Columna

Mujeres

Por suerte, Nevenka Fernández puede contar su historia 20 años después. Otras no pudieron. A algunas las enviaron prematuramente al cementerio

Nevenka Fernández, en una imagen de la serie documental de Netflix.

Es torrencial y conmovedora la profesión de fe en las labores y consecuencias del feminismo que hacen el 8-M los presentadores de programas televisivos, todo tipo de invitados, tertulianos y políticos. Ferreras, siempre en la vanguardia de las causas nobles, añade al “más periodismo”, lema que caracteriza su cadena, el de “más feminismo”. Y en El Intermedio, plantean esa noche una sección con el elegante, sofisticado y filosófico ...

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Es torrencial y conmovedora la profesión de fe en las labores y consecuencias del feminismo que hacen el 8-M los presentadores de programas televisivos, todo tipo de invitados, tertulianos y políticos. Ferreras, siempre en la vanguardia de las causas nobles, añade al “más periodismo”, lema que caracteriza su cadena, el de “más feminismo”. Y en El Intermedio, plantean esa noche una sección con el elegante, sofisticado y filosófico título de Estoy hasta el coño, en la que un grupo de mujeres cuentan sus razones para sentirse hasta parte tan íntima de las desigualdades y los atropellos que siguen sufriendo.

Veo en Netflix el devastador retrato de lo que le ocurrió a la hermosa y acorralada Nevenka Fernández, pionera en denunciar la barbarie que padeció por parte del poder absoluto, representado por en un alcalde de Ponferrada que la promocionó cuando ella pretendía legítimamente hacer carrera en el Ayuntamiento, fueron amantes y decidió un día acabar con esa relación sexual o sentimental que no la convencía, que estaba agotándola. Su obsesionado y encoñado jefe le hizo todo tipo de chantajes y amenazas ante su abandono, la masacró profesionalmente, la introdujo en el infierno. Porque quería, pero sobre todo porque podía. Ella ganó el juicio, a pesar del esperpéntico y hitleriano fiscal inicial, fue machacada por gran parte de la opinión pública de su pueblo, tuvo que exiliarse de sus raíces, bordeó la locura. Por suerte, puede contarlo 20 años después. Otras mujeres no pudieron hacerlo. A algunas las enviaron prematuramente al cementerio. O envejecieron violadas y humilladas, víctimas eternas del abuso, la impunidad, lo consentido.

Y después de dos capítulos renuncio a continuar con la repulsiva serie de HBO santificando a Mia Farrow y convirtiendo en un monstruo al ausente Woody Allen. Este fue declarado inocente por los tribunales. Da igual. Entiendo cómo debió de sentirse Farrow al descubrir que su pareja y su hija adoptiva estaban liados. Pero acusarle de ejercer la pederastia con otra hija desde los cuatro años de la niña e insinuar que le apasionó siempre la carne púber roza la ignominia. Ella, su hermana, su madre, sus amigas, sus psiquiatras y su hija Dylan lo testifican. Todo suena a montaje, impostación, mentira, sordidez.

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