Verano en Vigata

En estos tiempos de actitud bulímica ante las series, me sentí por unos minutos rebelde, pura resistencia, entregada a ‘El comisario Montalbano’

Luca Zingaretti, en 'El comisario Montalbano', en una imagen cedida por TVE.

Mi refugio climático este verano, la estación más temida para aquellos que no soportamos el calor, ha sido el archivo de RTVE. Ahí, en medio de miles de horas de tele, de documentales, de historia de España, encontré el bálsamo perfecto. Ocurrió una mañana de agosto en un pueblo de Asturias, después del primer café, con los adolescentes dormidos, en un sofá que no era mío, cuando encendí el ordenador, y viajé de nuevo a Vigata, provincia de Montelusa, con ...

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Mi refugio climático este verano, la estación más temida para aquellos que no soportamos el calor, ha sido el archivo de RTVE. Ahí, en medio de miles de horas de tele, de documentales, de historia de España, encontré el bálsamo perfecto. Ocurrió una mañana de agosto en un pueblo de Asturias, después del primer café, con los adolescentes dormidos, en un sofá que no era mío, cuando encendí el ordenador, y viajé de nuevo a Vigata, provincia de Montelusa, con el comisario Montalbano. “Comisario Montalbano sono, signora”, me repetí a mí misma en voz muy baja. En estos tiempos de actitud bulímica ante las series, donde no ver todo a la vez y en todas partes te saca de un montón de conversaciones, me sentí por unos minutos rebelde, pura resistencia, entregada a la serie basada en los libros de Andrea Camilleri. Duró poco, no así el deleite ante un producto televisivo que se antoja antiguo y rabiosamente actual a la vez.

El comisario Montalbano conduce un Fiat Tipo, tiene un teléfono móvil sin acceso a internet, es alérgico al compromiso y sólo muestra fidelidad ante la comida de Adelina, su empleada del hogar. Es capaz de perderse una Nochevieja en París con su novia a distancia, Livia, porque prefiere acabar el año cenando los arancini de la mujer que le limpia la casa, tocándole las pelotas —”rompere il cabasisi”, repito también cuando pienso en los que me caen mal— al doctor Pasquano, el forense de la zona. Me gusta cuando regaña a su subordinado Augello —conocido como Mimi— por su promiscuidad, como si Salvo Montalbano hubiera hecho voto de castidad.

Es una serie en la que no hay mujeres feas, donde todas oscilan entre la Loren y la Belluci, sean millonarias en palacios que se caen a pedazos o pobres de solemnidad. “Non è una donna normale, è una femine talento”, comentan ambos inspectores ante una sospechosa. La traducción sale casi sola. Que es un monumento de señora, vamos. Y una, que lucha como puede por despojarse del patriarcado, confiesa que se rinde y suspira por este tipo de comentarios.

Montalbano se baña cada mañana en el mar, toma café expreso, se enfada cuando le despiertan por teléfono, destila sarcasmo y seducción. Y en medio de todo eso, y con el calor húmedo de Sicilia, en cada capítulo se habla de inmigración irregular, de mafia, de trata de personas, de abuso de poder, de corrupción de las instituciones. Temas tan actuales que son hoy portada de periódico. Y tan antiguos como el teléfono móvil sin internet de Salvo.

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