Columna

Confusión

Ya no practico esa caridad que tranquilizaba a mi conciencia y me hacía sentir solidario

Una persona pide limosna en el centro de Barcelona.Marta Pérez (EFE)

Ocurrió en Sudán durante la hambruna del 93. Un fotógrafo captó la imagen de un niño desfallecido en el desierto, casi moribundo, rodeado de buitres que se relamían ante su futura presa. Después de accionar su cámara ese hombre siguió su camino, no recogió a la criatura. Su testimonio estremeció al mundo. Imagino que lloverían los donativos para la infancia machacada. Fue portada de The New York Times, ganó el Pulitzer. ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Ocurrió en Sudán durante la hambruna del 93. Un fotógrafo captó la imagen de un niño desfallecido en el desierto, casi moribundo, rodeado de buitres que se relamían ante su futura presa. Después de accionar su cámara ese hombre siguió su camino, no recogió a la criatura. Su testimonio estremeció al mundo. Imagino que lloverían los donativos para la infancia machacada. Fue portada de The New York Times, ganó el Pulitzer. Un tiempo después, el autor se suicidó.

Ya no practico esa caridad que tranquilizaba a mi conciencia y me hacía sentir solidario. Solo la he activado últimamente con un mendigo en la puerta de un supermercado. Al preguntarle qué comida podía comprarle me dijo: “Tráigame un par de botellas de vino. O de coñac”. Su respuesta me pareció sincera, desgarrada, coherente. Debió de alucinar para bien con la pasta que le di. Vuelvo a pensar en la caridad al ser informado de historias siniestras como la de un fulano que se inventó durante muchos años un cáncer que nunca existió para estafar a la gente conocida o anónima que pretendía ayudarle con sus dádivas. O en un artero matrimonio que utilizó una imaginaria enfermedad de su niña para forrarse. O sea, la miseria moral apelando a lo mejor del prójimo.

Constato que mi estado de ánimo debe de estar muy alterado al tener una reacción volcánica cuando llaman al telefonillo de mi casa. Me piden que les abra, identificándose como representantes de Aldeas Infantiles. Les mando al infierno. Entre otras cosas, porque los amantes de lo ajeno han saqueado mi cueva varias veces. A los cinco minutos llaman insistentemente en mi puerta. Abro con precaución y les respondo en plan ogro, violento, histérico y grosero. Les aseguro que su causa me importa un pepino. Y continúo escribiendo de la película El chico, de un bebé abandonado en la calle y del vagabundo que no tiene más remedio que recogerle, de la historia de amor entre ambos. Y de repente me siento paralizado, avergonzado de mi actitud anterior. Me anestesio con alcohol para olvidar cómo he tratado a gente que me pedía ayuda para los desamparados. Tal vez fueran unos manguis profesionales, o solo en tiempos de miseria económica. Pero no logro consolarme con mi presunta sensatez. ¿Qué decía aquella canción que escribió Peter Sinfield?: “La confusión será mi epitafio”.

Más información

Archivado En