Ir al contenido
_
_
_
_
Charlie Kirk
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Charlie Kirk, el símbolo cristiano del trumpismo

El corazón del movimiento MAGA debe leerse menos como una moda política o una organización partidista que como una secta con un credo, y el agitador ultra era el típico misionero conservador

Charlie Kirk

El luto y las expresiones de piedad tras la muerte de Charlie Kirk, el agitador reaccionario al que un francotirador asesinó recientemente en medio de una charla en una universidad de Utah, se convirtieron en estos días en agenda de Gobierno y pauta editorial de los principales medios de prensa estadounidenses, y el dolor y su teatralización sirvieron para relativizar e interpretar como correctas sus formas de hacer política. La compasión liberal es la extensión moderna de la falsa culpa eclesiástica. Debemos apuntar, además, que en un país donde una bala te destroza la carótida como parte de la discusión política, evidentemente casi cualquier cosa que no sea asesinarte puede leerse como una forma correcta de debatir. Sin embargo, lo que el liberalismo resuelve de manera ejemplar, por la poca angustia que le supone, es la relación entre el lenguaje público violento y el crimen político, ya que simplemente los desconecta, pero es muy probable que, a la larga, el crimen político no pueda evitarse en una nación que ha tenido que aceptar las justificaciones históricas del supremacismo como un mal inevitable para garantizar su funcionamiento y constitución.

Me temo que la razón por la que Donald Trump ha dado un tratamiento de héroe y mártir a Charlie Kirk, quien fuera uno de sus principales y más carismáticos propagandistas, no tiene que ver con un cálculo de jefe de gobierno, sino con un deber religioso. El corazón del movimiento MAGA, que no es todo el trumpismo, debe leerse menos como una moda política o una organización partidista que como una secta con un credo, y Charlie Kirk era el típico misionero conservador, hijo de alguna de las escuelas protestantes que fundaron la conciencia metafísica de este país. La eficiente retórica del capitalismo tecnocristiano mezcla datos y cifras con la invocación al Señor y establece una batalla cultural ante la que los niños biempensantes de los colleges progresistas no tienen nada que hacer, dado que anteriormente fueron maniatados por los estamentos morales del wokismo.

En este punto, uno tiene muchas críticas al movimiento woke, especialmente por su conservadurismo político y los tantos modos en que propició y abonó el estado actual de las cosas, pero se trataba de un escenario donde las personas exigían el uso de un pronombre y el derecho al aborto, no el exterminio de poblaciones enteras o la deshumanización del emigrante. La xenofobia más prepotente, el racismo extendido y el blanqueamiento del genocidio palestino, características principales del discurso de Kirk, son el puño ideológico de una administración republicana plagada de fascistas, y no formas correctas de hacer política, a menos que admitamos o aceptemos que habrá que convivir para siempre con ciertas realidades e ideas fundamentalistas, y que el proyecto liberal estadounidense está capacitado, cuando más, para contenerlas de tanto en tanto, pero no para suprimirlas o barrerlas. Esta relativización, disfrazada de reglas de un juego civilizado, no expresa tanto tolerancia como impotencia, porque uno podría apostar a que primero desaparece el país tal como lo conocemos antes que se prohíba la tenencia de armas.

El asesinato de Kirk, que murió a manos de la segunda enmienda que tanto defendió, solo reviste cierta ironía para las conciencias descreídas, pero si no hablamos de un demagogo, y los cristianos de su estirpe generalmente no lo son, tendríamos que admitir que Kirk estaba dispuesto a incluirse a sí mismo entre el número de vidas que desgraciadamente había que lamentar para defender el derecho civil a las armas. Ha muerto por sus ideales, dentro de un mundo donde ese asesinato no resulta absurdo o evitable, sino trascendente y épico, y no es tanto la consecuencia de una galopante crisis política nacional como el emblema de una necesaria guerra civil, latente siempre en las rincones de un alma confederada que ha forjado su identidad posesclavista en la no aceptación de su derrota histórica y militar. Charlie Kirk es el estandarte milenial de la nación, la patria y la familia conservadora estadounidense, y la agresividad que ha continuado a su muerte, la manera en que sus seguidores piden sangre de todo aquello que festinadamente etiquetan de “comunismo” o “izquierda radical”, es una reproducción íntegra de sus formas políticas y un homenaje póstumo extraordinario. La influencia de estos sujetos es global, y encuentra terreno fértil en la autocompasión, frustración y máquina autorepresiva de la adultez masculina.

Los medios de prensa y organizaciones norteamericanas de todo el espectro ideológico esperaron con ansias la identificación del asesino para saber si debían cargar, o no, con la autoría intelectual del crimen, pero las opiniones o la educación política del perpetrador significan muy poco o nada ante la violencia constitutiva del proyecto nacional-religioso estadounidense, y la manera en que cualquier persona, a través del acceso expedito a rifles de gran potencia y armas semiautomáticas, puede por un momento hacerse cargo de ella. Tyler Robinson, el vecino de apenas 22 años que presuntamente ultimó a Kirk, había tallado en una de los cartuchos un verso de Bella Ciao, el himno antifascista italiano, y creció en una familia mormona, republicana, donde los rifles y las armas forman parte de un folclor cultural que frecuentemente genera insospechados trastornos. Y eso no es precisamente propiedad del circuito liberal del país.

En una escena donde la razón pública ha quedado fuertemente atada al capital simbólico de la víctima, lo que ha molestado al hombre blanco, que vive quejándose, no es el victimismo de los otros, sino que la víctima no sea él. El asesinato de Kirk no es más que el hombre blanco matándose a sí mismo, envuelto en el torbellino espiritual de las deformaciones calvinistas estadounidenses y en el profundo espanto que provoca la presencia y el florecimiento del otro en la psique frágil de su excepcionalismo en la tierra. Uno de los signos culturales más propicios de la antesala del fascismo es la ligereza, la malcriadez y la simpleza que adquieren los gestos de la rebeldía social, pues todas las transgresiones están puestas en función de la reacción: sea un orate cualquiera enrolado en la cruzada contra lo que él llama la corrección política, o Marinetti diciendo que la guerra es la higiene del mundo y abriendo la senda estética para que Mussolini alcance el poder.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_