Josu Ternera contra el principio de realidad

La principal virtud de la película de Jordi Évole y Màrius Sánchez es enseñarnos la simpleza mineral de un individuo que vive en una realidad paralela

Jordi Évole y Josu Ternera, en una imagen del documental ‘No me llame Ternera’.

Una de las sensaciones más desoladoras que deja No me llame Ternera es constatar que ese individuo de cara coriácea, cínico, de recursos intelectuales y retóricos limitados, tosco, inclemente y ajeno a cualquier forma de compasión que no sea consigo mismo haya marcado tantísimo la historia de España durante tantos años. A Josu Urritikoetxea no le gusta que le llamen Ternera, pero cuanto más habla y más se expone, mejor le cae el apodo.

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Una de las sensaciones más desoladoras que deja No me llame Ternera es constatar que ese individuo de cara coriácea, cínico, de recursos intelectuales y retóricos limitados, tosco, inclemente y ajeno a cualquier forma de compasión que no sea consigo mismo haya marcado tantísimo la historia de España durante tantos años. A Josu Urritikoetxea no le gusta que le llamen Ternera, pero cuanto más habla y más se expone, mejor le cae el apodo.

La principal virtud de la película de Jordi Évole y Màrius Sánchez es enseñarnos la simpleza mineral de un individuo que vive en una realidad paralela y ha conseguido que no entre en ella ni un rayo de luz del exterior. Évole empieza diciendo que están en un lugar de Francia, y Ternera le corrige: “Estamos en Euskal Herria, esto no es Francia”. Y así, con todo. El mundo de Josu Ternera no tiene nada que ver con el de usted o con el mío. Donde usted ve asesinatos, él ve consecuencias de la represión estatal, tan fortuitas y naturales como una tormenta o un terremoto. Donde usted y yo vemos a un fanático sin muchas luces que ha llevado una vida de ratón embrutecido, él ve a un militante heroico. Ni un destello de realidad se cuela en el compartimento estanco de su cráneo.

El arrepentimiento necesita una capacidad de análisis y una conciencia moral que las terneras no tienen. Ellas solo embisten, y embisten hasta el final, aunque ya no tengan cuernos, ni fuerza, ni quede nada por embestir. Hay que agradecerle a Évole que se haya puesto delante y nos haya enseñado la brutalidad inane de la que estaba hecha el terror. No hay coartada romántica, no hay forma de hacer presentable a este tipo. Esa sola constatación ya merece invertir los cien minutos que dura la entrevista. Lo demás importa poco.

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