana. Ahora, con el proceso de escritura en el que estoy embarcada, se hizo muchísimo más consciente para mí, porque es un proceso que es explícitamente de la memoria de mi abuelita paterna y de ese lado de mi linaje, historias que he estado recogiendo. Siempre para mí compartir desde la palabra ha sido algo básico”.
Aparte de los contactos que ha tenido con el conocimiento ancestral, hay otros mundos que ha explorado y que han enriquecido su propuesta literaria: la herbolaria ―publicó el libro Plantas de ciudad (Himpar editores, 2022) junto a Sara Muñoz y Monika Bock―, el onironautismo ―navegar en los sueños, ser consciente en ellos―, la canalización ―una serie de oficios que configuran una especie de terapia energética― y el trabajo con la cerámica. Todos ellos, aunque dispares (y también gracias a eso), le otorgan una variedad de visiones: “Me han obligado a poner la cabeza desde un lugar distinto. Y a hacerme unas preguntas, que son las que luego permean en el trabajo de escritura”.
A pesar de que Erial está lleno de historias que le fueron compartidas y que han sido ficcionadas por ella ―en mayor o menor medida―, Obando es cauta al tratarlas y respeta su núcleo. Por eso menciona a una de sus obsesiones literarias actuales: la escritora mexicana Cristina Rivera Garza y su idea de la desapropiación. “Ella dice que toda escritura es apropiacionista. Todos escribimos basados en los textos que hemos leído o escuchado, en las conversaciones. No somos una islita”. Entonces, explica, para llegar a la desapropiación hay que mantener muy visible la deuda con todas las personas que le entregaron sus historias, valorarlas y darles su dignidad: “Con la desapropiación se tiene que señalar esa deuda. Y no se debe pagar, sino que se tiene que hacer impagable. Se debe impagar la deuda. Debe hacerse tan grande que sea imposible pagarla”.
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