Larga vida, Harry Bosch
La serie llega a su séptima y última temporada demostrando que es un policial impecable, uno de los grandes relatos de la televisión contemporánea
“Sonia. Se llamaba Sonia Hernández”, repite Harry Bosch a cualquiera que se refiera por el nombre que le dio la prensa —La pequeña de los tamales— a la niña de 10 años que murió abrasada en un incendio provocado en un barrio en proceso de gentrificación en Los Ángeles. Un nombre para una víctima porque, como dice siempre el personaje creado en 1992 por el escritor Michael Connelly, “o importan todas, o no importa ninguna”. Chin Ching Yu, Divina Rosa o Cielo Azul son víctimas sin nombre, rostro...
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“Sonia. Se llamaba Sonia Hernández”, repite Harry Bosch a cualquiera que se refiera por el nombre que le dio la prensa —La pequeña de los tamales— a la niña de 10 años que murió abrasada en un incendio provocado en un barrio en proceso de gentrificación en Los Ángeles. Un nombre para una víctima porque, como dice siempre el personaje creado en 1992 por el escritor Michael Connelly, “o importan todas, o no importa ninguna”. Chin Ching Yu, Divina Rosa o Cielo Azul son víctimas sin nombre, rostros de casos sin resolver, fotografías que el policía mantiene en su mesa en la séptima y extraordinaria última temporada de Bosch (Amazon Prime).
Los ocho capítulos de la traca final son un buen compendio de una serie policial impecable. Eric Overmeyer tiene la colaboración del propio Connelly para el desarrollo televisivo de la adaptación libre de La habitación en llamas (decimoséptimo libro de la serie, publicado en España por AdN), una estrategia que no siempre funciona, pero que aquí dota a cada capítulo de vibrantes momentos literarios en los que casi se ve la mano del autor de Echo park.
Sin aspavientos y con solidez, Titus Welliver ha conseguido ser la imagen de uno de los personajes más icónicos de la literatura criminal contemporánea. El reparto de secundarios —tan necesarios en los policiales, que son a la fuerza relatos corales— es excelente. Jamie Hector como Jerry Edgar (compañero de Bosch en toda la serie, aunque en los libros cambia por Lucía Soto o Renée Ballard) o Amy Aquino como la teniente Billets son dos buenos ejemplos. Pero por encima de todos destaca Maddie, la hija de Bosch, interpretada por Madison Litz y con más peso en la serie que en los libros, lo que sirve para dar un contrapunto perfecto al protagonista, ese héroe cansado que no ceja en su empeño de buscar justicia.
En tramas paralelas, la serie tiene la habilidad de mostrarnos, sin abrumar, el día a día de la comisaría, la corrupción cotidiana, el machismo que encuentra en esos ambientes un campo de expansión. Se nota la asesoría de Tim Marcia y Mitzi Roberts, legendarios policías angelinos y colaboradores habituales de Connelly en los libros y en el podcast Murder Book. Se nota, también, el amor que siente Connelly por Los Ángeles, esa ciudad de la que se ha convertido en un Balzac contemporáneo.
Pocas series llegan tan frescas y con tanto que decir a su séptima temporada. Es una pena que no vaya a seguir, aunque ya se ha anunciado una producción derivada en la plataforma IMDb TV y con el mismo equipo.
Tras el incendio que investiga Bosch, en el que además de Sonia murieron otras cuatro personas, se encuentran las bandas de narcos, metidas ahora en el negocio inmobiliario. Pero no siempre conviene castigar un crimen si eso sacrifica una operación con mejores réditos políticos. Eso es lo que piensan los jefes de nuestro héroe y eso es lo que él no puede consentir. La lealtad a su código ético y a sus compañeros y la búsqueda de justicia a cualquier precio son condiciones innegociables para Bosch. Y lo va a pagar. Lo sabe él y lo sabemos los espectadores. No importa. Este mundo, aunque sea en la ficción, necesita tipos como él. Larga vida, Harry Bosch.
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