Y se hizo el silencio

Era un ácrata, un soñador, pero tenía una clara conciencia de su papel y de lo que valía, de que dominaba la radio

Jesús Quintero, en los años noventa, presentando en Antena 3, el programa 'Cuerda de presos'.

Las calles de Sevilla eran hasta hace muy poco testigos diarias de su torpe y machadiano aliño indumentario, anchos gabanes que, paradójicamente, servían para cubrir un porte artistocrático: alto, melena en perfecto estado de descuido, pañuelo de cachemira al cuello... Cuando Jesús Quintero (San Juan del Puerto, Huelva, 82 años) no era una estrella de la comunicación, poeta de la calle y empresario mal aventurado de la cultura, era el flâneur más conocido de la c...

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Las calles de Sevilla eran hasta hace muy poco testigos diarias de su torpe y machadiano aliño indumentario, anchos gabanes que, paradójicamente, servían para cubrir un porte artistocrático: alto, melena en perfecto estado de descuido, pañuelo de cachemira al cuello... Cuando Jesús Quintero (San Juan del Puerto, Huelva, 82 años) no era una estrella de la comunicación, poeta de la calle y empresario mal aventurado de la cultura, era el flâneur más conocido de la ciudad desde la que se proyectó hacia el mundo. “Mira, por ahí va el loco”, se daba con el codo la gente al verlo pasar. Hay personas, y personajes, a los que les resulta imposible pasar desapercibido. Jesús Quintero tenía ya mucho ganado desde esa impronta personal que no desaparecía cuando se deshacía del gabán. Siempre dejó detrás de sí una estela y una curiosidad.

Esta simbiosis entre Sevilla ―con su oropel y su marginalidad― y Jesús Quintero quizás explique a quien se convirtió en una de las grandes voces de la Transición y los primeros años de la Democracia, el descubridor de un periodismo outsider que supo convertir en un consumo de masas. Rodeado de poetas y artistas de toda condición, se invistió de un aura maldita con el más imposible todavía: rescatando de la naftalina a folclóricas y toreros, poniendo el foco en flamencos, taberneros y delincuentes, incluso en gente sencillamente vulgar, pero también, paseando del brazo de la duquesa de Alba por la calle de Sierpes una tarde cualquiera.

De su infancia y adolescencia en San Juan del Puerto, Jesús Quintero pasa primero por Madrid, donde experimenta ya el triunfo nacional, pero decide emigrar al revés, una gesta insólita que también define al personaje: llegó a Sevilla en los estertores de Franco, una ciudad que acogía con mucha más naturalidad de la que creen los amantes del discurso oficial de cirios y crespones, la llegada de la modernidad y las más osadas aventuras culturales. En un tiempo en el que los periodistas andaluces cabían en un autobús ―un autobús irrepetible―, Jesús Quintero fue miembro de una quinta estelar que desafiaba al centralismo mediático desde el Sur: Paco Lobatón, Tico Medina, Carlos Herrera, Pilar del Río…

“Era un ácrata, un soñador, pero tenía una clara conciencia de su papel y de lo que valía, de que dominaba la radio. Cuando le dieron el programa de RNE Para mayores sin reparos, él dijo que no se iba a llamar así de ninguna manera, que le pondría El loco de la colina, algo que sonaba absolutamente irreverente. A él le importaba un pito, pero a los burócratas por supuesto les importaba muchísimo. Pero sobre todo, el director de Radio Nacional pedía todos los días que dijera alguna vez en antena su título oficial, algo que jamás hizo, ni por compañerismo ni para evitar broncas con la dirección general. ‘Si me quieren echar que me echen, decía siempre”, recuerda la periodista Pilar del Río, hoy presidenta de la Fundación José Saramago y entonces subdirectora del programa de Quintero, que da con la segunda clave de la personalidad del comunicador: los silencios.

Jesús Quintero sería hoy el antitertuliano en unos tiempos de extrema vociferación televisiva, reservó un lugar privilegiado al silencio en un medio sonoro, una potestad que nadie le ha arrebatado a día de hoy. Muchos son los que coinciden en desmitificar la cuestión, aunque no le restan un ápice de importancia: “Los silencios se daban muchas veces porque tenía tantas preguntas delante, tantos guiones y tan bien escritos por gente magnífica como Manuel Vicent, Juan Teba y Raúl del Pozo, que se liaba, pero en realidad hay que reconocer que tenía un control total de la radio y ponía a temblar a personas importantísimas que se sentaban delante de él. En la televisión lo he seguido menos, pero es justo decir que cambió la forma de hacer radio en España”, añade la periodista. Aún así, no había quien rechazara una entrevista con El loco. Ni Felipe González, flamante ganador de las elecciones generales en 1982. La primera entrevista, en casa de su hermana Lola en Sevilla, al día siguiente de la victoria en las urnas, fue para Jesús Quintero.

“A veces me asusto porque hablo demasiado”, decía con sorna. No era más que su manera de reivindicarse en su papel central de entrevistador, más protagonista casi siempre que el propio entrevistado, con el que ha jalonado la historia del género en este país. A El loco de la colina le sucederían El perro verde ―con esa mítica entrevista a Rafi Escobedo, yerno de los marqueses de Urquijo, que se suicidaría en la cárcel unas semanas después―, Cuerda de presos, Ratones coloraos, Qué sabe nadie, El gatopardo, que quedarán para siempre en los anales de la televisión pública y privada de este país. Como su archivo, que se calcula en más de seis millones de horas de televisión.

Desigual suerte tuvo sin embargo, en esa tercera vía por la que quiso pasar a la gloria: la de gestor cultural y empresario de la comunicación. Bien es cierto que como manager dio a conocer nada más y nada menos que a Paco de Lucía y dirigió las carreras de conocidos artistas como Soledad Bravo, los payasos Gaby, Fofo y Miliki, María Jiménez o la cantante colombiana Negra Grande. Pero erró en prodigarse en todos los campos. En Sevilla no había año que no abriera un local de moda regentado por Quintero, también una radio ―Radio América― e incluso su último legado: el Teatro Quintero, en el antiguo Cine Pathé de la capital andaluza. Las deudas formaron parte de su declive, pero no mataron al flâneur y al mito.


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