‘El castillo de Takeshi’: humor arqueológico más blanco que amarillo
La competencia entre los comentaristas por rematar cada frase, sin que se cree una verdadera química entre ellos —como sí la lograron Herrera y Coll—, es monótona y repetitiva
En 2006, la recién estrenada Cuatro, entonces propiedad de Prisa, reclutó a Fernando Costilla y Paco Bravo para una reedición de Humor amarillo que duró dos años y se redifundió en bucle por la TDT, convirtiéndose así en una referencia más o menos de culto entre la muchachada que aprendió a reírse de los doblajes bizarros con el Retrospecter de La hora chanante. No lideró las audiencias, pero sí se hizo paisaje para un tipo muy determi...
En 2006, la recién estrenada Cuatro, entonces propiedad de Prisa, reclutó a Fernando Costilla y Paco Bravo para una reedición de Humor amarillo que duró dos años y se redifundió en bucle por la TDT, convirtiéndose así en una referencia más o menos de culto entre la muchachada que aprendió a reírse de los doblajes bizarros con el Retrospecter de La hora chanante. No lideró las audiencias, pero sí se hizo paisaje para un tipo muy determinado de espectador milenial. Hoy, 17 años después, los mismos Costilla y Bravo reaparecen en Amazon Prime Video, prescindiendo esta vez del título español y abrazando el japonés, El castillo de Takeshi, y recurriendo al gancho de Eva Soriano, Dani Rovira y Jorge Ponce como comentaristas famosos, con algún que otro cameo, como el de Luis Tosar o el dúo cómico Venga Monjas. Solo el tiempo dirá si este muerto está vivo. Vistos casi todos los episodios, que suman cuatro horas, yo diría que no.
El Humor amarillo original (si es que puede aplicarse el adjetivo original a un producto que parasitaba un programa extranjero para convertirlo en otra cosa de género por entonces inclasificable) llegó a hacer un 31% de cuota de pantalla, siendo lo más exitoso de la descacharrante y descacharrada Telecinco de 1990. Yo era uno de esos niños que se reía a coro con media España e incorporaron al Chino Cudeiro a sus vidas. Por edad, Dani Rovira seguramente también hizo chistes sobre el Chino Cudeiro, y no es improbable que los hiciera Jorge Ponce, pero Eva Soriano no había nacido cuando Juan Herrera y Miguel Ángel Coll, hijo de José Luis Coll, se pusieron a locutar aquellas cintas rarísimas de japoneses (que no chinos) rompiéndose el coxis y partiéndose la cara entre chorizos gigantes de goma y charcos de barro. Para Soriano, como para buena parte de la audiencia a la que se dirige El castillo de Takeshi, aquel programa es historia antigua, algo ajeno a su memoria y a su nostalgia.
Por eso esta versión tira de humor arqueológico en todos los sentidos. No solo hace chistes sobre los años noventa y metachistes sobre la nostalgia pop, sino que desentierra frases y recursos que pertenecen ya al cementerio del humor español. La sensación es parecida a la de ver El intermedio, El club de la comedia o el segmento de Trancas y Barrancas de El hormiguero: no solo hemos visto ya mil veces los tortazos de los concursantes, sino que nos sabemos los chistes. Vemos venir el gag con más nitidez que la tabla de planchar giratoria, y a la misma velocidad predecible.
Esto no es culpa de los solventísimos Soriano, Ponce y Rovira, sino de una forma de improvisar que suena demasiado guionizada y posproducida. Como Coll y Herrera en el programa original, abusan de la broma de actualidad, a veces muy divertida (una concursante grita “comunismo o libertad” antes de lanzarse al barro, por ejemplo), pero son tantas y a tantas voces que llegan a indigestar. La competencia entre los comentaristas por rematar cada frase, sin momentos valle y sin que se cree una verdadera química entre ellos —como sí la lograron Herrera y Coll—, es monótona y repetitiva.
A lo mejor es que soy viejo y estoy hecho a otro humor o, simplemente, no es un producto para mí, pero no imagino a qué público va dirigido. ¿Al de La vida moderna y La resistencia? ¿Al de Eva Soriano? Me cuesta encajarlo ahí. O a lo mejor es que aquel formato es imposible de resucitar, porque funcionó en una España preolímpica, con la democracia y la tele privada recién estrenadas, cuando aún era posible la ingenuidad y pocos sabían (ni siquiera Valerio Lazarov, el instigador de aquel Humor amarillo) que los programas tienen guionistas. Humor amarillo funcionaba porque era humor. Como Posthumor amarillo lo tiene difícil.
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